lunes, 17 de marzo de 2008
Óneiros (V)
Quizá sea ambos o quizá no sea ninguno. Eres lo que soy, soy lo que no soy. Kafka en una cama. Al acercarme abre los ojos, sonríe débil. La escena es un cuadro. Parecería sin vida de no ser por las convulsiones que le causa una tos seca y el silbido de la fatigosa respiración, como de aceite hirviendo. No hay nada tan negro como la luz. Las manos. Le interpelo, apenas, enseguida callo.
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Exagero, estoy acostumbrado, responde aún sonriendo. Suelto un hilo de plata en el vacío. A pesar de que él habla en alemán y yo en español no tenemos problemas para comunicarnos. Tengo la certeza de que me comprenderá diga lo que diga. Das heilige, susurro, lo santo, traduzco al instante. No, la verdad oculta lo evidente – Kafka abre de nuevo los ojos –, encuéntrala en Dios si lo deseas, pero el camino a la verdad no tiene itinerario; Dios tiene mejores asuntos de qué preocuparse antes de la conversación entre un enfermo moribundo y su visita. Desconcertado. No me atrevo a decir que no la buscaba en Dios, silencio, me limito a sentarme en una silla. Mi cuerpo frente a la luz de la ventana, una sombra en el otro cuerpo, el tumbado, sin taparle la cara. Me observa con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo – y en realidad lo tiene – para saber quién soy. Tose un poco al incorporarse y acomodar la almohada en la espalda. Su tos me recuerda el eco de su nombre, pero enseguida desecho esa idea, me suena como algo obsceno. No se arrepienta de sus pensamientos, en este tiempo también lo he pensado alguna que otra vez, aunque prefiero su significado en checo: no soy más que un ave de rapiña, en ningún momento he dejado de ser el cuervo kavka. Me he ido alimentando de mis padres, de mi tío Siegfried, de mis novias. Ahora vienen a verme mis amigos y mi familia y siento que soy una tortura para todos ellos. Obligación denostada. Tengo sueño, su voz me llega lejana, como si surgiera de mí mismo bajo el agua y fuera ascendiendo hasta mis oídos. Se preguntará por qué tengo el ánimo de hablarle con tanta franqueza. En verdad quiero pedirle un favor, si usted lo consiente, y a cambio le regalo mi confianza, a riesgo de que no llegue a cumplir su parte. Hizo una pequeña pausa para tomar aire. Durante mi vida he hablado con reservas, temeroso de carecer de interés. Crecí rodeado de hermanos y de tíos, pero ninguno se atrevió a felicitarme por mis textos, más bien al contrario. Un domingo por la tarde, en casa de mis abuelos, escribía una novela sobre dos hermanos que luchaban entre sí; uno se iba a América, el otro se quedaba en Europa, en una cárcel. Estaba describiendo mi cárcel, no gran cosa, el pasadizo de la cárcel y sobre todo el silencio y el frío, y alguna palabra de compasión por el hermano encarcelado, el que prefería. Lo escribía en una mesa redonda y grande, rodeado de mi familia. No participaba en las conversaciones ni hubiese podido hacerlo, pues nunca me incluían en ellas. Mientras pensaba en cómo continuar la historia, uno de mis tíos, que solía hacerme bromas, me arrebató la hoja que sujetaba débilmente, la leyó por encima, me la devolvió y sentenció a los que habían seguido su gesto: “Las mismas tonterías de siempre”. A mí no me dirigió ni una palabra. Me limité a permanecer cabizbajo y sin protestar (mi timidez es enorme), en la misma postura de antes, aunque ahora fuera pura inutilidad. Me sentí expulsado de golpe de esa sociedad que no había llegado a aceptarme del todo, condenado a vagar por un mundo frío, huraño, tan hostil que hiere sin saberlo. Si quería calentarlo supe que tendría que buscarme yo mismo el fuego. Y aquí está usted quemándose. Levantó la vista y rió con un cloqueo, algo así como el sonido de una caja de cerillas al agitarla. Las paredes amarillas. Las lamentaciones aburren y más si son de uno mismo. ¿Para qué hablar de uno mismo cuando podemos hacerlo de tantas personas admirables? ¿Ha leído a Adalbert Stifter? ¡Sus descripciones son magníficas! ¡Cómo descubre el mundo a cada paso! Ésa es la pureza de la mirada infantil, la trascendencia del estatismo al convertir las simples piedras del camino en piedras de colores ¿Y Franz Werfel qué le parece? Lo siento, me temo que no he leído nada de ellos, no son muy conocidos en el lugar de donde vengo. Vaya, no sabe cuánto lo lamento, es una gran pena. Pero seguro que conocerá la obra de Goethe, ¿verdad? Sí, claro, he leído varios de sus libros: el Werther, Las afinidades electivas, las conversaciones con Eckermann… Sí, esas conversaciones son maravillosas. Lástima que la última parte es una amalgama de recuerdos, les falta la frescura del diálogo. Debió de ser un placer sublime convivir todos esos años con Goethe, aún mayor que leer sus obras. Sí. Brillo en el fondo del pozo. Siento ganas de bailar por toda la habitación. ¿Le gusta bailar? No, yo no, yo soy más bien torpe, no coordino mis movimientos. Pero lo que más echo de menos aquí es la música; sentarme en un sillón o tumbarme en la cama mientras suena una ópera de Janáček o de Smetana, a veces incluso puntear una pieza en el piano, cuando las mías no bastan para relajarme. ¿Usted compone? Sí, tengo alguna sonata, alguna canción, bagatelas. Lo que importa es que conozca y escuche a esos grandes músicos, que me temo que en el lugar de donde viene usted correrán la misma suerte que Stifter y Werfel. Bedřich Smetana tiene varios poemas sinfónicos, que es algo muy arriesgado. ¿Por qué, qué tiene de malo? La música genera estímulos nuevos, más finos, más complicados y, por ello, más peligrosos. En cambio, la poesía pretende aclarar la confusión de sensaciones, elevarlas a la conciencia, publicarlas y, de este modo, humanizarlas. La música es una multiplicación de la vida sensual. En cambio, la poesía es su dominación y elevación. Combinarlas puede ser un sufrimiento insoportable. El dolor duro como un insecto. Sí, piedras de colores. El mal, mi mal, llanto, lloro, lloramos… ¿Pero cómo va a ser angustia la poesía? Es una tensión de las sensaciones, cuando uno siente es vulnerable a la realidad y de ese modo lo trastorna, la poesía es enfermedad. Pero no se sana de ella sólo con la represión de la fiebre. ¡Al contrario! El ardor depura e ilumina. Goethe dijo que el hombre sueña sólo para no dejar de ver. ¡Qué idea reveladora! Así es, afirmo, sus ojos despiden un brillo inusitado, a lo lejos se oye una conversación acalorada y en cambio sus ojos son paz, las voces llegan al grito y los ojos me siguen mirando fijamente, imperturbables. Durante un tiempo nos quedamos los dos callados, el zumbido de unos altavoces, no sé qué decir, el aire está rodeado de una penumbra que oscurece nuestras caras, la cama y las paredes. Cuando me acostumbro a la nueva luz me vuelve a hablar.
Le he dicho antes que deseaba pedirle un favor. En realidad son dos, si no es abusar de su simpatía, ya que veo cuánto está sufriendo por mí. Es verdad, estoy haciendo cuanto se me ocurre para mitigar su dolor, pero me cuesta imaginarlo de otra manera si lo veo postrado en esa cama. Pídame lo que quiera, salvo que lo mate, de eso no sería capaz. No se preocupe – cloquea de nuevo –, valoro mi vida aunque sea en este estado, no he hecho otra cosa desde que nací que luchar por sobrevivir y aprovechar cada momento, es el instante el que determina la vida. La muerte no participa en absoluto de la vida, el ciclo es vivir y seguir viviendo, estamos expuestos a ambas, a la vida y a la muerte; ésa es nuestra dificultad. Los favores que le pido tienen que ver precisamente con la prolongación de la vida. Uno es darme conversación y con ella la oportunidad de recordar una vez más a esos artistas que tanto aprecio; ya lo está logrando y eso me hace muy feliz, por primera vez en mi vida tengo la certeza de que lo soy. Por este motivo confío en usted. En su sueño podría elegir cualquier cosa; y la cosa que decide es visitarme aquí, en el sanatorio Hoffmann. Ya sabrá que Dora y Robert pasan conmigo día y noche, habrá oído sus voces, no sé cómo ha logrado que salgan y descansen. Es un privilegio estar aquí con usted, muchos lo habrían deseado. No estoy tan seguro, lo que muchos desean es mi fama o la fama de estar conmigo. Por lo demás no soy más que un enfermo y eso no provoca ningún placer, ni siquiera a los otros enfermos, que sólo piensan en curarse del modo que sea. El hombre está condenado a la vida, la corrupción del cuerpo no supone más que un incentivo para superar los miedos. A usted le debo su atención, usted que sólo me aprecia por mis palabras. Pero aún tengo que confesarle el segundo favor, que es aún más sencillo de cumplir que el primero. Siento un escalofrío, mi cuerpo sabe lo que mi mente desconoce. Calor. Usted sabe que le he pedido a Max que queme todos mis textos, aunque no creo que me haga caso, le tiene demasiado aprecio a esos papeles. Pero son muy peligrosos, no quiero contagiarle a nadie mis pesadillas y que lo perturben como a mí hasta dejar una huella indeleble. Sería vergonzoso ser recordado sólo de esta manera, viendo que de donde usted viene me conocen. Sí, claro que lo conocen y además lo tienen en gran consideración. No se reprima: los íntimos deseos son a menudo vergonzosos; los suyos, en cambio, son admirables, muchas personas se consuelan con ellos. Me sonríe, cierra un momento los ojos y los abre enseguida. Mancha negra, extraño mareo. Descuide, no iba a pedirle que ocupara el lugar de Max, sé que tampoco podría. El favor que le pido es que me recuerde pero no por mis libros, al menos no sólo por ellos. No encuentro experiencia más gratificante que escribir, pero lo escrito es la escoria de la experiencia; le pido un poco más de humanidad. Hágame real, por favor. Vértigo, soplo de polvo, se trata de sentir la sed del sudor, somos tus antepasados, los cielos bajo el árbol mientras miro de nuevo por la ventana y las voces se acercan hasta tocar la puerta. Le entrego un libro de Haruki Murakami. Usted no lo conoce, no puede haberlo leído, en cierto sentido habla de usted. Se lo agradezco, es un gran regalo. Los ojos clavados en mí como encerrándome. La puerta se abre y entran Dora Diamant y Robert Klopstock acompañados de una enfermera con un uniforme de un intenso azul. La melena de Dora es un rubio impecable, el típico peinado sedoso de los años 20 que he visto en las películas. No dicen nada o no sé qué dicen o no quiero saberlo. Me alejo unos pasos, me pego a la pared, la ventana es el rubio dorado, he abandonado la escena o la escena me posee o siempre he sido la escena y mi repetición es mi despedida.