miércoles, 22 de octubre de 2008

Moby Dick y Chile

Todo indica que Herman Melville se inspiró en una historia real para escribir Moby Dick. En 1839, la revista neoyorquina Knickerbocker publicó el relato de un oficial de la Armada de EEUU, Jeremiah Reynolds, sobre el increíble enfrentamiento de sus cazadores con un cetáceo de tamaño descomunal y totalmente albino, bautizado como Mocha Dick por los marineros. Se la había avistado ya mucho antes en las cercanías de la isla Mocha, en Chile. Según la versión de Reynolds, fue finalmente capturada, después de ser perseguida a través del océano por distintos barcos balleneros, de diferentes nacionalidades, que antes habían clavado una veintena de arpones en su lomo sin lograr ultimarla. Melville tuvo otra referencia histórica: lo ocurrido con el velero Essex, también dedicado a la caza de ballenas y hundido por una de ellas en 1819, a 3.700 millas de Valparaíso, donde finalmente culmina la historia de los náufragos, hallados cerca de Juan Fernández, después de haber sobrevivido noventa días en el mar. Arrastrados por las corrientes oceánicas, acosados por el hambre total y la falta de agua dulce, se vieron obligados incluso a recurrir al canibalismo con los que iban muriendo, en los frágiles botes salvavidas que tripulaban, para suplir la falta de alimentos. De todos esos hechos hay constancia en los registros de la Capitanía de Puerto de Valparaíso. El investigador Germán Munita asegura que en ellos aparecen varios avistamientos, por esos años, de un gran cachalote blanco en las cercanías de la Isla Mocha.
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Melville nació precisamente el año en que habría ocurrido el ataque de la ballena blanca y pudo conocer la historia bien en 1839, bien en 1846, cuando volvió a recordarse en la prensa. Melville culminó su relato en 1851. El público le dio una fría acogida a la primera edición del libro. Gran parte de la popularidad de Moby Dick arrancó luego de la versión cinematográfica, realizada en 1960 por John Huston, con Gregory Peck como protagonista y con Ray Bradbury como guionista.
En la mitología araucana existe la leyenda de Trempulcahue. Cuatro ballenas llevan las almas de los mapuches que mueren hasta la Isla Mocha, desde donde parten en una balsa fúnebre hacia una ignota región situada a Occidente, más allá del horizonte marino. Las cuatro ballenas son viejas mujeres mágicamente transformadas en cetáceos, que realizan su tarea a la caída del sol y que ningún ser humano puede ver. Cada alma de los difuntos debe hacer una contribución en llancas, piedras preciosas pulidas de color turquesa muy estimadas por los mapuches, que depositan al lado del muerto y utilizan para pagarle los servicios al barquero.
Toda una institución del derecho internacional, la soberanía sobre las 200 millas marítimas, está inspirada en las ballenas del Pacífico.Terminada la Segunda Guerra Mundial, en 1945, la escasez de alimentos que acosó al mundo empujó a las flotas balleneras de Japón y la Unión Soviética en busca de la carne de la rica masa de cetáceos que se mantenía en el Pacífico sur, especialmente frente a Chile. Invadieron, entonces, sin miramientos los cotos de caza reservados que mantenían las compañías anglo-chilenas cuando el límite establecido internacionalmente para el mar territorial era apenas de 12 millas. Para evitar la presencia de competidores, se resucitó entonces la teoría de la plataforma continental, geológicamente unida y continuación natural del continente sudamericano, hasta 200 millas mar afuera. Esta fue proclamada como zona de explotación económica exclusiva, en 1947, por el Gobierno de Gabriel González Videla, fuertemente estimulado por informaciones y editoriales sucesivos de El Mercurio. A la misma posición se fueron adhiriendo otros países de la región, comenzando por Perú y Ecuador, que firmaron en 1952 el inicial tratado internacional de las 200 millas con Chile. El documento tuvo pronto decenas de países adherentes en todo el mundo, hasta llegar hoy a las 130 naciones que suscriben este principio consagrado del derecho del mar. Muy pocos recuerdan, sin embargo, su oscuro origen, ligado a la necesidad de asegurar la captura y exterminio de miles de ballenas descendientes de Moby Dick, en las mismas aguas que la vieron navegar airosa, al norte, al sur y al oeste de la Isla Mocha.
El propietario de El Mercurio, Agustín Edwards, se reunió con Richard Nixon y Henry Kissinger el 15 septiembre 1970 en la Casa Blanca. La conspiración está descrita en detalle por el Informe Church del Congreso norteamericano sobre operaciones encubiertas en el exterior, y en numerosos documentos desclasificados del Gobierno de los EEUU. En esa reunión, según el informe, Agustín Edwards pidió la intervención de Washington para impedir el desastre de un Gobierno marxista en Chile. Sólo once días antes había triunfado Allende en los comicios, por estrecho margen, y necesitaba todavía ser ratificado por el Senado para convertirse en Presidente de Chile. En sus memorias,Henry Kissinger le endosa a Edwards la responsabilidad de haber presionado entonces a Nixon para que decidiera de inmediato acciones drásticas frente a lo que estaba ocurriendo en su país, incluyendo algún tipo de acción militar. Sucede que la familia propietaria de El Mercurio también lo era de la mayoría de las acciones de la empresa ballenera Indus, de origen británico, que operó hasta 1961 en Quintay, unas pocas millas al sur de Valparaíso.

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Las once mil vergas (XXV)

Y era cierto, Mariette había muerto estrangulada por las piernas de su señora, estaba muerta, irremediablemente muerta.

–¡Estamos frescos! –dijo Mony.

–Esta marrana es la causa de todo –opinó Cornaboeux señalando a Estelle que comenzaba a calmarse.

Y tomando un cepillo del neceser de viaje de Estelle, empezó a golpearla violentamente. Las cerdas del cepillo la pinchaban a cada golpe. Este castigo parecía excitarla extraordinariamente.

En este momento, llamaron a la puerta.

–Es la señal convenida –dijo Mony–, dentro de unos instantes pasaremos la frontera. Es preciso, lo he jurado, dar un golpe, medio en Francia, medio en Alemania. Agarra a la muerta. Mony, con la verga tiesa, se arrojó sobre Estelle que, con los muslos separados, le recibió en su coño ardiente gritando:

–¡Métemela hasta el fondo, toma!... ¡toma!...

Las sacudidas de su culo tenían algo de demoníaco, su boca dejaba resbalar una baba que mezclándose con los afeites, goteaba infecta sobre el mentón y sobre el pecho; Mony le metió la lengua en la boca y le hundió el mango del cepillo en el ojo del culo. Bajo el efecto de esta nueva voluptuosisad, ella mordió tan violentamente la lengua de Mony que él tuvo que pellizcarla hasta hacerla sangrar para conseguir que la soltara.
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Entretanto, Cornaboeux había dado vuelta el cadáver de Mariette cuya cara amoratada era horrorosa. Le separó los muslos e hizo entrar dificultosamente su enorme miembro en la abertura sodómica. Entonces dio rienda suelta a su ferocidad natural. Sus manos arrancaron mechón a mechón los rubios cabellos de la muerta. Sus dientes desgarraron la espalda de una blancura polar y la sangre roja que brotó, tenía el aspecto de estar expuesta sobre nieve. Un instante antes del goce, introdujo su mano en la vulva aún tibia y haciendo entrar completamente su brazo en ella, empezó a tirar de las tripas de la desgraciada doncella. En el momento del goce, ya había sacado dos metros de entrañas y se había rodeado la cintura con ellos como quien se coloca un salvavidas.

Descargó vomitando su comida tanto por las trepidaciones del tren como por las emociones que había experimentado. Mony acababa de descargar y contemplaba con estupefacción a su ayuda de cámara que hipaba repulsivamente mientras vomitaba sobre el cadáver destrozado. Los intestinos y la sangre se mezclaban con los vómitos, entre los cabellos ensangrentados.

–Puerco infame –exclamó el príncipe–, la violación de esta joven muerta con la que debías casarte según mi promesa, pesará duramente sobre ti en el valle de Josafat. Si no te quisiera tanto, te mataría como a un perro.

Cornaboeux se levantó, ensangrentado, expulsando las últimas boqueadas de su vómito. Señaló a Estelle cuyos ojos dilatados contemplaban con horror el inmundo espectáculo:

–¡Ella tiene la culpa de todo! –manifestó.
–No seas cruel –dijo Mony– te ha dado ocasión para satisfacer tus gustos de necrófilo. Y como pasaban sobre un puente, el príncipe se asomó a la portezuela para contemplar el romántico panorama del Rhin que desplegaba sus esplendores verdosos y se extendía en largos meandros hasta el horizonte. Eran las cuatro de la mañana, algunas vacas pacían en los prados, unos niños bailaban bajo los tilos germánicos. Una música de pífanos, monótona y fúnebre, anunciaba la presencia de un regimiento prusiano y la melopea se mezclaba tristemente al ruido de chatarra del puente y al sordo acompañamiento del tren en marcha. Unos pueblos felices animaban las orillas dominadas por los burgos centenarios y las viñas renanas exponían hasta el infinito su mosaico regular y precioso.

Cuando Mony se giró, vio al siniestro Cornaboeux sentado sobre el rostro de Estelle. Su culo de coloso cubría la cara de la actriz. Se había cagado y la mierda hedionda y blanduzca caía por todos lados.

Asía un enorme cuchillo y araba con él en el vientre palpitante. El cuerpo de la actriz tenía breves sobresaltos.

–Espera –dijo Mony– permanece sentado.

Y, acostándose sobre la moribunda, hizo entrar su erecto miembro en el coño expirante. Gozó así de los últimos espasmos de la asesinada, cuyos postreros dolores debieron ser horribles, y empapó sus brazos con la sangre cálida que brotaba del vientre. Cuando hubo descargado, la actriz ya no se movía. Estaba rígida y sus ojos trastornados estaban llenos de mierda.

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Caosmeando

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