viernes, 1 de febrero de 2008

Panamá

Eduardo Galeano. Memoria del fuego.

El Canal de Panamá

El paso entre los mares había sido una obsesión de los conquistadores españoles. Con furor lo buscaron; y lo encontraron demasiado al sur, allá por la remota y helada Tierra del Fuego. Y cuando alguno tuvo la idea de abrir la cintura angosta de América Central, el rey Felipe II mandó a parar: prohibió la excavación del canal, bajo pena de muerte, porque el hombre no debe separar lo que Dios unió.

Tres siglos después, una empresa francesa, la Compañía Universal del Canal Interoceánico, empezó los trabajos en Panamá. La empresa avanzó treinta y tres kilómetros y cayó estrepitosamente en quiebra.

Desde entonces, los Estados Unidos han decidido concluir el canal y quedarse con él. Hay un inconveniente: Colombia no está de acuerdo y Panamá es una provincia de Colombia.
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En Washington, el senador Hanna aconseja esperar, debido a la naturaleza de los animales con los que estamos tratando, pero el presidente Teddy Roosevelt no cree en la paciencia. Roosevelt envía unos cuantos marines y hace la independencia de Panamá. Y así se convierte en país aparte esta provincia, por obra y gracia de los Estados Unidos y sus buques de guerra.

Ciudad de Panamá

En esta guerra mueren un chino y un burro,

víctimas de las andanadas de una cañonera colombiana, pero no hay más desgracia que lamentar. Manuel Amador, flamante presidente de Panamá, desfila entre banderas de los Estados Unidos, sentado en un sillón que la multitud lleva en andas. Amador va echando vivas a su colega Roosevelt.

Dos semanas después, en Washington, en el Salón Azul de la Casa Blanca, se firma el tratado que entrega a los Estados Unidos, a perpetuidad, el canal a medio hacer y más de mil cuatrocientos kilómetros cuadrados de territorio panameño. En representación de la república recién nacida, actúa en la ocasión Phillipe Bunau-Varilla, mago de los negocios, acróbata de la política, ciudadano francés.

Veintitrés muchachos caen acribillados

cuando intentan izar la bandera de Panamá en suelo de Panamá.

—Sólo se usaron balas de cazar patos— se disculpa el comandante de las tropas norteamericanas de ocupación.

Otra bandera flamea a lo largo del tajo que corta a Panamá de mar a mar. Otra ley rige, otra policia vigila, otro idioma se habla. Los panameños no pueden entrar sin permiso en la zona del canal, ni para recoger la fruta caída de un árbol de mango, y si allí trabajan, reciben salarios de segunda, como los negros y las mujeres.

El canal, colonia norteamericana, es un negocio y una base militar. Con el peaje que los buques pagan, se financian los cursos de la Escuela de las Américas. En los cuarteles de la zona del canal, los oficiales del Pentágono enseñan cirugía anticomunista a los militares latinoamericanos que pronto ejercerán, en sus países, presidencias, ministerios, comandancias o embajadas.

—Son los líderes del futuro— explica Robert McNamara, ministro de Defensa de los Estados Unidos.

Vigilantes ante el cáncer que acecha, estos militares cortarán las manos a quien ose cometer reforma agraria o nacionalización y arrancarán la lengua de respondones y preguntones.

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Caosmeando

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