Además de Marcela estaban allí otras tres muchachas hermosas y dos
jóvenes el mayor de los ocho no tenía todavía diecisiete años y la
bebida había producido un cierto efecto pero aparte de mí y de
Simona nadie se había excitado como planeábamos. Un fonógrafo
nos sacó del problema. Simona empezó a bailar un chárleston frenético
y mostró hasta el culo sus piernas, y las otras jóvenes invitadas a bailar
de la misma manera estaban demasiado excitadas para preocuparse.
Llevaban, claro, calzones, pero movían tanto el culo que no escondían
gran cosa. Sólo Marcela, ebria y silenciosa, se negó a danzar.
Finalmente, Simona, que fingía estar absolutamente borracha,
tomó un mantel y levantándolo con la mano propuso una apuesta.
—Apuesto, dijo, a que hago pipí en el mantel frente a todo el mundo.
Se trataba, en principio, de una ridícula reunión de jovenzuelos por
lo general habladores y pretenciosos. Uno de los muchachos la desafió
y la apuesta se fijó a discreción... es evidente que Simona no dudó un
solo instante y empapó el mantel. Pero este acto alucinante la conmo-
vió visiblemente hasta la médula, tanto que todos los jovenzuelos
empezaron a jadear.
—Puesto que es a discreción, dijo Simona al perdedor, voy a quitarte
el pantalón ante todo el mundo. Esto lo hizo sin ninguna dificultad.
Una vez que le quitó el pantalón, Simona le quitó también la camisa
(para evitar que hiciese el ridículo). Sin embargo no había pasado
todavía nada grave: Simona apenas había acariciado ligeramente a su
joven amigo totalmente embelesado, borracho y desnudo. Pero ella
sólo pensaba en Marcela que desde hacía algún rato me suplicaba que
la dejara partir. —Le prometimos que no la tocaríamos, Marcela, ¿por
qué se quiere ir?, le pregunté.
—Porque sí, respondía con obstinación, al tiempo que una violenta
cólera se apoderaba poco a poco de ella.
De repente Simona cayó en el piso con gran terror de los demás. Una
convulsión cada vez más fuerte la agitaba, tenía las ropas en desorden,
el culo al aire, como si tuviese un ataque de epilepsia, y al rodar a los
pies del muchacho que había desvestido, pronunciaba palabras casi
desarticuladas: “méame encima... méame en el culo”... repetía como si
tuviera sed.
Marcela miraba este espectáculo con fijeza: se había puesto de color
carmesí. Entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que quería quitarse el
vestido; yo se lo arranqué a medias, y luego su ropa interior; sólo
conservó sus medias y su liguero, y habiéndose dejado masturbar y
besar en la boca por mí, atravesó el cuarto como una sonámbula para
alcanzar un gran armario normando donde se encerró después de
haber murmurado algunas palabras a la oreja de Simona.
Quería masturbarse en el armario y nos suplicaba que la dejáramos
tranquila.
Hay que advertir que todos estábamos muy borrachos y completamente
trastornados por lo que había pasado. El muchacho desnudo se
la hacía mamar por una joven. Simona, de pie, y con las faldas alzadas,
frotaba su culo desnudo contra el armario en movimiento en donde se
oía a la muchacha masturbarse con un jadeo brutal. Y de repente
sucedió una cosa increíble: un extraño ruido de agua seguido de la
aparición de un hilo y luego de un chorro de agua por debajo de la
puerta del armario: la desgraciada Marcela orinaba dentro, al tiempo
que se masturbaba. La carcajada absolutamente ebria que siguió
degeneró rápidamente en una orgía con caída de cuerpos, piernas y
culos al aire, faldas mojadas y semen.
domingo, 12 de julio de 2009
La historia del ojo (5)
Publicado por Uno, trino y plural a las 18:36 0 comentarios
Etiquetas: La historia del ojo, literatura
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