jueves, 12 de noviembre de 2009
La historia del ojo (12)
VI-SIMONE
Uno de los periodos más apacibles de mi vida tuvo lugar después del ligero accidente de Simone; estuvo un tiempo enferma. Cada vez que su madre aparecía, yo entraba al baño. Aprovechaba para orinar y hasta para bañarme; la primera vez que esa mujer quiso entrar en el baño fue detenida de inmediato por su hija. —‘No entres allí, le dijo, hay un hombre desnudo.’
Simone no tardaba en echar a su madre y yo retomaba mi lugar en una silla al lado del lecho de la enferma. Fumaba, leía los periódicos y si encontraba entre las noticias historias de crímenes o historias sangrientas, se las leía en voz alta. De vez en cuando tomaba en mis brazos a Simone, que hervía de fiebre, para que orinara en el baño y luego la lavaba con precaución en el bidé. Estaba muy débil y yo apenas la tocaba. Pronto empezó a divertirse obligándome a tirar huevos en el retrete, huevos duros que se hundían y cascarones casi vacíos, para observar diferentes grados de inmersión. Permanecía durante largo tiempo sentada mirando los huevos; luego hacía que la sentara en el asiento para poderlos ver bajo su culo, entre las piernas abiertas, y por fin me hacía tirar de la cadena.
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Otro juego consistía en quebrar un huevo fresco en el borde del bidé y vaciarlo bajo ella: a veces orinaba encima, otras me obligaba a meterme desnudo y a tragarme el huevo crudo en el fondo del bidé; me prometió que cuando estuviese sana haría lo mismo delante de mí y también delante de Marcela.
Al mismo tiempo nos imaginábamos acostando un día a Marcela, con la falda levantada, pero calzada y cubierta con su ropa, en una bañera llena hasta la mitad de huevos frescos sobre los que orinaría después de reventarlos. Simone imaginaba también que yo sostendría a Marcela, esta vez sólo con el liguero y las medias, el culo en alto, las piernas replegadas y la cabeza hacia abajo; Simone se vestiría con una bata de baño empapada en agua caliente y por tanto pegada al cuerpo, pero con los pechos al aire y montada sobre una silla blanca esmaltada con asiento de corcho; yo podría excitarle los senos tocándole los pezones con el cañón caliente de un largo revólver de ordenanza cargado, recién disparado (lo que nos habría excitado y además le hubiera dado al cañón el acre olor de la pólvora).
Entretanto haría caer desde lo alto, para hacerlo chorrear, un bote de crema fresca, de blancura resplandeciente, sobre el ano gris de Marcela; y también ella se orinaría sobre su bata, y si se entreabría la bata sobre la espalda o la cabeza de Marcela, yo también podría orinarla del otro lado (habiendo ya, seguramente, orinado sus senos); Marcela podría además, si ella quería, inundarme enteramente, puesto que, sostenida por mí, tendría mi cuello abrazado entre sus muslos.
Podría también meter mi pinga en su boca, etc.
Después de esas ensoñaciones, Simone me rogaba que la acostase sobre unas colchas dispuestas cerca del retrete, e inclinando la cabeza, al tiempo que apoyaba sus brazos sobre el borde de la taza, podía mirar fijamente los huevos con los ojos muy abiertos. Yo también me instalaba a su lado para que nuestras mejillas y nuestras sienes pudieran tocarse. Acabábamos calmándonos después de contemplarlos largo tiempo. El ruido de absorción que se producía al tirarse la cadena divertía a Simone y le permitía escapar de su obsesión, de tal modo que, a fin de cuentas, acabábamos poniéndonos de buen humor.
Un día, justo a la hora que el sol oblicuo de las seis de la tarde aclaraba directamente el interior del baño, un huevo medio vacío fue sorbido de repente por el agua y tras llenarse, haciendo un ruido extraño, fue a naufragar frente a nuestros ojos; este incidente tuvo para Simone un significado tan extraordinario que, tendiéndose, gozó durante mucho tiempo mientras bebía, por decirlo así, mi ojo izquierdo entre sus labios; después, sin dejar de chupar este ojo tan obstinadamente como si fuera un seno, se sentó, atrayendo mi cabeza hacia ella, con fuerza sobre el asiento, y orinó ruidosamente sobre los huevos que flotaban con satisfacción y vigor totales.
A partir de entonces pudimos considerarla curada, y manifestó su alegría hablándome largo y tendido acerca de diversos temas íntimos, aunque por lo general nunca hablaba ni de ella ni de mí. Me confesó sonriendo, que durante el instante anterior había tenido grandes ganas de satisfacerse plenamente; se había retenido para lograr un mayor placer: en efecto, el deseo ponía tenso su vientre e hinchaba su culo como un fruto maduro; además, mientras mi mano debajo de las sábanas agarraba su culo con fuerza, ella me hizo notar que seguía en el mismo estado y experimentaba una sensación muy agradable; y cuando le pregunté qué pensaba cuando oía la palabra orinar me respondió: burilar los ojos con una navaja, algo rojo, el sol. ¿Y el huevo?
Un ojo de buey, debido al color de la cabeza (la cabeza del buey), y además porque la clara del huevo es el blanco del ojo y la yema de huevo la pupila. La forma del ojo era, según ella, también la del huevo.
Me pidió que cuando pudiésemos salir, le prometiese romper huevos en el aire y a pleno sol, a tiros. Le respondí que era imposible, y discutió mucho tiempo conmigo para tratar de convencerme con razones.
Jugaba alegremente con las palabras, por lo que a veces decía quebrar un ojo o reventar un huevo manejando razonamientos insostenibles.
Agregó todavía que, en este sentido, para ella el olor del culo era el olor de la pólvora, un chorro de orina un ‘balazo visto como una luz’; cada una de sus nalgas, un huevo duro pelado. Convinimos que nos haríamos traer huevos tibios, sin cáscara y calientes, para el excusado; me prometió que después de sentarse sobre la taza tendría un orgasmo completo sobre los huevos. Con su culo siempre entre mis manos y en el estado de ánimo que ella confesaba, crecía en mi interior una tormenta; después de la promesa empecé a reflexionar con mayor profundidad.
Es justo agregar que el cuarto de una enferma que no abandona el lecho durante todo el día, es un lugar adecuado para retroceder paulatinamente hasta la obscenidad pueril: chupaba dulcemente el seno de Simone esperando los huevos tibios y ella me acariciaba los cabellos.
Fue la madre la que nos trajo los huevos, pero yo ni siquiera volteé, creyendo que era una criada y continué mamando el seno con felicidad; además ya no tenía el menor recato y no quería interrumpir mi placer; por eso, y cuando por fin la reconocí por la voz, tuve la idea de bajarme el pantalón como si fuese a satisfacer una necesidad, sin ostentación, pero con el deseo de que se fuera y también con el gozo de no tener en cuenta ningún límite. Cuando decidió irse para reflexionar en vano sobre el horror que sentía, empezaba a oscurecer: encendimos la luz del baño. Simone estaba sentada sobre la taza y ambos comíamos un huevo caliente con sal: sobraban tres, con ellos acaricié dulcemente el cuerpo de mi amada, haciéndolos resbalar entre sus nalgas y entre sus muslos; luego los dejé caer lentamente en el agua, uno tras otro; después, Simone, que había observado largo rato cómo se sumergían, blancos y calientes, pelados, es decir desnudos, ahogados así bajo su bello culo, continuó la inmersión haciendo un ruido semejante al de los huevos tibios cuando caían.
Debo advertir que nada semejante volvió a ocurrir después entre nosotros, con una sola excepción: jamás volvimos a hablar de huevos, pero si por azar veíamos uno o varios huevos, no podíamos mirarnos sin sonrojarnos, con una interrogación muda y turbia en los ojos.
Al finalizar este relato se verá que esta interrogación hubiera podido quedarse indefinidamente sin respuesta y, sobre todo, que esa respuesta inesperada era necesaria para medir la inmensidad del vacío que se había abierto para nosotros, sin saberlo, durante esas curiosas diversiones con los huevos.
Publicado por Uno, trino y plural a las 0:13 0 comentarios
Etiquetas: La historia del ojo, literatura