jueves, 18 de septiembre de 2008

Las once mil vergas (III)

Al llegar ante la puerta del viceconsulado de Servia, Mony orinó copiosamente contra la fachada, luego llamó. Un albanés vestido con unas enagüillas blancas vino a abrirle. Rápidamente el príncipe Vibescu subió al primer piso. El vicecónsul Bandi Fornoski estaba completamente desnudo en su salón. Acostado en un mullido sofá, lucía una firme erección; cerca de él estaba Mira, una morena montenegrina que le hacía cosquillas en los testículos. Estaba igualmente desnuda y, como permanecía inclinada, su posición hacía sobresalir un hermoso culo, rollizo, moreno y velludo. Entre las dos nalgas se alargaba el surco bien marcado con sus pelos obscuros y se vislumbraba el orificio prohibido redondo como una pastilla.

Debajo, los dos muslos, vigorosos y largos, se estiraban, y como su posición forzaba a Mira a separarlos quedaba visible el coño, grueso, espeso, bien cortado y sombreado por una espesa guedeja completamente negra. Ella no se interrumpió cuando entró Mony. En otro rincón, encima de un canapé, dos precio­sas muchachas de gran culo se acariciaban lanzando suaves “¡ah!” de voluptuosidad. Mony se desembarazó rápidamente de sus ropas, luego el pene completamente erecto al aire, se abalanzó sobre las dos bacantes intentando separarlas. Pero sus manos resbalaban sobre los cuerpos húmedos y tersos que se escurrían como serpientes. Entonces, viendo que babeaban de voluptuosidad, y furioso al no poder compartirla, se puso a golpear con toda la ma­no el gran culo blanco que se encontraba a su alcance.

Como esto parecía excitar considerablemente a la propietaria de ese gran culo, se puso a pegar con todas sus fuerzas, tan fuerte que venciendo el dolor a la voluptuosidad, la bella muchacha a la que había vuelto rosa el precioso culo blanco, se incorporó encolerizada diciendo:
–Puerco, príncipe de los enculados, no nos molestes, no queremos tu abultado miembro. Ve a dar tu azúcar de cebada a Mira. Déjanos amarnos. ¿No es eso, Zulmé?

–¡Sí! Tone –respondió la otra muchacha. El príncipe blandió su enorme miembro gritando:

–¡Cómo, cochinas, todavía y siempre pasándoos la mano por entre las piernas!

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Caosmeando

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