sábado, 15 de marzo de 2008

Usted no es cualquier chica de "vida cotidiana"

Siguiendo la serie de entradas en torno a la revista argentina Crisis que va apareciendo aquí, viene hoy esta historia del exilio de María Esther Gilio.

En el Río de la Plata se ha escrito poco sobre el exilio. Siento esto cada vez que hablando sobre el tema alguien dice: “¡Estar en París y extrañar Montevideo! Sólo un loco”.

El exilio no es sólo el dolor de estar lejos de todo lo que amamos sino también de enfrentar este hecho con un interior desbaratado. Las piezas que conformaban nuestro aparato psíquico están ahí, ¿pero dónde?, ¿qué hacer para encontrarlas? De esto quiero hablar. De la fuerza y la confianza que es necesario rescatar antes que nada, ya que sin ellas en esta maraña en que estamos hundidos no podremos hacer nada.Esta pequeña historia que contaré habla de ese rescate.

Vengo caminando por Federico Lacroze, en Buenos Aires, en una mañana soleada pero fría, con la cara empapada en lágrimas. Tantas que no veo a la gente que se cruza conmigo.

¡María Esther!
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–Sí, ¿quién sos?
Haroldo.
–¿Qué Haroldo?
¿Cuántos Haroldos conocés? Haroldo Conti.
–Ay, Haroldo.
Haroldo abrió los brazos y yo me metí en ese espacio que me ofrecía. “Ay, Haroldo.”
¿Qué pasa muchacha, qué pasa?
–Volví hace un mes de París, pero no a Montevideo.
Pero vos sabías que no volvías a Uruguay.
–Sí, sabía. Pero pensaba que Buenos Aires era lo mismo.
Escuchame, lo que te pasa es normal. Vas a salir, pero sería bueno que alguien te ayudara.
–¿Quién?
Un profesional.
–¿Un psicólogo? No tengo plata.
Llamame mañana que te doy el número de una psicoanalista que te va a atender. Ella verá la manera.

Dos días más tarde llamé a Elba, la psicoanalista que vería la manera.

¿Quién dijiste que eras?
–María Esther Gilio.
–No, mirá, yo no puedo atenderte. Me gustaría, pero no puedo. Tenemos muchos amigos en común. Te doy el número de otra profesional que es tan buena como yo. Llamala.

Llamala vos, idiota, pensé. Estaba ofendida, disgustada, triste, desconfiada. “Amigos comunes.” Indiferente, egoísta. No llamaré a tu recomendada ni a ninguna psicoanalista que viva en este mundo. Habían pasado dos o tres días cuando al subir del subte, en la calle, me crucé con Aldo Guglielmone.

¡Aldo!
–¡María Esther! No sabía que estabas acá. ¿Cuándo llegaste? Vení, vamos a tomar un café.

Sentados a una mesa de un café de Plaza Italia hablamos de mis sufrimientos y, sobre todo, de la analista que se había negado a atenderme. Fijate vos que esta cretina, que se llama Elba no sé qué, no quiere atenderme porque tenemos amigos comunes. Podía haber inventado otra excusa, algo más creíble.

Aldo miraba su café en silencio. Lentamente ponía azúcar, cuidando de no llenar la cucharita y revolvía con igual cuidado. Estaba distraído. “Aldo, no me estás escuchando.” Me miró, puso su mano sobre la mía y dijo: “Elba Azardui es muy amiga mía. Te digo más: fue mi mujer hasta hace unos cuantos años, en que nos separamos”.

Dos días después llamé a Ema, la recomendada de Elba, quien había dejado de ser indiferente y egoísta. Ema me citó para el día siguiente y en dos minutos resolvió el problema del pago. Cuando empezara a trabajar le pagaría. ¿Usted cree que rápidamente voy a encontrar trabajo?

Ema me miró en silencio.

–Bueno, si usted lo dice. Pero de periodista, no.
¿Por qué no?
–Mi periodismo acá no funciona.
¿En qué sentido?
–Jacobo Timerman, después de leer en su diario la entrevista a Neruda que había aceptado publicar su director de Cultura, Juan Gelman, me dijo que no sabía cómo “eso” había llegado al diario.
¿Cómo se lo dijo?
–Me lo dijo al cruzarse conmigo en un corredor de La Opinión. “Che, qué cagada me encajaste, ¿cómo hiciste para convencer a Juan de que te publicara eso?”. Dése cuenta. Si hay algo que no puedo hacer es periodismo.
Ahí hubo dos opiniones. Una de Juan Gelman, otra de Jacobo Timerman. Confía más en Jacobo Timerman...
–No, no sé.
Creo que sí.
–Sí, tal vez.

A partir de ese día, fundamentada mi decisión de no hacer periodismo, empecé realmente a buscar trabajo. Todos los días abría Clarín en “Trabajos se ofrece” y revisaba, con un bolígrafo en la mano, “secretaria se precisa”. Pero qué lejos estaba de ser una secretaria medianamente aceptable. Mala en la máquina, que escribía con alguna rapidez, pero con dos dedos; mala en idiomas, porque si bien podía revolverme en tres o cuatro, sólo español hablaba y escribía fluidamente.

Hacía casi un mes que buscaba cuando Tomás Eloy Martínez, que me conocía de tiempo atrás, me llamó desde La Opinión. “¿No querrías hacer unas entrevistas sobre El último tango en París, que acaba de ser prohibida?”

–No, no sé...
¿Cómo que no sabés? Esta es una nota para vos.
–¿Puedo contestarte mañana?

Llamé a Ema, quien me citó para esa misma noche a las 9 y media. Fui serena. Es verdad que precisaba trabajo, pero no quería hacer periodismo y por más que Ema se lo propusiera, no me convencería.

Vamos a suponer que acepta hacer la nota. ¿Qué puede pasar?
–Puede pasar que no sirva.
En ese caso, ¿usted se daría cuenta?
–Apenas entrevistados el juez y el fiscal ya sabría si el material conseguido era el indicado.
¿El indicado para qué?
–Para reflejar el espíritu provincial y reaccionario de estas dos personas que aprueban la prohibición del film.
Es decir que tiene claro cuál es el objetivo de las entrevistas.
–No sé qué quiere Tomás. Yo aspiraría a eso.
Tal vez él quiere conocer los argumentos que llevaron a esas personas a tomar la decisión.
–Pienso que si fuera sólo eso, habrían encargado el trabajo a cualquier chico o chica de “Vida cotidiana” o de “Espectáculos”.

Ema quedó en silencio mirándome.

Usted no es cualquier chica de “Vida cotidiana”.
–No.
¿No?
–Creo que no.
¿Entonces?
–No sé –dije.

Por un largo rato ambas quedamos en silencio. Yo, mirando un bolígrafo que había hecho girar entre las manos durante toda la sesión. Ema, mirándome a mí.

Bueno –dijo ella finalmente–. La espero el martes a las 3, como siempre.

¿Qué había pasado? ¿Yo le había prometido que haría el trabajo? ¿Ella pensaba que lo haría? ¿Debería hacerlo para complacerla? Bajé del ascensor y miré el reloj. Faltaba un rato para las 10 y veinte. La sesión había sido quince minutos más corta. Me senté en el escalón, contra la pared, un lugar oscuro desde donde veía la calle Córdoba, a esa hora todavía tapada de autos que se deslizaban veloces hacia el norte. ¿Qué fue lo que hablamos? ¿Qué fue? No sé. Yo dije que no era una aprendiza, o algo así. ¿Qué quise decir? ¿Que puedo hacer bien mi trabajo? ¿Eso quise decir? Sí, eso fue lo que quise decir. ¿Por qué, si no quiero volver al periodismo? Porque es verdad. Lo dije porque es verdad. Sin embargo, no siempre es verdad. En Uruguay es verdad. Aquí también, para Tomás Eloy y para Juan Gelman. ¿Qué pensé antes de la sesión, cuando todavía estaba en casa? “Ema no me convencerá.” Sin embargo, estoy dudando. ¿Qué dijo para hacerme dudar? Veamos. Debo repasar la conversación con calma. Prolijamente. En algún momento dijo: “Usted puede”.

No sé cuándo, pero seguramente lo dijo. ¿O no? No, eso no lo dijo nunca. Y si lo dijo, no lo recuerdo. No recuerdo esas palabras. Algo tiene que haber dicho, sin embargo. Ya me voy a acordar. Tengo que esperar. Tranquilizarme y esperar.

Salí a la calle y empecé a caminar hacia el sur. Eran más de las 12 cuando metí la llave en la puerta del edificio donde vivía, en Cochabamba y Defensa. Había caminado más de cuatro kilómetros. Me sentía excitada, cansada, con la cabeza llena de niebla y confusión. Cuando abrí los ojos a las 8 del día siguiente, me levanté rápido pues debía preparar las preguntas para la entrevista. “Si fracaso, la culpa es de Ema”, me dije, y reí en voz alta sin saber por qué. A las 12 bajé al bar de los gallegos para telefonear a Tomás, quien se mostró contento de que hubiera aceptado. “Pensaba que ni siquiera te molestarías en llamar”, dijo y me pasó la dirección y la hora de las citas ya combinadas por el diario. Una sería esa tarde a las 5; la otra al día siguiente entre 12 y 2. Yo decidía. Pensé en la ropa. Pantalón beige, camisa blanca, y el blazer escocés, gris, beige y blanco. No debía mostrar a mis entrevistados que aceptaba la película ni que la rechazaba, pero de mi aspecto debía surgir que pertenecía al sector de los que se sentían agredidos por la grosería de las escenas en cuestión.

Mientras subía las escalinatas del edificio, donde encontraría al fiscal, recordé las palabras con que las leyes uruguayas aludían al acto sexual que había provocado el escándalo y decidido la prohibición: “Acto sexual que se realiza por vaso indebido”. ¿También las leyes argentinas lo designarían de esta manera?

Un portero me condujo al despacho del fiscal, un hombre de rostro afable y clase social tan definida que no era necesario recurrir a su apellido que daba nombre a una calle para saber que pertenecía al grupo de los privilegiados. No recuerdo qué dije, luego de presentarme, pero sí recuerdo que ante una pregunta mía sobre su apellido –Beruti– se metió con placer evidente, pero también con mesura, en el tema de sus antepasados. “Veo que esto le interesa”, dijo finalmente. “Sí, me interesa esto que cuenta”, dije con mi sonrisa más juiciosa mientras sacaba mi libreta de la cartera. Ya sabía, en ese momento, que mi entrevistado había bajado sus defensas y se disponía a hablar con su indudable honradez y sin tomar ningún cuidado por ocultar sus convicciones decimonónicas. Así lo escuché atacar con inesperada vehemencia esas escenas que “agredían de manera inexcusable al pudor público medio” y luego, cuando yo aludí a las dificultades que la elucidación de este concepto presentaba en la práctica, vi cómo trataba, con una sonrisa, de borrar el fastidio que dominaba su rostro. Siempre con ese fastidio en su cara y aquel proyecto de sonrisa, que procuraba ocultarlo, habló de los novios “que van a ver la vista, y después, vaya uno a saber a dónde van. Usted puede imaginarlo”, dijo mirándome a los ojos. Yo dije que no sabía, ante lo cual él abrió los brazos y miró hacia el techo en un gesto que tal vez significaba “¡Pero mi Dios, a quién me mandaron!”.

Después de unos diez o quince minutos di por terminada la entrevista, guardé mis cosas y saludé al fiscal, quien se empeñó en acompañarme hasta la escalera con actitud tan paternal que me llenó de culpa cuando más tarde me dispuse a escribir la nota.

El otro juez –Arnaldo Correa–, a quien entrevisté al día siguiente, se tiró a explicarme, sin esperar mis preguntas, el artículo 128 que prohíbe la “exhibición, publicación y reproducción de imágenes obscenas”. Respondió velozmente a alguna pregunta con apariencia inocente como: “¿Y por qué cree usted que va tanta gente a ver el film?”. Y pasó luego a atacar duramente a Bernardo Bertolucci, quien había colocado como protagonista a un pervertido, al tiempo que había exaltado hasta límites inaceptables el acto sexual.

Pero además, me dijo, levantando la voz de manera inesperada, ¡los chicos del secundario!

¿Qué pasa con los chicos del secundario?
–Dicen Dánica.
¿Qué es Dánica? –pregunté con inevitable aire de inocencia o bobería.
–¡Cómo qué es! ¡Manteca! Dánica para untar, dicen. ¡Señora! ¿Usted recuerda el uso que da el protagonista a la manteca en el film?
De pie con los brazos en alto era difícil saber si quería matarme por perversa o echarme a la calle por idiota.
Soy uruguaya –dije simulando aire asustado–. No sabía.
–Sólo así se explica –dijo sentándose de un golpe y poniendo la cabeza entre las manos–. ¿Se da cuenta? Dánica, manteca para untar –repitió en voz inesperadamente baja y melancólica, abrumado tal vez por la dureza de la vida que no ofrecía las armas que harían posible la protección de la inocencia. Cuando salía, me saludó poniéndose apenas de pie. Era evidente que estaba cansado y un poco deprimido.

La entrevista que apareció en la contratapa de La Opinión movió a muchos lectores a preguntar al diario de quién era esa nota sin firma. Daniel Divinsky supuso que era mía y me llamó. “¿Qué pasó que no firmaste?”, dijo.

Dos días después, sentada frente a Ema, trataba de adivinar si sabía que ese trabajo era mío. Pero, claro, no podía esperar que ella lo dijera. Esas cosas razonables no son las que hacen los analistas. Callada, inescrutable, me miraba esperando que yo empezara. Finalmente empecé.

¿Leyó mi nota?
–¿Dónde?
En la contratapa de La Opinión.
–¿Se refiere a las entrevistas al fiscal y el juez? La leí.
¿Le gust... –empecé a decir, pero quedé en silencio.
–¿Qué iba a decir?
Nada, nada importante.
–¿Le costó mucho hacer el trabajo? –dijo ella.
No.
–¿Quedó satisfecha? ¿Le parece bueno lo que hizo?
Sí, me pareció bueno.

Sonrió.

–Quiere decir que ya no duda de su posibilidad de escribir.
Yo no diría tanto.
–¿Qué diría?
Que hay algunas cosas que puedo hacer bien –dije.

Ema, estoy segura, había leído la nota, sabía que era buena y tenía claro que haberla escrito significaba un éxito para ambas. Pero, por supuesto, nada dijo, ni sobre esta ni sobre lo idiota que había sido al dudar de mi capacidad para hacerla. Y aunque toda la sesión me miró con la seriedad concentrada que acostumbraba, sé que una sonrisa feliz pugnaba por aparecer en su rostro.

A partir de este momento empecé a ganar mi vida. Recorrí las redacciones donde era relativamente conocida por haber publicado, en la Argentina, La guerrilla tupamara, y en la mayoría me encargaban notas cuyo precio me abstenía de discutir. Decía sí a casi todo lo que me pedían, lo hacía lo mejor que podía y tomaba sin protestar el dinero que me pagaban, en general poco, como es la costumbre con los colaboradores en esta zona del mundo.

A partir de este momento sentí que podía mantenerme escribiendo. Es decir, sentí que el problema trabajo se había resuelto. Tenía otros, pero de la resolución de éste dependía la tranquilidad que me permitiría abordarlos.

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