martes, 11 de diciembre de 2007

Futuro imperfecto

Giraremos el pomo de la puerta
que da a ningún lugar, ninguna parte
cuyo significado conozcamos,
querremos el mar y sus aristas
bajo el vacío abismo del futuro
-como una sombra que es orden y mordaza
del silencio profundo del presente
y el recuerdo estruendoso del pasado-
un azul rotundo, ya casi opaco,
que nos engulle con la amenazante
incertidumbre del desconocido.

Cuando esperamos hechos posibles
sólo la soledad nos acompaña.

Elena Medel

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Tom Jones


She´s Lady

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Prometeo X-VII

VII
¡Arriba, pensadores! que en la lucha
se templa y fortalece
vuestra raza inmortal, nunca domada,
que lleva por celeste distintivo
la chispa de la audacia en la mirada
y anhelos infinitos en el alma;
en cuya frente altiva
se confunden y enlazan
el laurel rumoroso de la gloria
y del dolor la mustia siempreviva!

¡Arriba, pensadores!
¡Que el espíritu humano sale ileso
del cadalso y la hoguera!
Vuestro heraldo triunfal es el progreso
y la verdad la suspirada meta
de vuestro afán gigante.
¡Arriba! que ya asoma el claro día
en que el error y el fanatismo expiren
con doliente y confuso clamoreo!
Ave de esa alborada es el poeta,
hermano de las águilas del Cáucaso,
que secaron piadosas con sus alas
la ensangrentada faz de Prometeo!

Olegario Víctor Andrade,Prometeo



Y aquí termina el Poema en cuestión, pero tranquilos que ya tengo algunas cosillas más.

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Pink Floyd


Another Brick in the Wall


Hey you

Genialidad.

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Diarios de guerra XIV

1 de Mayo:
Ha sido un día extraño hoy. Si, sé que contamos con el factor sorpresa… pero no sé… todo está demasiado quieto. Iniciamos la marcha a las 5:00 am. Debíamos completar un total de 60 km. Llevamos una buena marcha y llegamos a la “cruz” fijada en el mapa a las 14:44 -tres horas antes de lo previsto-. Mejor, más tiempo para “Baltasar”. Los muchachos no se han separado de mí en ningún momento, parece que se siente seguros a mi lado, eso me da ánimos. Marchamos todo el camino cubriendo el flanco derecho del Noveno. Ni un solo indicio de actividad enemiga, ni una patrulla de reconocimiento, ni una mina antipersonas, ni tan siquiera un maldito francotirador o restos de algún pequeño asentamiento. Ni rastro, ya lo dije, extraño, perturbador. Cada día empiezo a tener más presente la sensación de que el enemigo siempre va un par de pasos por delante de nosotros. Levantamos campamento a las 16:30, después de comer. Pequeña reunión de oficiales-ultimar detalles- sin novedad, el ataque será al alaba. Luego charla con mi pelotón, palabras de ánimo y unos cuantos consejos, útiles si se tiene el valor necesario-cojones-. Ellos los tienen, no me cabe la menor duda…

Todos a descansar a las 20:35 horas menos los turnos asignados de guardia. Esta noche apenas dormiré, nunca lo hago “antes de”.

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Prometeo X-VI

VI
¿Qué es aquello que cruza
con planta soberana,
sembrando mundo y encendiendo estrellas
por la extensión callada?
Si se posa en la cumbre,
la cumbre se despierta sonrosada,
como el ósculo tibio de la aurora
despierta enrojecida la mañana;

si baja a la pradera,
dormida en brazos de la niebla fría,
la pradera galana
con su velo de novia se atavía,
y al rumor misterioso de su huella
se ciñe el viejo bosque
su corona bella;
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si el mar desciende -que la espalda encorva
como esclavo sumiso
para besar su turbulenta planta-,
el mar abre su seno
y el más sublime de sus himnos canta:
el himno con que arrulla
el sueño de los negros promontorios,
centinelas inmóviles del mundo,
y le enseña, latiendo en sus entrañas,
de las faunas y floras venideras,
el légamo fecundo.

Las tenebrosas puertas del pasado
rechinan a su empuje omnipotente,
y se alzan en tropel a su presencia,
desde el fondo del caos petrificado,
las formas y las razas extinguidas
en cuya adusta frente,
el ojo de la ciencia deletrea
el verdadero Génesis del mundo,
que la leyenda bíblica falsea!

Todo a su paso vive, alienta, brota:
el mar, el monte, la desierta esfera;
y a su soplo creador todo se expande,
palpita y reverbera.
Levanta el polo mudo,
como un arco triunfal para que pase,
sus montañas de hielo,
y enciende presuroso
sus gigantescas lámparas el Ande
para alumbrarle el tránsito del cielo!

El es soberano, el heredero
del cetro de la tierra,
por su inmenso poder transfigurada!
No hay piélago ni abismo
que no rasque su seno a su mirada.
El guerrero inmortal que en cruda guerra
destronó el paganismo
y rompió las cadenas que arrastraba
la pobre humanidad esclavizada.

Es la chispa divina
encendida en las bóvedas oscuras
de la conciencia humana,
que todo lo ilumina;
el signo de una raza de titanes
destinada a la lucha y al martirio:
"¡la raza prometeana!"

En la cruz, en la hoguera,
en el árido islote, en el desierto,
en el claustro sombrío, dondequiera
vierte su sangre a amares
que los helados páramos caldea,
su sangre, que los cauces seculares
de la historia, desata
las corrientes eternas de la idea!

Hermanos son en el dolor, y hermanos
en la fe y en la gloria
cuantos despejan la futura ruta
con la luz inmortal del pensamiento.
Ya mueran en el Gólgota, ya apuren
de Sócrates severo
la rebosante copa de cicuta,
ya nuevo Prometeo,
al torvo fanatismo desafíe
sobre Roma, montaña de la historia,
el viejo Galileo!

Olegario Víctor Andrade,Prometeo


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Que trabajen ellos (7)

Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la
industria. Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo.
Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y
a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por elplacer que da al consumidor.

Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras
frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar
derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para
emplearlo como creyera conveniente.
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Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la educación vaya más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se proponga, en parte, despertar
aficiones que capaciten al hombre para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que pudieran considerarse
pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de
existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones
urbanas han llegado a ser en su mayoría pasivos: ver películas, presenciar
partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente.
Ello resulta del hecho de que sus energías activas se consumen completamente
en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.

En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social;esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes,
contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes,
descubrió las ciencias; escribió los libros, inventó las filosofías y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese
salido de la barbarie.

El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros
de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era
excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero
contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que
jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los
cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las universidades
proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un
gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios
de expresión suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre
al que se le ocurre alguna línea de investigación original se sienta desanimado.
Las instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que
quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.

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El barril de amontillado

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
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Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.
—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. Vamos.
—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo.
Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
—¿Y el barril? —preguntó.
—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
—¿Salitre? —me preguntó, por fin.
—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
—No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Se llevó la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
—Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.
—He olvidado cuáles eran sus armas.
—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
—¿Y cual es la divisa?
—Nemo me impune lacessit
—¡Muy bien! —dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. Él repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprende usted? —preguntó.
—No —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenece usted a la masonería?
—Sí, sí —dije—; sí, sí.
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
—Un masón —repliqué.
—A ver, un signo —dijo.
—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo, retrocediendo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Se apoyó pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.
En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo.
Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.
El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
—El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
—Sí —dije—; vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
—¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

Edgar Allan Poe

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Prometeo X-V

V
¡Ya el gigante está en pie! ya la montaña,
ara de su martirio,
que empapó con la sangre de su entraña
y aturdió en la embriaguez de su delirio;
la montaña, testigo dolorido
de su tremenda historia,
es su negro caballo de pelea:
¡el pedestal soberbio de su gloria!

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¿Qué ve en la inmensidad desconocida
que su impaciencia calma,
y otra vez avasalla
con cadenas de asombros a su alma?
Ve alzarse en el confín del horizonte,
del espacio en los ámbitos profundos
sobre la excelsa cúspide de un monte
que se estremece inquieta,
y en medio del espanto de los mundos,
de una cruz la fantástica silueta!

"¡Al fin puedo morir! grita el gigante
con sublime ademán y voz de trueno.
Aquella es la bandera de combate,
que en el aire sereno,
o al soplo de pujantes tempestades
va a desplegar el pensamiento humano
teñida con al sangre de otro mártir,
-Prometeo, cristiano-,
para expulsar del orgulloso Olimpo
las caducas deidades!

"Es un nuevo planeta, que aparece
tras los montes salvajes de Judea,
para alumbrar un ancho derrotero
a la conciencia humana.
El germen fulgurante de la idea,
que arrebaté al Olimpo despiadado:
la encarnación gigante de mi raza,
"¡la raza prometeana!"

"¡Al fin puedo morir! Hijo de Urano,
llevo sangre de dioses en las venas,
sangre que al fin se hiela!
Aquel que me sucede, hijo del hombre,
lleva el fuego sagrado
que eternamente riela,
ya lo azoten los siglos con sus alas
o el viento furibundo,
el fuego del espíritu, heredero
del imperio del mundo."

Dijo, y cayó como la vieja encina
que troncha el leñador con golpe rudo.
La montaña tembló; y el negro Ponto
se enderezó, sañudo,
para asistir a su hora postrimera,
y las gentiles hijas del Océano
bajaron presurosas
y en torno a su cadáver encendieron
de perfumadas leñas una hoguera!

Olegario Víctor Andrade,Prometeo


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sintítulo III

Fóllate mil putas,
bebe ginebra&cicuta,
Balbucea "hasta nunca",
tiro en la nuca
y pa´ la tumba.

Y dejando paso al siguiente.

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Chicho Sánchez Ferlosio



En el youtube se encuentra de tó, hasta a Chicho Sánchez Ferlosio cantándoles a Durruti, Ascaso y García Oliver en el documental de Boadella sobre el primero.

Si alguien está interesado que pruebe de descargarse el disco A contratiempo que debe ser de lo poco que publicó. La letra de la canción que pone nombre al disco es de García Calvo:

Carabelas de Colón,
Todavía estáis a tiempo:
Antes que el día os coja,
Virad en redondo presto,
Presto;

Tirad de escotas y velas,
pegadle al timón un vuelco,
y de cara a la mañana
desandad el derrotero,
atrás, a contratiempo.
Mirad que ya os lo aviso,
Mirad que os lo prevengo,
Que vais a dar con un mundo
Que se llama el Mundo Nuevo,
Nuevo,

Que va a hacer redondo el mundo,
Como manda Tolomeo
Para que girando siga
Desde lo mismo a lo mesmo.
Atrás, acontratiempo!
Por delante de la costa
Cuelga un muro de silencio:
Si lo rompéis, chocaréis
Con terremotos de hierro
Hierro,

Agua irisada de grasas
Y rompeolas de huesos;
De fruta de cabecitas
Veréis los árboles llenos,
Atrás, a contratiempo!
¿A orza, a orza, palomas!
Huíd a vela y a remo:
El mundo que vais a hacer,
Más os valiera no verlo,
Verlo:

Hay montes de cartón-piedra
Ríos calientes de sebo,
Arañas de veinte codos,
Sierpes que vomitan fuego.
Atrás, a contratiempo!
Llueve azufre y llueve tinta
Sobre selvas de cemento;
Chillan colgados en jaulas
Crías de monos sin pelo,
Pelo;

Los indios pata-de-goma
Vistiendo chapa de acero,
Por caminos de betún
Ruedan rápidos y serios.
Atrás, a contratiempo!
Por las calles trepidantes
Ruge el león del desierto;
Por bóvedas de luz blanca
Revuelan pájaros ciegos
Ciegos;


Hay un plátano gigante
En medio del cementerio,
Que echa por hojas papeles
Marcados de cifra y sello.
Atrás, a contratiempo!
Sobre pirámides rotas
Alzan altares de hielo,
Y adoran un dios de plomo
De dientes de oro negros,
Negros;

Con sacrificios humanos
Aplacan al Dios del Miedo
Corazoncitos azules
Sacan vivos de los pechos.
Atrás a contratiempo!
Trazan a tiros los barrios,
A escuadra parten los pueblos;
Se juntan para estar solos,
Se mueven para estar quietos,
Quietos;

Al avanzar a la muerte
Allí lo llaman progreso;
Por túneles y cañones
Sopla enloquecido el Tiempo.
Atrás, a contratiempo!
Por eso, carabelitas
Oíd, si podéis, consejo:
No hagáis historia; que sólo
Lo que está escrito está hecho,
Hecho

Con rumbo al sol que os nace,
Id el mapa recogiendo;
Por el Mar de los Sargazos
Tornad a Palos, el puerto,
Atrás, a contratiempo!
Monjitas arrepentidas,
Entrad en el astillero;
Os desguacen armadores,
Os coman salitre y muergos,
Muergos,

Dormid de velas caídas
Al son de los salineros
Y un día, de peregrinas,
Id a la sierra subiendo,
Atrás, a contratiempo
Volved en Sierra de Gata
A crecer pinos y abetos,
Criar hojas y resina
Y hacerles burla a los vientos,
Vientos,
Allí el aire huele a vida;
Se siente rodar el cielo;
Y en las noches de verano
Se oyen suspiros y besos

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Caosmeando

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