miércoles, 19 de diciembre de 2007

El Reincidente

Del libro Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, de nuestro imprescindible Rafael Sánchez Ferlosio, traemos aquí una hermosa fábula:

El lobo, viejo, desdentado, cano, despeluchado, desmedrado, enfermo, cansado un día de vivir y de hambrear, sintió llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador.
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Noche y día caminó por cada vez más extraviados andurriales, cada vez más arriscadas serranías, más empinadas y vertiginosas cuestas, hasta donde el pavoroso rugir del huracán en las talladas cresterías de hielo se trocaba de pronto, como voz sofocada entre algodones, al entrar en la espesa cúpula de niebla, en el blanco silencio de la Cumbre Eterna. Allí, no bien alzó los ojos -nublada la visión, ya por su propia vejez, ya por el recién sufrido rigor de la ventisca, ya en fin por lágrimas mezcladas de autoconmiseración y gratitud- y entrevió las doradas puertas de la Bienaventuranza, oyó la cristalina y penetrante voz del oficial de guardia, que así lo interpelaba:

«¿Cómo te atreves siquiera a aproximarte a estas puertas sacrosantas, con las fauces aún ensangrentadas por tus últimas cruentas refecciones, asesino?»

Anonadado ante tal recibimiento y abrumado de insoportable pesadumbre, volvió el lobo la grupa y, desandando el camino que con tan largo esfuerzo había traído, se reintegró a la tierra y a sus querencias y frecuentaderos, salvo que en adelante se guardó muy bien, no ya de degollar ovejas ni corderos, que eso la pérdida de los colmillos hacía ya tiempo se lo tenía impedido, sino incluso de repasar carroñas o mondar osamentas que otros más jóvenes y con mejores fauces hubiesen dado por suficientemente aprovechadas. Ahora, resuelto a abstenerse de tocar cosa alguna que de lejos tuviese algo que ver con carnes, hubo de hacerse merodeador de aldeas y caseríos, descuidero de hatos y meriendas. Las muelas, que, aunque remeciéndosele ya las más en los alvéolos, con todo conservaba, le permitían roer el pan; pan de panes recientes cuando la suerte daba en sonreír, pan duro de mendrugos casi siempre. Viviendo y hambreando bajo esta nueva ley permaneció, pues, en la tierra y en la vasta espesura de su monte natal por otro turno entero de inviernos y veranos, hasta que, doblemente extenuado y deseoso de descanso tras esta a modo de segunda vuelta de una antes ya larga existencia, de nuevo pareció llegado el día de merecer reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador. Si la ascensión hasta la Cumbre Eterna había sido ya acerba la primera vez, cuán más no se le habría vuelto ahora, de no ser por el hecho de que la disminución de vigor físico causada por aquel recargo de vejez sobreañadido sería sin duda compensada en mayor o menor parte por el correspondiente aumento del ansia de descanso y bienaventuranza. El caso es que de nuevo llegó a alcanzar la Cumbre Eterna, aunque tan insegura se le había vuelto la mirada que casi no había llegado siquiera a vislumbrar las puertas de la Bienaventuranza cuando sonó la esperada voz del querubín de guardia:

«¿Así es que aquí estás tú otra vez, tratando de ofender, con tu sola presencia ante estas puertas, la dignidad de quienes por sus merecimientos se han hecho acreedores a franquearlas y gozar de la Eterna Bienaventuranza, pretendiéndote igualmente merecedor de postularla? ¿A tanto vuelves a atreverte tú? ¡Tú, ladrón de tahonas, merodeador de despensas, salteador de alacenas! ¡Vete! ¡Escúrrete ya de aquí, tal como siempre, por lo demás, has demostrado que sabes escurrirte, sin que te arredren cepos ni barreras ni perros ni escopetas!»

¡Quién podrá encarecer la desolación, la amargura, el abandono, la miseria, el hambre, la flaqueza, la enfermedad, la roña, que por otros más largos y más desventurados años se siguieron! Aun así, apenas osaba ya despuntar con las encías sin dientes el rizado festón de las lechugas, o limpiar con la punta de la lengua la almibarada gota que pendía del culo de los higos en la rama, o relamer, en fin, una por una, las manchas circulares dejadas por los quesos en las tablas de los anaqueles del almacén vacío. Pisaba sin pisar, como pisa una sombra, pues tan liviano lo había vuelto la flaqueza, que ya nada podía morir bajo su planta por la sola presión de la pisada. Y al cabo volvió a cumplirse un nuevo y prolongado turno de años y, como era tal vez inevitable, amaneció por tercera vez el día en que el lobo consideró llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador.

Partió invisible e ingrávido como una sombra, y era, en efecto, de color de sombra, salvo en las pocas partes en las que la roña no le había hecho caer el pelo ; donde lo conservaba, le relucía enteramente cano, como si todo el resto de su cuerpo se hubiese ido convirtiendo en roña, en sombra, en nada, para dejar campear más vivamente, en aquel pelo cano, tan sólo la llamada de las nieves, el inextinto anhelo de la Cumbre Eterna. Pero, si ya en los dos primeros viajes tal ascensión había sido excesiva para un lobo anciano, bien se echará de ver cuán denodado no sería el empeño que por tercera vez lo puso en el camino, teniendo en cuenta cómo, sobre aquella primera y, por así decirlo, natural vejez del primer viaje, había echado encima una segunda y aun una tercera ancianidad, y cuán sobrehumano no sería el esfuerzo con que esta vez también logró llegar. Pisando mansa, dulce, humildemente, ya sólo a tientas reconoció las puertas de la Bienaventuranza; apoyó el esternón en el umbral , dobló y bajó las ancas, adelantó las manos, dejándolas iguales y paralelas ante el pecho, y reposó finalmente sobre ellas la cabeza. Al punto, tal como sospechaba, oyó la metálica voz del querubín de guardia y las palabras exactas que había temido oír:

«Bien, tú has querido, con tu propia obstinación, que hayamos acabado por llegar a una situación que bien podría y debería haberse evitado y que es para ambos igualmente indeseable. Bien lo sabías o lo adivinabas la primera vez; mejor lo supiste y hasta corroboraste la segunda; ¡y a despecho de todo te has empeñado en volver una tercera! ¡Sea, pues! ¡Tú lo has querido! Ahora te irás como las otras veces, pero esta vez no volverás jamás. Ya no es por asesino. Tampoco es por ladrón. Ahora es por lobo».

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Prometeo XVII

PROMETEO LIBERTADO

Tú bajaste, entre todas las ráfagas del cielo:
al modo de un espíritu o de un pensar, que agolpa
inesperadas lágrimas en ojos insensibles,
o como los latidos de un corazón amargo
que debiera tener ya la paz, descendiste
en cuna de borrascas; así tú despertabas,
Primavera, ¡oh, nacida de mil vientos! Tan súbita
te llegas, como alguna memoria de un ensueño
que se ha tornado triste, pues fué dulce algún día,
y como el genio o como el júbilo que eleva
de la tierra, vistiendo con las doradas nubes
el yermo de la vida.
La estación llegó ya, y el día: esta es la hora;
has de venirte cuando sale el sol, dulce hermana:
¡llega, al fin, deseada tanto tiempo, y remisa!
¡Qué lentos, cual gusanos de muerte los instantes!
El punto e una estrella blanca aun tiembla, en lo hondo
de esa luz amarilla del día que se agranda
tras montañas de púrpura: a través de una sima
de la niebla que el viento divide, el lago oscuro
la refleja; se apaga; ya vuelve a rutilar
al desvaírse el agua, mientras hebras ardientes
de las tejidas nubes arranca el aire pálido:
¡se pierde! Y en los picos de nieve, como nubes,
la luz del sol, rosada, ya tiembla. ¿No se oye
la eólica música de sus plumas, de un verde
marino, abanicando al alba carmesí?...

Percy Bysshe Shelley, versión deMàrie Montand.


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Construcción de un rincón (2)

El erizo despierta al fin en su nido de hojas secas,
y acuden a su memoria todas las palabras de su lengua,
que, contando los verbos, son poco más o menos
veintisiete.


Luego piensa: El invierno ha terminado,
Soy un erizo, Dos águilas vuelan sobre mí;
Rana, Caracol, Araña, Gusano, Insecto,
¿En qué parte de la montaña os escondéis?
Ahí está el río, Es mi territorio, Tengo hambre.


Y vuelve a pensar: Es mi territorio, Tengo hambre,
Rana, Caracol, Araña, Gusano, Insecto
¿En qué parte de la montaña os escondéis?


Sin embargo, permanece quieto, como una hoja seca más,
porque aún es mediodía, y una antigua ley
le prohíbe las águilas, el sol y los cielos azules.


Pero anochece, desaparecen lás águilas, y el erizo,
Rana, Caracol, Araña, Gusano, Insecto,
Desecha el río y sube por la falda de la montaña,
Tan seguro de sus púas como pudo estarlo
un guerrero de su escudo, en Esparta o en Corinto;


Y de pronto atraviesa el límite, la línea
que separa la tierra y la hierba de la nueva carretera,
de un solo paso entra en tu tiempo y el mío;
Y como su diccionario universal
no ha sido corregido ni aumentado
en estos últimos siete mil años,
no reconoce las luces de nuestro automóvil,
y ni siquiera se da cuenta de que va a morir.

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