jueves, 25 de septiembre de 2008

El sueño americano

Este año murió George Carlin, uno de los cómicos más populares de los Estados Unidos, uno de los pocos que se atrevía a decir las cosas muy claras. Tal vez por eso no fue tan conocido fuera de su país.

He aquí una de sus intervenciones, seguramente la más seria de todas las suyas, una de las más activas.

Descanse en paz.

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De la cueca del Guatón Loyola

"Hola Andrea" del Mega relata verdadera historia del poncherudo que perdió feo en Parral
Ni naciendo de nuevo ganaría mocha el Guatón Loyola
Mítico martillero se agarró con afuerinos de puro cuico. Su sociate, el "Flaco" Gálvez, compuso cueca mientras dormía la mansa mona
Marcelo Garay V

¡No me diga na, iñol! Apuesto que le dieron la torta y no se acuerda quiénes jueron. Ni por muy curao, poh, gancho. No se me ponga julero. Mire que pa' ser guapo, no basta con tirar bien los chopazos. También hay que mojar menos el güergüero.

Y si no me cree naíta lo que le estoy contando, váyase acomodando. Apague altirante su lora y póngase al aguaite, que lo que viene en adelante es la pulenta, como si juera nomás ayercito, de por qué cresta al Guatón Loyola le pegaron un combo enlocico.

Una de las versiones acerca de la bullada trifulca fondera en la que felpearon a Eduardo Loyola, el mítico Guatón, entonces de 30 tiritones, dice que un sohua brutanteque y corpulento le aforró de puro odioso, porque el guatusi osó prestarle ropa a un cantinero de una fonda en Parral, durante el brillo patrio de 1954.

La otra cuenta que Loyola, de oficio martillero público y con más de 90 kilates de humanidad, se agarró a cornetes por defender el honor de una china coquetona a la que quería corretear de puro lacho que era nomás el jetón. Y que su contrincante fue un "ajuerino" canchero y levantado de culo.
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El puntete en común de ambas versiones es que esa noche Loyola salió p'atrás, porque, emparafinado con tanta chicha, no acertó combo alguno. Y porque después de que le dieron como caja nació la cueca que le hizo su compadre, Alejandro "Flaco" Gálvez, cuando el Guatón dormía la mona, tras la sacada de cresta.

Fue el desaparecido dúo "Los Perlas" el que se encargó de transformar la canción en una de las más potentes del folclor criollo.

Pobre
La pulenta es que la mocha fue medio al cuete. Pero de que le dieron la torta al Guatón se la dieron. Y por culpa de ese atado, que la legal ocurrió en Parral y no en Los Andes, pasó a la historia como el clásico weón rosquero al que le aforran en medio de una tomatera por cuico.

El atado lo empezaron unos afuerinos que habían tomado Santa Riña hasta por las orejas. Sin saber que el Guatón por cancha y labia no se quedaba, le echaron la foca carepalo. Una vez que se armó el cahuín, Loyola apechugó y le echó pa'delante, a charchazo limpio. Sohuas y chinas arriba de la pelota avivaron la cueca. "¡Pégale, Guatón, pégale!".

Pa' aclarar la historia y porque bueno o malo pa'l aletazo, el Guatón Loyola es parte de nuestra historia, el próximo lunes los ágiles de la sección "Hechos de la vida real", del "Hola Andrea", de Mega, revivirán con lujo y detalles de la legendaria mocha, cuando "le pegaron un puñete al Guatón Loyola, por dárselas de encachao, comadre Lola".

Actor César Arredondo: "Era un gordo muy gozador"
No fue sólo la famosa y cuequeada mocha de Parral la que hizo conocido al Guatón. Desde antes de irse de perdices con un afuerino este recurrido personaje popular era cotizado como martillero, pega en la que se peinaba, según los que saben. ¡Y era bravo! Llegó en 1954 al rodeo de Parral, donde lo inmortalizó su yunta Alejandro "Flaco" Gálvez, quien compuso la cueca mientras Loyola dormía la mona más machucado que membrillo colegial.

Cuando el gordito despertó con el gorila zapateándole en el mate, "El Flaco" le interpretó su creación, pa' puro agarrarlo pa'l fideo. "Me cagaron la vida", espetó Loyola, a lo que Gálvez contestó "no te preocupís, Guatón, si de Parral no sale".

"Fue un gordo gozador, muy entrador. Su pega se lo permitía y así pasó esa vez de la famosa pelea. Le salía gratis el carrete. Claro que el Guatón no había llegado a los niveles de experticia de los reporteros de La Cuarta, ja, ja, ja", nos echó la talla don César.

"Era capaz de venderte un gato disfrazado de vaca", aseguró.

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Ad abolendam

O Para la abolición, decreto publicado en 1184 por el papa Lucio III, llamado la carta magna de la inquisición medieval

«Para abolir la depravación de las diversas herejías que en los tiempos presentes han comenzado a pulular en diversas partes del mundo, debe encenderse el vigor eclesiástico, a fin de que -ayudado por la potencia de la fuerza imperial- no sólo la insolencia de los herejes sea aplastada en sus mismos conatos de falsedad, sino también para que la verdad de la católica simplicidad que resplandece en la Santa Iglesia, aparezca limpia de toda contaminación de los falsos dogmas.

Por ello nos, sostenidos por la presencia y el vigor de nuestro queridísimo hijo Federico, ilustre emperador de los Romanos, siempre augusto, con el común acuerdo de nuestros hermanos, y de otros patriarcas, arzobispos y de muchos príncipes que acudieron de diversas partes del mundo, por la sanción del presente decreto general, nos levantamos contra dichos herejes, cuyos diversos nombres indican la profesión de diversas falsedades, y condenamos por la presente constitución todo tipo de herejía cualquiera sea el nombre con que se la conozca.

En primer lugar determinamos condenar con anatema perpetuo a los cátaros y patarinos, y a aquellos que se llaman a si mismos con el falso nombre de Humillados o Pobres de Lyon, a los Pasaginos, Josefinos y Arnaldistas.
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Y puesto que algunos bajo apariencia de piedad y como dice el apóstol, pervirtiendo su significado, se arrogan la autoridad de predicar, aun cuando el mismo apóstol dice "¿cómo predicarán si no son enviados?", a todos aquellos que, bien impedidos, bien no enviados, presumieran predicar ya sea en público o en privado, sin haber recibido la autorización de la Santa Sede o del obispo del lugar.

También ligamos con el mismo vínculo de anatema perpetuo a todos aquellos que respecto al sacramento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, o sobre el bautismo, o la remisión de los pecados, el matrimonio, o sobre los demás sacramentos de la Iglesia, se atreven a sentir o enseñar algo distinto de lo que la sacrosanta Iglesia Romana predica y observa; y en general a quien quiera que sea juzgado como hereje por la misma Iglesia Romana, o por cada obispo en su diócesis, o bien , en caso de sede vacante, por los mismos clérigos, con el consejo -si fuera necesario- de los obispos vecinos.

Determinamos que queden sujetos a la misma sentencia todos sus encubridores y defensores y todos aquellos que prestasen alguna ayuda o favor a los predichos herejes con el fin de fomentar en ellos la depravación de la herejía, bien a aquellos consolados, o creyentes, o perfectos, o con cualquiera de los nombres supersticiosos con que se los llame.

Y puesto que a veces sucede -a causa de los pecados- que sea censurada la severidad de la disciplina eclesiástica por aquellos que no comprenden su significado; por la presente ordenación establecemos que aquellos que manifiestamente fueran sorprendidos en las acciones antes nombradas, si es clérigo, o se ampara engañosamente en alguna religión, sea despojado de todo orden eclesiástico y del mismo modo sea expoliado de todo oficio y beneficio eclesiástico y sea entregado al juicio de la potestad secular, para ser castigado con la pena debida, a no ser que inmediatamente después de haber sido descubierto el error retornase espontáneamente a la unidad de la fe católica y consintiese -según el juicio del obispo de la región- a abjurar de su error y a dar una satisfacción congrua.

En cambio, el laico al cual manchase una culpa -ya sea privada o pública- de las pestes predichas, sea entregado al fallo del juez secular para que reciba el castigo debido a la calidad del crimen, a no ser que como se ha dicho, habiendo abjurado de su herejía, y habiendo dado satisfacción, al instante se refugiase en la fe ortodoxa.

Aquellos empero, que provocasen la sospecha de la Iglesia serán sometidos a la misma sentencia, a no ser que a juicio del obispo y consideradas la sospecha y la cualidad de las personas demostrase la propia inocencia con una justificación pertinente.

Aquellos, no obstante, que después de la abjuración del error, o después de que -como dijimos- se hubiesen justificado frente al obispo, fuesen sorprendidos reincidiendo en la herejía abjurada, determinamos que deben ser entregados al juicio secular sin ninguna otra investigación; y los bienes de los condenados, con arreglo a las legítimas sentencias, sean entregados a las iglesias a las cuales servían.

Determinamos pues, que la excomunión predicha, a la cual queremos que sean sometidos todos los herejes sea renovada por todos los patriarcas, arzobispos y obispos en todas las solemnidades, o en cualquier ocasión, para gloria de Dios y para reprensión de la depravación herética. Estableciendo con autoridad apostólica que si alguien del orden de los obispos fuese encontrado negligente o perezoso en este punto, sea suspendido de la dignidad y administración episcopal por el espacio de tres años.

A las anteriores disposiciones, por consejo de los obispos y por sugerencia de la autoridad imperial y los príncipes, agregamos el que cualquier arzobispo u obispo, por si o por su archidiácono o por otras personas honestas e idóneas, una o dos veces al año, inspeccione las parroquias en las que se sospeche que habitan herejes; y allí obligue a tres o más varones de buena fama, o si pareciese necesario a toda la vecindad, a que bajo juramento indiquen al obispo o al archidiácono si conocen allí herejes, o a algunos que celebren reuniones ocultas o se aparten de la vida, las costumbres o el trato común de los fieles. El obispo o el archidiácono convoque ante su presencia a los acusados, los cuales sean castigados según el juicio del obispo, a no ser que a juicio de aquellos y según las costumbres patrias hubiesen purgado el reato imputado, o si después de haber hecho penitencia recayesen en la perfidia primera. Pero si alguno de ellos rechazando el juramento por una superstición condenable, se negasen tal vez a prestar juramento, sea considerado por este mismo hecho como hereje y sea sometido a las penas que fueron indicadas más arriba.

Establecemos además que los condes, barones, magistrados, cónsules de las ciudades y de otros lugares, que bajo advertencia de los arzobispos y obispos, prometan bajo juramento, que ayudarán a la Iglesia con fortaleza y eficacia contra los herejes y sus cómplices de acuerdo a todo lo prescrito cuando les fuera requerido; y se ocuparán de buena fe de hacer ejecutar según su oficio y su poder todos los estatutos eclesiásticos e imperiales que hemos dicho. Empero, si no quisieran observar esto, sean despojados del honor que han obtenido, y no obtengan ningún otro de ninguna forma, y sean sujetos a excomunión y sus tierras a entredicho eclesiástico. La ciudad que se resistiera a cumplir con las decretales establecidas, o que contra la advertencia del obispo se negase a castigar a los opositores, carezca del comercio con las demás ciudades y sepa que será privada de la dignidad episcopal.

Todos los fautores de los herejes sean excluidos de todo oficio público y no sean aceptados como abogados ni como testigos considerándoselos como condenados a perpetua infamia.

Si hubiera algunos que, exentos de la jurisdicción diocesana estén sometidos únicamente a la potestad de la Sede Apostólica, no obstante, quedan sometidos al juicio de los arzobispos y obispos respecto a lo que más arriba ha sido establecido contra los herejes, y aquellos sean obedecidos en este asunto como legados de la Sede Apostólica, no obstante los privilegios de exención.»

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Las once mil vergas (IX)

Él enderezó su bello talle exclamando:

–Soy un príncipe rumano, hospodar hereditario.

–Y yo –dijo ella– soy Culculine d'Ancóne, tengo diecinueve años, ya he vaciado los testículos de diez hombres excepcionales en las relaciones amorosas, y la bolsa de quince millonarios.

Y charlando alegremente de diversas cosas fútiles o turbadoras, el príncipe y Culculine llegaron a la calle Duphot. Subieron en ascensor hasta el primer piso.

–El príncipe Mony Vibescu... mi amiga Alexine Mangetout.

Culculine hizo muy formalmente la presentación en un lujoso gabinete decorado con obscenas estampas japonesas.

Las dos amigas se besaron intercambiándose las lenguas. Las dos eran altas, pero sin exageración.

Culculine era morena, con los ojos grises relucientes de picardía, y un lunar peloso adornaba la parte inferior de su mejilla izquierda. Su tez era mate, su sangre afluía bajo la piel, sus mejillas y su frente se arrugaban fácilmente testimoniando sus preocupaciones de dinero y de amor.

Alexine era rubia, de ese color tirando a ceniza como no se ve más que en París. La clara coloración de su tez parecía transparente. Esta bella muchacha semejaba en su encantador deshabillé rosa, tan delicada y traviesa como una picara marquesa del siglo antepasado.
Trabaron pronto amistad y Alexine que tuvo un amante rumano fue a buscar su fotografía a su dormitorio. El príncipe y Culculine la siguieron. Los dos se precipitaron sobre ella y, riendo, la desnudaron. Su peinador cayó, dejándola en una camisa de batista que dejaba ver un cuerpo encantador, regordete, lleno de hoyuelos en los mejores lugares.

Mony y Culculine la derribaron sobre la cama y sacaron a la luz sus bellos pechos rosados, grandes y duros, a los que Mony chupó los pezones. Culculine se inclinó y, levantando la camisa, descubrió dos muslos redondos y grandes que se reunían bajo un conejo rubio ceniciento como los cabellos. Alexine, lanzando grititos de voluptuosidad, puso sobre la cama sus piececitos dejando escapar unas chancletas que hicieron un ruido sordo al caer al suelo. Las piernas muy separadas, levantaba el culo bajo el lameteo de su amiga crispando sus manos alrededor del cuello de Mony.

El resultado no tardó en producirse, sus muslos se apretaron, su pataleo se hizo más vivo, descargó diciendo:

–Puercos, me excitáis, tenéis que satisfacerme.

–¡Ha prometido hacerlo veinte veces! –dijo Culculine, y se desnudó.

El príncipe hizo lo mismo. Quedaron desnudos al mismo tiempo, y mientras que Alexine, como desmayada, estaba tendida en la cama, pudieron admirar recíprocamente sus cuerpos. El voluminoso culo de Culculine se balanceaba deliciosamente debajo de su talle exquisito y los grandes testículos de Mony se hinchaban debajo de un enorme miembro del que Culculine se apoderó.

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Caosmeando

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