miércoles, 17 de octubre de 2007

Reina de la morería

Volvíamos mi familia y yo de las vacaciones de verano, un día cualquiera de finales de agosto. No recuerdo bien por qué, pero salimos de noche para llegar de madrugada, cuando mi padre siempre dice que "el sol castellano no se paga con nada". También dice que “ancha es Castilla”, pero eso lo decimos todos.

Un viaje con RNE a todo trapo, alternado con un par de cassettes –joder, cassettes- de flamenco y El Último de la Fila da para pensar mucho, más aún cuando la concurrencia estaba agotada tras un día de limpiar y recoger bártulos, ordenar esto y despedirse de aquello y de aquellos y la conversación es escasa. Más aún cuando la siesta no da para tanto y sólo el conductor tiene ganas de palmas y juerga.

- “A ver quién me dice si esa ciudad es Burgos o Valladolid.”
- “Joder aita, venga va conduce y calla.”

Menos mal que ama -y su sentido común- no nos regañó por aquella estupidez y procuraba hablarle por si acaso, de banalidades sí, pero hablarle al fin y al cabo. Somnoliento y preguntándome si la ciudad iluminada que veía delante sería Burgos o Valladolid, descubrí que a mi ama le caía mal la tía ‘Tere’, por no sé qué asunto de no sé que habladurías tiempo ha. A mí me caía bien.

- “¿Si la acierto paras en un bar?”
- "Ummm, sí. Venga di."
- "Ehhhh, (a ver, si el Duero está antes de Valladolid y hace cacho que lo hemos pasado, porque ama ha dicho que un día de estos tenemos que parar en no sé qué bodega donde trabaja un conocido suyo, pues…) ¡¡Burgos!!"
- "Y eso que no se ve la catedral. Venga paramos."


El primer bar de carretera que vimos fue el destino. Al lado un puticlub, como es menester a orillas de la carretera hasta llegar al Ebro. No podíamos apenas andar, porque también a diferencia de otras veces no habíamos parado en horas. Fue un viaje extraño. El síndrome de la clase turista nos hizo la puñeta; tal es así que parecíamos el equipo nacional de gimnasia artística haciendo todo tipo de estiramientos en el aparcamiento. Dentro la clientela se dividía en camioneros, marroquíes de vuelta a Francia y alguna familia de bien despistada, como nosotros mismos.

Fue entrar en aquel antro aserrinado y amoscado –“joder aita, vaya mierda”; “pues sí hijo, un café, un paseíto hasta el caserón de al lado y pista”- y verla: era una chica musulmana, de mi edad, rodeada de cuatro o cinco hermanos, un padre gordo, chusco y feo y una madre con semblante abnegado y telas de vivos azules alrededor de su cabeza y cuello. Ella llevaba una inocente camiseta blanca con algún dibujo de Disney en el pecho, una chaqueta ajustada y oscura sin abrochar y una especie de pantalones de campana, abombados y también azulados, que dejaban entrever unas sandalias escuetas y unos dedos perfectos.

Mis padres estaban pidiendo en la barra, y mi hermano medio dormido apoyado en mi madre. Yo con la excusa de coger mesa me acerqué donde ella, y no sé qué pensaría de mí, pero el caso es que casi me la como –a ella y a la mesa- arrobado por sus ojos oscuros como la noche sin luna que era, su mirada alegre e inocente, su pelo cuidadosamente recogido, sus pendientes verdes de latón, su sonrisa frugal, su tez de canela y su hablar extraño para mí. Incluso por su terca madurez al intentar organizar aquel cisma familar de pequeños diablillos y ayudar así a su madre, pues el cabeza de familia y el hermano mayor vociferaban alegremente al fondo, en la barra, peligrosamente cerca de mi familia.

Por fin reparó en mi embelesamiento. Las dos familias sentadas a la mesa, cada una a lo suyo. Me daba no sé qué decirle nada a mi padre, más a mi madre, y mi hermano estaba definitivamente dormido. Tanto que temí porque se ahogara en el vaso de Cola-cao. Ella sin embargo sí tuvo el arrojo, quizá para ella simple chascarrillo, de comentar la jugada. Un leve comentario a la oreja de su madre, una sonrisilla picarona y pasaron a ser cuatro y no dos los ojos que en mí se clavaban. Me ganaron por goleada, porque no podía dejar de mirarla –a ella- y dejar de sentirme turbado –por ellas-. Creo incluso que su hermano mayor se percató del pastel y me dedicó un par de ramalazos torvos en forma de mirada desafiante. No sé, no recuerdo bien; quién podía atender a eso con ella a escasa distancia.

No hablé nada. No atendí a nada. Ella aparecía única, emergente de un escenario anodino y yermo por lo demás, como objeto de admiración que me resultaba. No existía nada más, ni tan siquiera el tiempo. Sólo ella. Lamentablemente mi padre recordó lo que había dicho con voz recia y desencantada –era un bar chungo de cojones- y salimos fuera a dar el paseo de rigor, por más que yo trataba de tomarme mi Nesquick como si fuera el último del mundo.

Pero ella me obsequió con un último regalo, por si fueran pocos los presentes; una mirada limpia y sincera, un tímido gesto de despedida con la mano y un sordo “adiós” que pude leer en sus labios. El resto del viaje me planté y exigí con insistencia que la pinchadiscos pusiera una cinta concreta de El Último. Qué mejor que una buena banda sonora para acompañar mi descoloque. Era la criatura más bonita y preciosa que había visto jamás. Aquella mirada valía el universo todo. Tanto que no sería descabellado escudriñar un país entero y dedicar una vida entera a encontrarla.

- “¿Qué ciudad es esa chicos?”
- “Bilbaoooooooooooooooooo, pesaooooooooooooooooooo.”


Natthan

P.D. Esto lo publiqué en su día también en el foro.

1 comentarios:

Uno, trino y plural dijo...

recuerdo que lo publicaste en un hilo sobre ver a una muchacha bella por la calle y quedarse prendado... no recuerdo quién lo abrió, ¿Pou?¿Hugo?¿Pistol?¿helio?

Te quedó muy chulo la verdad, debió ser una Experiencia.

Caosmeando

ecoestadistica.com