lunes, 2 de junio de 2008

Es hora de irse, tengo que coger pronto el tren. Me levanto con sigilo y me visto rápidamente. Me podría ir sin hacer ruido, sin decir nada, como una amante furtiva, pero no me parece cortés. Le despierto con suavidad, me tengo que ir. Me mira como si todavía fuera la princesa de anoche, tierna, apasionada, entregada. Pero cuando sale el sol, por la mañana, se deshace el hechizo, y vuelvo a ser la cenicienta del cuento: el maquillaje corrido, el pelo alborotado, el pensamiento muy lejos de allí, y sobretodo, de él. Me tengo que ir. Nada de despedidas, de falsas promesas. No creo que volvamos a vernos. Y no me parece cruel. Ayer fuimos especiales, había magia entre nosotros, por el momento: espontáneo, natural. No tiene sentido alargarlo: forzarlo. No la caguemos: almacenemos buenos recuerdos.

Y quizás cree que no me gusta, que huyo arrepentida. No le voy a explicar que he aborrecido a los hombres, que no me apetece ni conocerlos, que me he cansado de creer en príncipes azules, que no existen ni a rayas. Que ni las canciones románticas, ni las dulces palabras, me inspiran nada: que intento proseguir mis relatos, bañados de sentimientos, y no me sale nada: no tengo de donde arrancar, de donde extraer, no tengo pared que rasgar: araño, rebusco entre mis entrañas, y no encuentro nada: estoy vacía. Bajé de mi nube multicolor y me estrellé contra el frío suelo: y ahí me quedé: con los pies en el suelo.

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Caosmeando

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