Un cuento de Yula Riquelme de Molinas
Oscurecía... Las luces del andén titilaban risueñas. Bajé del ferrocarril con el bolso al hombro y mi maleta de cuero colgando de una mano. Feliz y emocionada por mi arribo a la capital, abandoné la estación y subí al primer taxi que se me cruzó. En uno de mis bolsillos traía los datos del hospedaje que me habían recomendado las de Romero Domínguez, mis vecinas copetudas del pueblo. Se la leí al chofer y éste me condujo hasta la casa amarilla. Allí, el letrero insignificante, alardeaba, sin embargo, de un nombre prometedor: Pensión «La Gloria». Entré sin llamar como me lo autorizaba el cartelito clavado en la puerta de calle. Una señora gorda me recibió llena de reverencias. Solamente al otro día comprendí el motivo de sus exagerados ademanes. Con risa de oreja a oreja, me entregó la llave grande y negra que arrancó de su cintura.
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Todas pendían de una argolla herrumbrosa y el bronce de sus plaquetas tintineaba con cada uno de sus movimientos. Después me pasó el cuaderno de registros y firmé en él. No hizo ninguna pregunta ni se preocupó de requerirme los documentos. Bastante sorprendida, empecé a caminar por el largo corredor vagamente iluminado. Buscaba descubrir la que sería mi pieza. A la vera del pasillo se alineaban los cuartos uno tras otro y frente a frente. De acuerdo con el número que figuraba en el llavero, la última habitación resultó ser la mía. Tenía en el centro de la pared frontal una elevada puerta con banderola de vidrios opacos, rasgados de puro viejos. La ventana vertical con postigos de cuarterones completaba la fachada. Entré. Era enorme, de altísimas paredes. Del cielo raso, recamado con molduras de flor de lis y penachos de yeso, colgaba una lamparilla encendida y algunas telarañas. En realidad, no muchas. Sólo las necesarias para darle mal aspecto. Se notaba al primer vistazo que la casa era muy antigua, de sólida y rica construcción. Observé que poco cuidado sus dueños le dispensaban en la actualidad y pensé que, probablemente, escasa compostura recibió en varios años, por no aventurarme a decir que ninguna. Algo decepcionada, bajé mi equipaje en el suelo y me senté sobre la cama señorial. Los doseles que la guardaban eran más bien harapos. Con leve saltito probé los muelles del colchón. ¡Demasiado blando para mi gusto!, rezongué y, desconfiada, me puse a levantar cobijas, sábanas y demás componentes hasta toparme con un elástico desvencijado. Ya me acostumbraré, admití con la mejor de las intenciones. Tenía yo el propósito de habituarme lo más rápido posible. No me quedaba otra salida. Según los sabios consejos de aquellas vecinas mías, en Asunción no abundaban sitios recomendables como éste. Abrí la maleta y me dispuse a colgar en el armario mis vestidos. Mientras lidiaba con las perchas destartaladas me pareció escuchar un sollozo infantil. Presté atención: era monocorde, fastidioso, pero me sentía tan entretenida con mi tarea, que lo dejé pasar. Además, no tenía ganas de complicarme con los berrinches de posibles criaturas malcriadas en cuartos aledaños, de modo que tomé una toalla y mi cepillo de dientes y salí en busca de aseo. Me uní a varias personas que se encontraban haciendo la cola para el toilette. El corredor desembocaba en un gran salón de baño que era el único accesible a todos los pensionistas. En las horas pico, la espera habrá de ser inacabable, supuse. Así entonces, el lugar resultaría ideal para hacer nuevas amistades y entablar conversaciones interesantes. Por ejemplo, en ésa, mi primera noche, pude intercambiar saludos con los huéspedes de la fila y enseguida, por medio de mi antecesora, me enteré de cosas que venían al caso. La chica, estudiante según me contó, dijo que en esa fonda la atención era buena, el trato eficiente, los compañeros muy agradables. En fin, ella no tenía quejas. Pero en voz baja y reservada, me secreteó que en otra época aquella casa fue distinta... Antes, entre estas mismas paredes, funcionó un fastuoso prostíbulo de los años treinta. El lujo decadente que hoy se respira en «La Gloria», es todo lo que resta de ese tiempo. Aquí habitaron mujeres de vida alegre y corazón amargo, concluyó la chica, al punto que le llegó su turno. Al poco rato me tocó a mí. Me pegué una ducha rapidísima. A más no me atreví, con la sarta de inquilinos que aguardaban todavía. Regresé a la pieza holgadamente fresca. Tras el alivio reparador, me tendí a descansar de los ajetreos del viaje. En mi cabeza, empezaron a dar vueltas escenas impúdicas... Trataba de calcular la inmensa cantidad de parejas que gozaron en este aposento que ahora, por las carambolas del destino, era mío. Me fue difícil conciliar el sueño bajo los efectos de aquellos pensamientos. La cama se me antojaba pecaminosa. Claro, por eso era tan blanda. Sus resortes, con semejante trabajo, se aflojaron casi hasta tocar el piso. El piso de baldosas carcomidas, desnudas de una pequeña alfombra al pie del lecho. Eso no me importa, mañana mismo se la pido a la gorda y ya está, exclamé con optimismo y avance en mi recorrido de inspección visual: la bacinilla de porcelana recostada en la pata de la cama, el velador con tulipa de vidrio acaramelado y luz mortecina, el perchero de cuatro ganchos clavado en la pared mohosa, el tocador con tapa de mármol y espejo biselado de tres hojas con grietas en cada cual, la butaca de terciopelo marchito, el aguamanil escondido en el rincón oscuro, un cuadro casi borroso de ninfas y sátiros junto al armario... ¡Ay!, ese armatoste con credenciales de ropero de estilo, indudablemente, pudo atrapar en su luna inmensa todas las escenas de lujuria y placer que le pasaron por delante. ¿Y esa puerta? Hay una puerta en el muro. Detrás del ropero. Su dintel se eleva sobre el mueble. Su cornisa labrada se asoma provocativa y me roba la intimidad. No entiendo por qué me entra el miedo cuando miro la rara conjunción que hacen la puerta y el ropero. ¿Qué funciones llegó a desempeñar en aquellos días la puerta? Acaso estuvo clausurada desde siempre. ¿Siempre taponada por el armario? Claro, reconocí, cada pupila debía tener una habitación independiente... De golpe, noté que el silencio era total en «La Gloria». Apagué la luz. Afuera, ni el susurro del viento. Por lo visto, la antesala para el baño se disolvió y en consecuencia, se acabaron los murmullos. Todos se fueron a dormir, menos yo, suspiré desolada dando giros en la cama desagradablemente mullida. Para colmo, se filtraban rayos de luz por todas las rendijas y la claraboya. Comprendí que en el pasillo algún farol permanecía encendido. A esto también me voy a habituar. Por lo pronto, tengo que dormir, pensé, y en alguna parte los sollozos que habían acogido mi llegada, reactivaron su molesto repertorio. A tal punto que el llorón parecía estar dentro de mi cuarto. Era un bebé malcriado que pedía la teta. Evidentemente, se lamentaba en la habitación contigua, la que existía del otro lado de la puerta. Pero era una queja extraña, acompasada, monótona... Un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando me acordé que mi nueva amiga de la pensión me había asegurado que no aceptaban niños en «La Gloria». Que estaban prohibidos los chicos y los perros. Recordé que también me señaló a un señor calvo, de edad madura, como a mi vecino de al lado. Me contó que era viajante de comercio. Que ocupaba su pieza por temporadas cortas. De modo que el lloriqueo no podía venir de la habitación de un hombre solo. A no ser que el comerciante se dedicara al contrabando de niños, al tráfico de órganos, al sacrificio de... ¡Estoy hablando estupideces por culpa de que los sollozos no me dejan dormir! ¡Qué contrariedad! ¿Tendré que acostumbrarme a su cantinela? ¡Por supuesto!, acepté resignada y me convencí de que una vez satisfecha mi curiosidad, aquello dejaría de incomodarme. Mañana hablaré con la señora gorda y a otra cosa, prometí en voz alta, buscando infundirme confianza. Sin embargo, aunque los gemidos se interrumpieron en algún momento de la noche larga, llegó el amanecer sin que yo consiguiese pegar los ojos. Aunque no fue por eso por lo que me levanté muy temprano. Yo no podía llegar tarde a mi primera clase. Una buena maestra es quien pone los ejemplos. Cerré con dos vueltas de llave mi puerta y fui hasta la recepción. La idea fija me martillaba los sesos. Tenía que averiguar... Saludé a la portera gorda y ésta se deshizo en mohines y gestos varios, pero no contestó a ninguna de mis preguntas. Desconcertada, insistí con el tema del niño llorón. La zarandeé con impaciencia. Tampoco obtuve respuesta, sólo un ademán, ahora sí, muy elocuente: ella era sordomuda. Avergonzada por mi falta de consideración hacia la pobre mujer, me dirigí al comedor luego de algunas excusas torpes. A esa hora no había comensales, pero me recibió un apetitoso olor a pan recién horneado y a café. Estaba yo sin probar bocado desde el mediodía anterior, así que mi estómago se puso a brincar de alegría ante la inminencia de un rico desayuno. Me senté a la única mesa tendida, ancha, larga y con mantel de cuadros azules y blancos. Una vieja sirvienta con delantal almidonado y cara de pocos amigos se me acercó. Me presentó la bandeja con el servicio sin abrir la boca. Otra muda, dije y me angustié, mientras engullía mecánicamente las exquisiteces y veía morir la esperanza de que la sirvienta me lo descubriese al llorón. Acabé el café con leche y, desilusionada, salí a la calle. Mis ansias de averiguaciones sufrirían un forzado retraso. Dios quiera que a la noche, durante la cena, aparezca alguien que despeje mi curiosidad, rogué camino a la escuela. Distraída con el asunto, recorrí la distancia en cinco minutos. El colegio estaba más cerca de lo previsto. Di mis clases sin inconvenientes. Me pasé el día de un aula en otra hasta que se cumplieron mis horarios. Relativamente tarde volví a «La Gloria». Tampoco esta vez tuve la suerte de hallar compañía en la mesa. Cené solitaria y meditabunda. Acto seguido me alisté para el baño. La cola interminable me puso de mal humor y entonces comprendí que estaba muy cansada. No hablé con nadie a pesar del cordial saludo que recibí de los inquilinos. Apenas me acosté, dormí profundamente. Más allá de la medianoche, el llanto misterioso llegó a través del ropero. Se paseó por la habitación y se fue. Pero sirvió para despertarme. Y para despabilarme. Las horas siguientes las pasé en vela. Ya en pleno amanecer, con el coro de fondo de todos los gallos del vecindario, el llanto se acrecentó. Me rechinó en los oídos. Decidí conocer la verdad por mis propios medios. Me acerqué al ropero. Lo empujé hasta dejar al descubierto la puerta de comunicación. La madera polvorienta me hizo estornudar y retrocedí. Dudaba... De nuevo me aproximé. Con mano trémula accioné el picaporte. La puerta cedió con un chirriar de visagras oxidadas. Ingresé a la pieza. El lecho igual al mío se mostraba tendido y vacío. Allí no había un alma. El viajante partió. La claridad se metía por la banderola y pude inspeccionar a gusto las cuatro esquinas del cuarto y su contenido. Nada vi que justificara los lamentos y sin embargo, el niño lloraba... Despavorida retorné a mi pieza. Cerré la puerta y me tiré sobre la cama. Temblorosa, me hundí entre los muelles y las sábanas. Me cubrí hasta los pelos. El niño seguía llorando... La campanilla del despertador me trajo a la realidad y como por arte de magia, cesó el llanto. Me puse el uniforme en un santiamén y abandoné el cuarto. En el comedor, la sirvienta vieja parecía estar a la pesca de mi arribo porque apenas esperó a que me sentara a la mesa y de un tirón, se despachó la historia escalofriante: ella habitaba en esa casa desde los años treinta. Fue la cortesana más bonita y solicitada del prostíbulo hasta que un día, su hijo de pocos meses, falleció asfixiado en el ropero de la habitación que ahora ocupaba yo. Ella lo escondía entre sus vestidos para acostarse con los clientes. Nunca pudo alejarse del escenario del crimen y se quedó para siempre a vivir en «La Gloria».
domingo, 8 de marzo de 2009
Vivir en La Gloria
Closed zone
Zona cerrada es un corto de poco más de minuto y medio realizado por el israelí Yoni Goodman, director de animación de Vals con Bashir , para Gishá (Acceso), organización israelí que defiende la libertad de movimiento en Cisjordania y Gaza.
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