miércoles, 19 de agosto de 2009

Una aventura del topito

El erizo

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John Wayne cabalga sobre el arcoiris

Es un cuento de Ana Pérez Cañamares, de su libro de relatos En días idénticos a nubes
Vino a llamarme Pura. Yo estaba tumbada en el sofá del cuarto de estar, leyendo un tebeo. Por encima de mi cabeza la oí, a través de la ventana que daba al rellano de la escalera.
—¡Tere! ¡Tere! ¡Que te lo estás perdiendo!
La mandé callar porque mis padres dormían la siesta. Cuando abrí la puerta, me agarró por la manga y nos precipitamos escale­ras abajo. Me hablaba en lo que a ella le parecía voz baja, una particular forma de grito ahogado.
—En el segundo, que tienen tele en color.
—¿Quiénes del segundo?
—¿Quiénes van a ser? ¡Mario y Cristina! Están todos viéndola desde el descansillo. ¡Ponen una de John Wayne! Hasta los caba­llos se ven de colores.
Bajamos de cuatro en cuatro los escalones, aplaudiendo con nuestras chanclas el espectáculo por anticipado. La música de saloon sonaba tan alta como si las bailarinas de cancán estuvieran levan­tando las piernas sobre la mesa de centro del segundo izquierda.
Mario y Cristina estaban en primera fila, haciendo valer su con­dición de anfitriones. Detrás estaban Conchi, Pilar y por último los gemelos del quinto. Pura y yo nos colocamos al final. Entre todos ocupábamos el tramo de escalera desde el tercero al segun­do, como si estuviéramos sentados en gradas. Tuvimos que espe­rar a que los ojos se nos acostumbraran para captar algo más que destellos y figuras que volaban y caían. Cuando por fin pude dis­tinguir a John Wayne entre la barahunda, le aticé un codazo a Pura, cuyos ojos de miope se salían por encima de las gafas.
—Pura..., pero, Pura, eso es trampa, eso no es una tele en co­lor. Mi tía tiene una y no es así...
—Schssssssss —me contestaron todos.
Lo que podía vislumbrar, entre las cabezas de mis vecinos y las rejas de la ventana, era una televisión en blanco y negro cubierta por un cuadrado de tiras de celofán pegadas unas a otras en hori­zontal, de forma que el sombrero de John Wayne era verde, su cara de un rosa primer día de playa, la camisa naranja y los panta­lones azul celeste. Era un John Wayne de carnaval, al que nadie podía tomar en serio.
Pura se acercó a mi oído y me dio en el punto que ella tan bien conocía.
—Si no te gusta, te puedes ir, pero que sepas que ha sido idea de Mario.
Miré el cogote de Mario y le imaginé orgulloso de haber guiado a sus amigos hasta el lejano oeste, y sin pensarlo más me lancé a cabalgar con él por llanuras rosas, montados sobre caballos azu­les, bajo un cielo verde esperanza.
Y allí estábamos, asistiendo en primera fila a la arenga del jefe indio hacia sus nunca tan coloridos guerreros, cuando sobre sus gritos se superpusieron otros que surgían de la habitación del fon­do. La madre de Mario y Cristina cruzó el cuarto de estar a trompicones, tapándose la cara con un pañuelo de hombre, y se encerró en el cuarto de baño. Luego apareció el padre, que arran­có el celofán, lo arrugó y lo lanzó a través de la ventana en un escorzado primer plano, gritando: «¿Qué es esta mierda?». La per­siana se cerró en un repentino THE END.
Lo peor no fue el silencio, ni siquiera cuando lo rompieron los sollozos de Cristina. Lo peor fue ver a Mario subiendo las escaleras con su papel de celofán en la mano, doblemente herido y humillado. Nos quedamos como tontos, sin saber qué hacer. Pura le pasó el brazo por los hombros a Cristina, y ambas encabezaron la triste procesión de descenso a la calle.
Yo seguí a Mario hasta el pasillo de los trasteros. Allí estaba, sentado en el último escalón, la cabeza apoyada en la mano que agarraba el celofán. Me senté a su lado, bajo la luz de la claraboya por la que se veía el cielo gris.
Por primera vez sentía que no había nada que decir. Cogí su mano y el celofán quedó allí, como un huevo de colores empolla­do en el hueco de nuestras palmas.
—Tere, ¿tú me tienes miedo?
—¿Quién, yo? ¿Miedo? ¿Por qué?
La vergüenza y la ira tiñeron su rostro como el de un John Wayne de trece años.
—Porque a lo mejor yo soy como él. Porque a lo mejor yo de mayor también pego. Porque podría pegarte a ti.
No sabía qué decir, pero supe que tenía que hacer algo. Algo que lo sacara de aquel futuro horrible.
Me levanté, bajé dos escalones, puse mi cara a la altura de la suya. Aquellos ojos azules me inspiraban. Y de repente lo hice. Zas. Zas. Le aticé dos bofetadas con todas mis fuerzas.
—Que no se te olvide que yo tengo la misma edad que tú. Y que yo también puedo pegarte a ti.
Sus ojos se abrieron de sorpresa y dolor. Y como si por fin se hubieran dilatado los bastante como para hacerles hueco, dos enor­mes lágrimas gemelas cayeron por sus mejillas cruzadas por cinco franjas rosas.
Cuando se dejó caer de espaldas sobre el suelo me abalancé sobre él, dispuesta a pedirle perdón, a decirle que no sabía por qué había hecho aquello.
Por sus convulsiones supe que se estaba riendo. Como si le hubiera contado un buen chiste. Me tumbé a su lado y seguimos riendo cuando extendió el papel celofán sobre nosotros, para que las nubes que se veían por la claraboya fueran nubes en technicolor.

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Caosmeando

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