domingo, 14 de diciembre de 2008

Las once mil vergas (XXXV)

Entonces oyó un sonoro ronquido y, volviendo la cabeza, vio a la negra y a Cornaboeux dormidos castamente uno en los brazos del otro; pero los dos eran monstruosos. El culazo de Cornélie sobresalía, reflejando la luna cuya luz entraba por la abierta ventana. Mony sacó su sable de la funda y pinchó en ese enorme trozo de carne.
En la sala también se oían gritos. Cornaboeux y Mony salieron con la negra. La sala estaba llena de humo. Habían entrado varios oficiales rusos que, borrachos y groseros, profiriendo juramentos inmundos, se arrojaron sobre las inglesas del burdel quienes, asqueadas del aspecto innoble de los militarotes, murmuraron unos bloody y unos damned a cual mejor.
Cornaboeux y Mony contemplaron por un instante la violación de las prostitutas, luego salieron mientras se producía una enculada colectiva y desenfrenada, dejando desesperados a Adolphe Terré y Tristan de Vinaigre que trataban de restablecer el orden y se agitaban vanamente, enredados en sus femeninas faldas.

En ese preciso instante entró el general Stoessel y todo el mundo tuvo que rectificar su posición, incluso la negra.
Los japoneses acababan de dar el primer asalto a la ciudad asediada. Mony casi tuvo ganas de retroceder para ver lo que haría su jefe, pero se oían gritos salvajes hacia las fortificaciones.
Llegaron varios soldados conduciendo un prisionero. Era un joven alto, un alemán, que habían encontrado en el límite de las obras de defensa, despojando a los cadáveres.
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Gritaba en alemán:
–No soy un ladrón. Amo a los rusos, he cruzado valientemente las líneas japonesas, para ofrecerme como maricón, marica, enculado. Sin duda os faltan mujeres y no estaréis descontentos de tenerme con vosotros.
–¡A muerte! –gritaron los soldados–, ¡a muerte, es un espía, un salteador, un desvalijador de cadáveres!
Ningún oficial acompañaba a los soldados. Mony se adelantó y pidió explicaciones:
–Se equivoca –dijo al extranjero– tenemos mujeres en abundancia pero debe pagar su crimen. Será enculado, ya que lo pide, por los soldados que le han detenido, y será empalado inmediatamente después. Morirá igual que ha vivido y es la muerte más bella según testimonian los moralistas. ¿Su nombre?
–Egon Muller –declaró temblando el hombre.

–Está bien –dijo Mony secamente–, viene de Yokohama y ha traficado vergonzosamente, como un auténtico alcahuete, con su amante, una japonesa llamada Kilyemu. Marica, espía, alcahuete y desvalijador de cadáveres, estáis completo. Que preparen el poste y vosotros, soldados, enculadlo... No tenéis una ocasión semejante cada día.

Desnudaron al bello Egon. Era un muchacho de una belleza admirable y sus senos estaban redondeados como los de un hermafrodita. A la vista de estos encantos, los soldados sacaron sus miembros concupiscentes.

Cornaboeux se conmovió, con los ojos arrasados en lágrimas, y pidió gracia para Egon a su señor, pero Mony se mantuvo inflexible y no permitió a su ordenanza más que hacerse chupar el miembro por el encantador efebo quien, el culo tenso, recibió a su vez, en su ano dilatado, las vergas radiantes de los soldados que, perfectos brutos, cantaban himnos religiosos felicitándose por su captura.

El espía, tras recibir la tercera descarga, comenzó a gozar furiosamente y agitaba su culo mientras chupaba el miembro de Cornaboeux, como si aún tuviera treinta años de vida por delante.

Mientras tanto habían alzado el poste metálico que debía servir de asiento al mamón. Cuando todos los soldados hubieron enculado al prisionero, Mony deslizó unas palabras en los oídos de Cornaboeux que aún estaba extasiado por la manera como acababan de sacarle punta a su lápiz.
Cornaboeux fue hasta el burdel y volvió enseguida, acompañado por Kilyemu, la joven prostituta japonesa que preguntaba qué era lo que querían de ella.

De improviso vio a Egon al que acababan de clavar, amordazado, sobre el palo de hierro. Se contorsionaba y la pica le penetraba poco a poco en el ano. Por delante su verga se alzaba de tal forma que parecía estar a punto de romperse.

Mony señaló a Kilyemu a los soldados. La pobre mujercita miraba a su amante empalado con ojos donde se mezclaba el terror, el amor y la compasión en una suprema desolación. Los soldados la desnudaron y alzaron su pobre cuerpecito de pájaro sobre el del empalado.

Separaron las piernas de la desgraciada y el hinchado miembro que ella había deseado tanto la penetró una vez más.

La pobre, simple de espíritu, no entendía esta barbarie, pero el miembro que la colmaba la excitaba demasiado voluptuosamente. Se volvió como loca y se agitaba, haciendo descender poco a poco el cuerpo de su amante a lo largo del palo. El descargó mientras expiraba.

¡Era un extraño estandarte el que formaban ese hombre amordazado y esa mujer que se agitaba encima suyo, con la boca desencajada! ... La sangre obscura formaba un charco al pie del palo.

–Soldados, saludad a los que mueren –gritó Mony, y dirigiéndose a Kilyemu–: “He satisfecho tus deseos... ¡En este momento los cerezos florecen en el Japón, los amantes se pierden entre la nieve rosa de los pétalos que se deshojan!”.

Luego, apuntando su revólver, le voló la cabeza y los sesos de la pequeña cortesana saltaron al rostro del oficial, como si ella hubiera querido escupir a su verdugo.

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Caosmeando

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