miércoles, 22 de octubre de 2008

Las once mil vergas (XXV)

Y era cierto, Mariette había muerto estrangulada por las piernas de su señora, estaba muerta, irremediablemente muerta.

–¡Estamos frescos! –dijo Mony.

–Esta marrana es la causa de todo –opinó Cornaboeux señalando a Estelle que comenzaba a calmarse.

Y tomando un cepillo del neceser de viaje de Estelle, empezó a golpearla violentamente. Las cerdas del cepillo la pinchaban a cada golpe. Este castigo parecía excitarla extraordinariamente.

En este momento, llamaron a la puerta.

–Es la señal convenida –dijo Mony–, dentro de unos instantes pasaremos la frontera. Es preciso, lo he jurado, dar un golpe, medio en Francia, medio en Alemania. Agarra a la muerta. Mony, con la verga tiesa, se arrojó sobre Estelle que, con los muslos separados, le recibió en su coño ardiente gritando:

–¡Métemela hasta el fondo, toma!... ¡toma!...

Las sacudidas de su culo tenían algo de demoníaco, su boca dejaba resbalar una baba que mezclándose con los afeites, goteaba infecta sobre el mentón y sobre el pecho; Mony le metió la lengua en la boca y le hundió el mango del cepillo en el ojo del culo. Bajo el efecto de esta nueva voluptuosisad, ella mordió tan violentamente la lengua de Mony que él tuvo que pellizcarla hasta hacerla sangrar para conseguir que la soltara.
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Entretanto, Cornaboeux había dado vuelta el cadáver de Mariette cuya cara amoratada era horrorosa. Le separó los muslos e hizo entrar dificultosamente su enorme miembro en la abertura sodómica. Entonces dio rienda suelta a su ferocidad natural. Sus manos arrancaron mechón a mechón los rubios cabellos de la muerta. Sus dientes desgarraron la espalda de una blancura polar y la sangre roja que brotó, tenía el aspecto de estar expuesta sobre nieve. Un instante antes del goce, introdujo su mano en la vulva aún tibia y haciendo entrar completamente su brazo en ella, empezó a tirar de las tripas de la desgraciada doncella. En el momento del goce, ya había sacado dos metros de entrañas y se había rodeado la cintura con ellos como quien se coloca un salvavidas.

Descargó vomitando su comida tanto por las trepidaciones del tren como por las emociones que había experimentado. Mony acababa de descargar y contemplaba con estupefacción a su ayuda de cámara que hipaba repulsivamente mientras vomitaba sobre el cadáver destrozado. Los intestinos y la sangre se mezclaban con los vómitos, entre los cabellos ensangrentados.

–Puerco infame –exclamó el príncipe–, la violación de esta joven muerta con la que debías casarte según mi promesa, pesará duramente sobre ti en el valle de Josafat. Si no te quisiera tanto, te mataría como a un perro.

Cornaboeux se levantó, ensangrentado, expulsando las últimas boqueadas de su vómito. Señaló a Estelle cuyos ojos dilatados contemplaban con horror el inmundo espectáculo:

–¡Ella tiene la culpa de todo! –manifestó.
–No seas cruel –dijo Mony– te ha dado ocasión para satisfacer tus gustos de necrófilo. Y como pasaban sobre un puente, el príncipe se asomó a la portezuela para contemplar el romántico panorama del Rhin que desplegaba sus esplendores verdosos y se extendía en largos meandros hasta el horizonte. Eran las cuatro de la mañana, algunas vacas pacían en los prados, unos niños bailaban bajo los tilos germánicos. Una música de pífanos, monótona y fúnebre, anunciaba la presencia de un regimiento prusiano y la melopea se mezclaba tristemente al ruido de chatarra del puente y al sordo acompañamiento del tren en marcha. Unos pueblos felices animaban las orillas dominadas por los burgos centenarios y las viñas renanas exponían hasta el infinito su mosaico regular y precioso.

Cuando Mony se giró, vio al siniestro Cornaboeux sentado sobre el rostro de Estelle. Su culo de coloso cubría la cara de la actriz. Se había cagado y la mierda hedionda y blanduzca caía por todos lados.

Asía un enorme cuchillo y araba con él en el vientre palpitante. El cuerpo de la actriz tenía breves sobresaltos.

–Espera –dijo Mony– permanece sentado.

Y, acostándose sobre la moribunda, hizo entrar su erecto miembro en el coño expirante. Gozó así de los últimos espasmos de la asesinada, cuyos postreros dolores debieron ser horribles, y empapó sus brazos con la sangre cálida que brotaba del vientre. Cuando hubo descargado, la actriz ya no se movía. Estaba rígida y sus ojos trastornados estaban llenos de mierda.

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