domingo, 2 de agosto de 2009

Los naufragios de Óscar Byron (I)

Un cuento de Fernando Aínsa

Ahora nos lo decimos todos: no debería haber sido tan difícil creerle a Oscar Byron. Sin embargo, cuando venía a contarnos el nuevo naufragio que había visto, en su aire de extranjero rubio descendiente de irlandeses, había algo que no nos inspiraba confianza. Ahora que Byron se ha ido, las noches de invierno se nos hacen más largas en la rueda de pescadores y contrabandistas que formamos en el bar Jiménez, y hay quién asegura que en esta costa barrida por vientos tan contradictorios los naufragios que nos contaba Oscar podían haber sucedido realmente. Hubiera bastado un poco de buena fe para que pudieran haber adquirido esa certidumbre que ahora tanto necesitamos. Podían, sí.
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Porque en la parte más abierta de estas playas, donde el océano rompe con más fuerza, se ven los restos de muchos barcos que encallaron alguna vez traídos por un temporal, arrastrados por una corriente. Con paciencia y memoria se podría trazar un mapa punteando los naufragios, precisando las fechas que se remontan hasta galeones y carabelas de la época de la conquista del Nuevo Mundo, hoy devorados por la espuma y la arena. Ahora que Byron se ha ido, hay quienes reconstruyen con cuidado esos posibles mapas de nuestra costa, llenos de cruces y de una historia que, en cualquiera de los casos, ninguno de nosotros pudo conocer, pero que él aseguraba haber vivido en sus paseos solitarios en las noches de tormenta. Pero entonces, cuando Byron entraba en el bar Jiménez, lo recibían sólo sonrisas y miradas incrédulas. Las burlas eran aún mayores cuando decidía contar, una y otra vez, con pequeñas variantes, siempre hablando en tiempo presente, su naufragio favorito: cómo su abuelo, el capitán John Byron, había llegado a esta tierra, encallado su barco en la punta más agreste y lejana de la playa que se pierde hacia el Este. Sus mechones de pelo rubio pajizo le caían sobre la frente y los ojos de azul claro se le iluminaban, como si estuviera viendo lo que nos contaba: "...y cuando todos los pasajeros se han salvado, y los botes están en la orilla, mi abuelo, oficial responsable del barco, lo mira por última vez, sube con dificultad al puente de mando, tan inclinada está ya la cubierta, y toma de su cabina todos los papeles del navío y los guarda con cuidado en el bolsillo de su casaca..."

En esos momentos de su relato, Oscar esperaba siempre que alguno de nosotros lo interrumpiera para hacerle preguntas, pero todos —aunque lo escucháramos con atención— nos hacíamos los distraídos. Pero Oscar, "Oscarito" como lo llamábamos burlonamente, era demasiado rubio para inspirar confianza, pero también era demasiado entusiasta para callarse ante nuestra indiferencia. Y así seguía hablando con grandes gestos: "...y cuando el temporal arrecia, mi abuelo, el capitán John revisa con parsimonia los cajones donde tiene su brújula personal, un reloj de oro y las fotos de la familia. El barco se escora aun más, y crujidos que parecen lamentos brotan de los maderos y de los hierros, para subir desde las bodegas inundadas hasta el puente de mando, como un himno de difuntos que se mezcla con el ruido de las olas que se rompen contra el casco, lamen con ferocidad la cubierta y entran a borbotones espesos por los ojos de buey de vidrios despedazados. Abuelo recoge los restos húmedos de su pequeño mundo que está por desaparecer y sube al único puente que emerge ahora de las aguas. Desde allí observa la playa, donde su tripulación y los pasajeros lo esperan con impaciencia, batidos los rostros por la lluvia y el viento. El capitán está satisfecho porque todos han sobrevivido, porque todos están sanos y salvos gracias a su sangre fría y a la seguridad con la que personalmente ha organizado el salvamento antes de pensar en sí mismo. Baja luego un pequeño bote que se balancea sobre la borda, salta con la gorra de mando calada hasta las cejas, empuña los remos y va hacia la playa. Abuelo esquiva con habilidad una rocas y llega a la orilla en el justo momento en que, rodeado de un estallido final de hierros y maderas, el barco se parte y todo desaparece bajo las grandes olas que cubren triunfalmente sus restos para siempre. El capitán John estrecha la mano de cada uno de los pasajeros, abraza a sus tripulantes y oficiales, y llora en silencio. Así llegó mi abuelo, el capitán irlandés John Byron, a esta tierra". No recordamos cuántas veces nos contó Oscar este naufragio que se entroncaba con la pretendida historia de su sangre. Cada vez que nos lo repetía, a falta de otros naufragios que hubiera visto la víspera, añadía algún nuevo detalle, una pequeña variante, algún capítulo anterior o posterior de la historia de ese capitán que: "...nunca más se había vuelto a embarcar y que había caminado por esta costa hasta el fin de sus días, sus ojos fijos en un horizonte tras el cual habían quedado los suyos, en la lejana Irlanda". Byron explicaba como: "Abuelo se quedó a vivir aquí y se casó con la hija de un estanciero que le dio una hija -mi madre- el mismo día en que murió desangrada sin esperanzas de socorro médico". Cuando nos contaba esta historia, su piel clara y dorada por el sol quedaba perlada de gotas de sudor casi imperceptibles. Era una emoción que parecía venirle de muy adentro, pero en la que ninguno de nosotros quería creer. Ahora que Byron se ha ido de nuestro pueblo costeño, pensamos a veces que fuimos cobardes, porque nadie le dijo nunca en la cara lo que se murmuraba cuando salía del bar, tarde en la noche:

"Su abuelo había llegado a esta tierra desde Irlanda

—sí— pero no como capitán de un barco, sino como pasajero (¿o polizonte?) de un barco carguero, donde iba un grupo de campesinos emigrantes que huían de las hambrunas que azotaban ese país periódicamente". Había llegado de Irlanda

—sí—

pero su destino era un puerto del Atlántico Sur, cuando el barco sufrió una avería y se vio obligado a detenerse en Santos. Del barco se escapó John y las malas lenguas dicen que dejó a bordo a su mujer y dos hijos. Se vino a este pueblo a orillas del mar unos meses después, con una mujer sobre cuyo origen circularían versiones tan diversas como la simpatía o antipatía que inspiraba: había sido vendedora de pescado en La Paloma o había estado acodada en un bar de mala muerte del bajo de Maldonado. En todo caso, aquí fue discreta y dejó que John Byron forjara su propia leyenda. Los más viejos de entre nosotros

—los que lo conocieron—

aseguraban que John no sabía nadar, que le tenía miedo al mar y que nunca se bañó en la playa, ni siquiera cuando hacía calor y hasta las viejas beatas se mojaban los tobillos levantándose las faldas con olvidada picardía. Ni siquiera entonces se lo pudo creer, no. Por eso cuando Oscar rememoraba esas hazañas nadie podía darle crédito. Sin embargo, ahora que se ha ido del pueblo, hay quién recuerda haber visto colgados en los muros de la casa que el viejo John levantó sobre las rocas de la punta Oeste, una brújula, un cuadrante, un reloj de oro y viejos papeles con palabras que ninguno de nosotros podía descifrar.

Ahora que Oscar se ha ido, hay otros que recuerdan que un hombre rubio como el Capitán Byron, venía a veces de otro pueblo a visitarlo y que fumaban juntos en silencio en la terraza, mirando el mar. Y hay hasta quién dice que ese hombre de apariencia más joven, era uno de los oficiales del barco que al parecer naufragó en nuestra costa. Ahora que se ha ido de El Paso, el maestro de la escuela, don Cosme, cuando viene a tomarse una cerveza con nosotros, nos dice que Oscar —como un viejo marinero inglés al que habría cantado un poeta de cuyo nombre no se acordaba— sufría de una terrible agonía que lo obligaba a contar, una y otra vez un naufragio. Aunque finalmente se calmaba sentía unos días después una nueva angustia que le arrebataba el corazón, incendiaba su pecho y le hacía ver en el rostro de cada uno de nosotros, un eco posible a una historia condenada a repetirse sin fin.

El maestro se pregunta ahora si no debió interrumpir por lo menos una vez a Oscar para preguntarle si en algún momento de su vida no había matado un albatros. Ahora que Oscar Byron se ha ido, nos hacemos muchos reproches, pero hay que reconocer que, de todas maneras, sus relatos de naufragios no dejaban nunca trazas en nuestra costa. No había maderas flotando, no había, sobresaliendo entre las olas, mástiles de veleros quebrados, ni cascos de barcos encallados en las arenas de nuestras playas, para probar que su testimonio era cierto.

Sus naufragios no tenían sobrevivientes. No había signos de SOS. escuchados las noches de temporal. Todo se lo engullía el océano. No había otro relato que el suyo, contado con grandes gestos de sus manos nerviosas en el centro de la rueda del bar. ¿Cómo aceptar —entonces— que sus ojos habían traspasado las tinieblas rasgadas por rayos y centellas, para ver cómo se hundían sin dejar ningún rastro sus grandes y pequeños barcos, sus veleros, sus chalupas, sus buques mercantes de banderas desconocidas? A veces —hay que decir la verdad ahora que Byron se ha ido— detrás de su relato llegaba a nuestras playas una débil prueba de lo que había dicho. Recordemos, por ejemplo, cómo una mañana se nos apareció el mar cubierto de esferas blancas, miles de huevos que flotaban y que se depositaron en la orilla con la suavidad de la calma que sigue a la violencia de un temporal de otoño. Recordemos que, tres días antes, Byron nos había contado que un pequeño buque mercante andaba a la deriva frente al cabo que cierra la playa por el Oeste y que para evitar encallar en sus rocas, había visto a la tripulación arrojar parte de la carga por la borda. Recordemos ahora cómo nos reímos entonces a sus espaldas, porque nos parecía que su fantasía había rebasado el margen de credibilidad que otros naufragios necesitaron para ser posibles. Hubiera bastado imaginar que los barcos también pueden transportar huevos de un país a otro para creer que lo que sucedió frente a nuestra costa pudo haber sido cierto. Se hubiera podido, sin mucho esfuerzo, haber creído a Byron cuando aún estaba entre nosotros. Porque pescadores y contrabandistas sabemos que en esta costa naufragan muchos barcos, más allá de los límites de nuestra aldea. Lo leemos a veces en los periódicos que llegan por casualidad, lo escuchamos en la radio y sabemos que en invierno hay pueblos enteros que ven, dominados por la impotencia, como se debaten en el centro de tempestades barcos que se hunden con estrépito frente a sus ojos.

Sabemos también cómo en las madrugadas solitarias que siguen a esos temporales, muchos habitantes de esos pueblos se aventuran en los barcos semihundidos para descender maletas y baúles, arrancar linternas, maderas de puertas y balaustradas, llevarse ollas, vajillas, cubiertos y las mantas y sábanas empapadas de camarotes desolados.

Sabemos que los barcos son saqueados en los días que siguen y despojados de todo bronce o hierro, antes que el óxido llegue.

Sabemos que esos saqueos duran varios meses y que el tiempo se encarga de lo demás. En unos años, esos barcos de colores vivos y pabellones diversos quedan reducidos apenas a un casco, donde es imposible reconstruir con la imaginación el impecable trazado de la proa original.

Y sabemos, finalmente, que el naufragio que fue titular de primera página en un periódico de la capital, es ahora solamente una cruz en un mapa, cuyo significado sólo recuerda un memorioso, parte de un paisaje que no puede imaginarse sin sus despojos; nada más. Más allá de nuestro pueblo pasan estas catástrofes que merecen la atención, pero aquí no podía ser posible mientras vivía entre nosotros Byron. Este descendiente de irlandés con aire de rubio solitario y mentiroso, no podía ser el único capaz de descubrir un naufragio entre dos relámpagos y una tempestad.

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Caosmeando

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