sábado, 5 de septiembre de 2009

La historia del ojo (8)

Es evidente que Simona y yo teníamos a veces ganas violentas de
hacer el amor. Pero no se nos ocurría siquiera que eso fuese posible sin
Marcela, cuyos gritos agudos violentaban continuamente las orejas,
gritos que para nosotros se ligaban siempre a nuestros deseos más
violentos. Por ello, nuestro deseo sexual se transformaba siempre en
pesadilla. La sonrisa de Marcela, su simpleza, sus sollozos, la vergüenza
que la sonrojaba y ese color rojo que la hacía sufrir al tiempo que ella
misma se quitaba la ropa para entregar de repente sus bellas
nalgas rubias a manos y bocas impuras, y, sobre todo, el delirio trágico
que la había hecho encerrarse en el armario para poder masturbarse
con tanta aberración que no había podido evitar orinarse, deformaba y
hacía nuestros deseos insoportables, Simona, cuya conducta durante el
escándalo había sido más obscena que nunca —acostada, no se había
siquiera cubierto, sino que había abierto las piernas—, no podía
olvidar que el orgasmo imprevisto provocado por su propio impudor,
los gritos y la desnudez de los miembros torcidos de Marcela, habían
sobrepasado todo lo que había podido imaginar hasta entonces. Y su
culo no se abría delante de mí sin que apareciese el espectro de Marcela
furibunda, delirante y sonrojada, para otorgarle a su impudor un peso
agobiante, como si el sacrilegio debiese volverlo todo horrible e infame.
Por otra parte, las regiones pantanosas del culo —que sólo tienen
semejanza con los días tormentosos, con presagios de inundaciones o
con las emanaciones sofocantes de los volcanes y que, también como
los volcanes y las tempestades, inician su actividad entre augurios de
catástrofe— esas regiones desesperantes que Simona, en un abandono
que sólo presagiaba violencia, me dejaba mirar como hipnotizado—,
fueron para mí, desde entonces, el símbolo del imperio subterráneo y
profundo de una Marcela torturada en su prisión y entregada a las
pesadillas. Ya no me obsesionaba más que una cosa: la desintegración
que el orgasmo provocaba en el rostro de la joven que sollozaba
entre gritos horribles.
Y Simona por su lado no podía mirar el semen ácido y cálido que
salía de mi verga sin imaginarse al instante la boca y el culo de Marcela
totalmente manchados.
“Podrías golpearle el rostro con tu semen”, me confiaba al tiempo
que se embarraba el culo, “para que estercole”.

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Bruno Bozzetto

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