domingo, 23 de noviembre de 2008

Geoquímica recreativa

Un fragmento de este libro del que fue llamado "el poeta de las piedras", Aleksandr Fersman

Los geoquímicos y mineralogistas deben cambiar radicalmente sus hábitos. En efecto, cada año hay que denominar más de 25 minerales nuevos. Y ¿acaso es admisible que combinaciones como la laurita fuesen denominadas con el nombre de la novia del químico que la descubrió, Laura; que toda una serie de minerales recibiesen su nombre de sentimientos de fidelidad, en honor de diversos príncipes y condes que no tuvieron ninguna relación con los minerales, como la uvarovita?

Por último, algunas denominaciones son tan disparatadas que nuestra lengua las pronuncia con dificultad; por ejemplo, "ampangabeita", llamado así por el lugar en que fue hallado, en Madagascar. La nominación de los minerales es una página interesantísima de la historia de la Mineralogía y la Química. Hasta ahora se desconoce por completo la procedencia de una serie de nombres de minerales y muchos de ellos tienen sus raíces en la antigua India, Egipto o Persia. Persia nos obsequió con la turquesa y la esmeralda (smaragd); la Grecia antigua, con el topacio y el granate. La India dio el rubí, el zafiro y la turmalina.
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Una gran cantidad de minerales fueron denominados por el lugar de su hallazgo. Así, para nosotros, los soviéticos, son bien conocidos y comprensibles los nombres "ilmenita" (montes Ilmen, en los Urales meridionales), "baikalita" (lago Baikal), "murmanita" (región de Murmansk). Pero el nombre más interesante para nosotros está ligado con Moscú, es la moscovita o muscovita, la famosa mica potásica que tan importante papel desempeña en la industria eléctrica. Muchísimos nombres se dieron en honor de conocidos investigadores, notables químicos y mineralogistas. Recordemos la scheelita, así llamada en memoria del célebre químico sueco Scheele: la goethita, en honor del poeta y mineralogista Goethe y las mendeleevita y vernadskita bien conocidas para nosotros.

Hay que reconocer como acertados también los nombres dados a minerales con arreglo a sus colores, aunque en estos casos con frecuencia haya que conocer el latín o el griego para comprenderlos. Así son, por ejemplo, el aguamarina (color de agua de mar), auripigmento (coloración de oro), leucita (de la palabra griega "leikos", blanco), criolita (hielo, en griego), celestina (del latín, "cielo").

Muchas denominaciones provienen de las propiedades físicas y químicas de los minerales. Por ejemplo, los minerales denominados "brillantes", se llaman así por su brillo parecido al de la plata; las piritas, por su analogía con el cobre y el bronce; los espatos, por la propiedad que poseen de hendirse a lo largo de planos orientados en direcciones determinadas (crucero); las blendas, minerales que contienen metal, cosa difícil de adivinar por su aspecto exterior engañoso.

El diamante recibió su denominación de la palabra griega "ádamas", esto es "insuperable", "invencible", "inexpugnable". Finalmente, hay que reconocer que muchos minerales recibieron nombres apropiados, según los elementos químicos que predominan en su composición. Así, por ejemplo, la fosforita, calcita, wolframita, molibdenita, etc.

Pero existe una serie de nombres que suscitan gran interés. Con algunos de ellos están relacionadas leyendas enteras; el sentido de otros se oculta en lo profundo de los laboratorios de los alquimistas. De tal modo, el asbesto recibió su nombre de la palabra griega "incombustible". La nefrita debe su denominación al error medieval que consideraba que sirve para curar los riñones. La fenacita, "falsa", se llama así por que su bello color rojo-vinoso desaparece, en el sol, después de varias horas.


La apatita o "engañosa" se llama así por ser difícil de distinguir de otros minerales; y, por último, la amatista lleva su denominación aún desde la Edad Media, cuando se le adjudicaba la misteriosa cualidad de servir de defensa contra la embriaguez. Se ve por nuestra breve descripción de qué manera tan complicada se fueron estableciendo las denominaciones de los minerales.

¿Acaso no es posible poner orden en este asunto? Acaso no puede constituirse una comisión internacional que confirme la denominación de los nuevos minerales, atendiendo a que su significado corresponda a las propiedades del mineral, que sean fáciles de recordar, que los nombres mismos formen un cierto sistema y verifiquen la clasificación de cientos y miles de especies minerales? Confiamos que en el florecimiento futuro de las ciencias químicas y geoquímicas se encontrará sitio para nuestra modesta proposición: reflexionar cómo hacer para no martirizar a los estudiantes con prolongadas, difíciles de recordar e incomprensibles denominaciones y dar nombres estrechamente ligados a las propiedades típicas de cada piedra, planta o animal, que penetren bien en la mente de cualquiera.

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Cuento para una cuarta

No sé si es necesario aclarar que una cuarta es una contraportada y que este cuento de Iban Zaldua aparece en su lengua original, en euskera, en la cubierta posterior de su libro Itzalak. La traducción es del propio autor.

«Me lo quiso contar en cuanto se levantó de la cama. “¿Sabes qué he soñado? Que me abandonabas, que te habías liado con otra mujer. No la conocía, pero estoy segura de que era más joven que yo. Los niños se quedaban contigo, claro, y, por consiguiente, la que se marchaba de casa era yo. Me tuve que buscar un piso compartido”. Sonreí, qué iba a hacer si no: siempre me ha hecho gracia lo minucioso de las pesadillas de Arantza; yo ni siquiera me acuerdo de lo que sueño. “¿Y con quién te ibas a vivir?”, le pregunté. “Con Nekane. A ella también acababa de dejarla el marido”. “¿Con Nekane? Si casi no la conoces”. “Ya, a mí también me pareció raro. Pero ya sabes cómo son los sueños”, me respondió. Luego me describió el piso en el que vivían, muebles incluidos. “De todas maneras, ¿a que no adivinas qué fue lo que más me fastidió, en el sueño? Que no me contaste nada hasta que terminé de corregir el manuscrito de tu último libro”. Y en eso tiene razón: jamás encontraré mejor lectora para mis textos que Arantza. Aquel momento pedía por lo menos un abrazo, así que abracé a mi mujer, cómo no iba a hacerlo. “Hay que ver las cosas que sueñas, chica…”, le susurré al oído».
Nekane no dijo nada: alargó el brazo hacia la mesilla y cogió otro cigarrillo y el mechero. Lo encendió con un gesto breve. El humo que llenaba la habitación se espesó aún más.
El silencio no duró demasiado. «¿Cuándo vas a contarle lo nuestro a Arantza?», me preguntó, tal y como yo esperaba. «Pronto», le contesté a Nekane, «muy pronto. En cuanto me corrija el cuento que he escrito para la cuarta de mi último libro».

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La bella durmiente

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Caosmeando

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