Un poema de Metales pesados, de Carlos Marzal
Aunque es siempre confusa la frontera
que separa las almas de los cuerpos,
y aunque ambos se contienen y socorren,
y nada significan el uno sin el otro
-porque no somos más que espíritu carnal,
no somos otra cosa más que carne pensante-,
si eludimos la ciénaga de las definiciones,
la alta especulación de los filósofos,
si fingimos volver la espalda a las doctrinas
que han procurado comprender al hombre,
parece que la ciencia del instinto
distingue, irreflexiva, entre el cuerpo y el alma,
igual que atribuimos distintas realidades
a cualquier instrumento y a su música.
Cuando un cuerpo se pulsa en otro cuerpo,
por obra de ese dios de las encrucijadas;
cuando la rutilante mecánica terrestre
dispone en su ebriedad combinatoria
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que una amalgama fiel e indescifrable
compuesta de recuerdos, de fluidos,
de obediencia animal, de ciego desamparo,
tropiece en el vacío con otro desamparo
de incomprensible linfa memoriosa,
suena una multitud de músicas unánimes.
Hay una melodía voraz que se ejecuta
en el puro sigilo de las pieles,
la usura de una esgrima sin más eco
que el mudo proceder del apetito,
ese ceremonial que nos consiente
usar como instrumento a los demás,
para que en ellos suene, mientras suena en nosotros,
la bárbara armonía delicada
que vive sometida en el deseo.
Es una percusión que nos recuerda,
al desandarnos rumbo a la semilla,
las leyes primigenias de la especie,
cuando aullábamos locos en el páramo,
después de haber saciado nuestro instinto.
Una octava más alto que el placer de la carne,
mientras suena su arpegio compartido,
se escucha un contrapunto milagroso
que desprende la carne y no es la carne,
que se alza inmaterial de la materia.
No nos importa entonces que los cuerpos
sean una entelequia del espíritu,
una alada quimera de la imaginación,
y la imaginación, junto con el espíritu,
un ensueño que ha urdido la conciencia,
un redoblado enigma irresoluble.
Los cuerpos, cuando suena esa canción ingrávida
que tañe el alma, quedan condenados a ser,
culpables de su propia sustancia satisfecha.
Se anuncia en ese instante el ángel de los raptos,
se nos muestra corpóreo en su forma intangible
y arrebata un compás del cántico secreto.
Para escuchar el himno enajenado,
no hace falta creer en la enajenación:
el himno nos transporta y nos abruma,
nos mece y nos doblega. No hace falta
profesar en el bando de los embebecidos,
porque el ángel del éxtasis acoge a los escépticos.
Sucede, y eso basta.
Ocurre, y eso es todo.
Cuando suena la melodía insólita,
se esfuman nuestras dudas y asentimos.
Por muchas suspicacias que hayamos cultivado,
la majestad del ángel nos serena,
y observamos el mundo bajo un prisma benévolo.
Mientras vibra en el éter ese compás de asombro
nos sentimos capaces de verter una lágrima
de intacta gratitud por seguir vivos.
Una sublime lágrima que otorgue
en su perfecta esencia compasiva
el don de redimir todos los daños.
Así que cuando atónitos escuchamos la música
que los dedos del ángel nos arrancan,
no hay incredulidad que venza nuestra fe.
Puede que ese aleteo,
esa hermética música febril,
no sean otra cosa más que fulguraciones
con que nuestros sentidos se extravían,
sencillas desventuras de alquimia cerebral.
Pero en su inacandescencia se alumbra el universo,
se consumen las sombras y las incertidumbres,
y durante un feliz instante portentoso
de extraña comunión con la materia
suena ese virtosismo de la carne,
alegre maestría ilusionada
que solemos nombrar con la palabra amor.
domingo, 14 de junio de 2009
Música de la carne
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