sábado, 28 de febrero de 2009

Poemas desde Guantánamo VIII

La lucha por la paz

La paz, dicen.
¿Paz de espíritu?
¿Paz en la Tierra?
¿Qué clase de paz?
Los veo hablar, discutir, pelear...
¿Qué clase de paz buscan?
¿Por qué matan?
¿Qué quieren lograr?
¿Por qué discuten? ¿Hablan por hablar?
¿Acaso es eso? ¿Sólo quieren matar?
¡Sí, claro!
Hablan, discuten, matan...
Luchan por la paz.»

Autor: Shakir Abdur Rahim Aamer

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Aleksandr Ródchenko

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jueves, 26 de febrero de 2009

Despeñándonos por la caosmolalia

De La inteligencia colectiva
, de Pierre Lévy. Traducido por el Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas de Cuba

La Tierra no es el suelo originario, ni el tiempo de los orígenes, sino el espacio-tiempo inmemorial, al que no se le puede asignar un origen, el espacio "siempre ya ahí" de la especie, que contiene y desborda el comienzo, el despliegue y el porvenir del mundo humano. La Tierra no es un planeta, ni incluso la biosfera, sino un cosmos donde los humanos están en comunicación con los animales, las plantas, los paisajes, los lugares y los espíritus. La Tierra es este espacio donde los hombres, las piedras, los vegetales, los animales y los dioses se encuentran, se hablan, fusionan y se separan para reconstruirse a perpetuidad. La Tierra es el lugar de las metamorfosis, las de Ovidio, las de Empédocles o de Lucrecia, las que pueblan los sueños de los aborígenes de Australia, las de todos los grandes relatos míticos.

En la Tierra todo es real, todo está presente, y la visión obtenida en trance, la palabra inspirada por los dioses no contradicen forzosamente el juicio prudente. En la gran Tierra nómada, el sueño y el despertar no son ciertamente confundidos, sino que se apoyan, se interpretan y se nutren uno del otro. Los animales viven en un nicho ecológico. El humano va inmediatamente más allá de todo nicho, el humano vive en una Tierra que él elabora y reelabora constantemente con sus lenguajes, sus instrumentos y edificios sociales complicados y sutiles donde no deja de implicar al cosmos. El hombre no vive en un nicho, como un perro, porque él observa las estrellas, porque inventa dioses que lo inventan, porque se atribuye el águila o el leopardo como antepasado, porque vive entre los signos, los relatos y los muertos. El hombre es el único animal que vive en el cosmos, que no pertenece solamente a una especie, sino que escoge sus Tótem. La humanidad es la especie consagrada a la Tierra, al cosmos de los animales y de las plantas que hablan, la especie consagrada al caosmos de las metamorfosis.

La revolución neolítica no ha suprimido evidentemente la gran Tierra nómada y salvaje, el "jardín" inmemorial. El inconsciente no es una buena palabra para explicar esta permanencia de la Tierra, porque nos habla de una pequeña esfera empobrecida, individual, familiar, de la que el cosmos ha sido excluido. La gran Tierra caosmica está siempre presente, resonando desde muy lejos bajo nuestros pasos, bajo el hormigón de los territorios, bajo los signos irrisorios del espectáculo. Atravesando las fronteras de las identidades, el coro de la Tierra canta aún su loca canción de ensueño y de vida, el canto que sostiene la existencia del mundo.

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I am the upsetter

Lee Scratch Perry

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martes, 24 de febrero de 2009

Octavio, el invasor

Un cuento de ciencia-ficción de Ana María Shua

Estaba preparado para la violencia aterradora de la luz y el sonido, pero no para la presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndose sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después del dolor y de la angustia del pasaje, esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación se le hacía presente.

Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse a lo que acababa de pasar, pero después de aquella experiencia había tenido unos meses de descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los sonidos y la luz llegan muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta. Sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado a otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero ¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se le escapó de la boca, y supo que algo se expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir.
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- Varón - dijo la partera -. Un varoncito sano y hermoso, señora.

- ¿Cómo lo va a llamar? - dijo el obstetra.

- Octavio - contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura felicidad física que sólo puede proporcionar la interrupción brusca del dolor.

Octavio descubrió, como una circunstancia más del horror en el que se encontraba inmerso, que era incapaz de organizar en percepción sus sensaciones: debía haber voces humanas, pero no podía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonidos que lo asfixiaba, otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de su cuerpo, la luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre algo tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había oído durante su convaleciente espera. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicablemente seguro, en paz. Allí estaba por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre se quedó, por primera vez en este mundo, profundamente dormido.

Despertó un tiempo después. Se sentía más lúcido y comprendía que ninguna preparación previa podría haber sido suficiente para responder coherentemente a las brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era Iógico que la transmigración no se hubiera intentado en especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el enemigo.

Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de la Tierra. O, al menos, sus principales rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de la diferencia entre la adquisición de una lengua en abstracto y su integración con los hechos biológicos y culturales en los que esa lengua se había constituido. La palabra «cabeza», por ejemplo, había comenzado a cobrar su verdadero sentido (o, al menos, uno de ellos), cuando la fuerza gigantesca que lo empujara hacia adelante lo había obligado a utilizar esa parte de su cuerpo, que latía aún dolorosamente, como ariete para abrirse paso por un conducto demasiado estrecho.

Recordó que otros como él habían sido destinados a las mismas coordenadas témporoespaciales. Se preguntó si algunos de sus poderes habrían sobrevivido a la transmigración y si serían capaces de utilizarlos. Consiguió enviar algunas débiles ondas telepáticas que obtuvieron respuesta inmediata: eran nueve y estaban allí, muy cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería necesario esperar antes de empezar a organizarse para proseguir con sus planes. Su cuerpo volvió a agitarse y a temblar incontroladamente y Octavio lanzó un largo aullido al que sus compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible, lloraron juntos la nostalgia del planeta natal.

Dos enfermeras entraron en la nursery.

- Qué cosa - dijo la más joven. - Se larga a llorar uno y parece que los otros se contagian, en seguida se arma el coro.

- Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y llevarlos a las habitaciones - dijo la otra, que consideraba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de oír siempre los mismos comentarios.

Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado, hasta la habitación donde lo esperaba su madre.

- Toc toc, ¡buenos días, mamita! - dijo la enfermera, que era naturalmente simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la propina.

Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y caótica, Octavio ya era capaz de reconocer aquéllas que se repetían y supo, entonces, que la mujer lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los demás ruidos ambientales. De acuerdo a sus instrucciones, Octavio debía lograr que se lo alimentara artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto físico con el enemigo.

- Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al pecho.

- Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero glucosado y cuando lo traen ya no tiene hambre - dijo la abuela de Octavio.

En el sanatorio no aprobaban la práctica del rooming-in, que consistía en permitir que los bebés permanecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery después de cada mamada. Hubo un pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que se comprobó que existía la autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba todavía en condiciones de enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mantenían ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llegaba a veces, alguna remota vibración.

Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez. Fue alzado por el aire hasta ese lugar cálido y mullido del que, a pesar de sus instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo le acarició la mejilla, no pudo evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran, desesperado, empezó a buscar frenéticamente alivio para la sensación quemante que le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía Octavio estaba succionando con avidez el pezón de su «madre». Odiándose a sí mismo, comprendió que toda su voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo de un ser humano. Las palabras «dulce» y «tibio» que, aprendidas en relación con los órganos que en su mundo organizaban la experiencia, le habían parecido términos simbólicos, se llenaban ahora de significado concreto. Tratando de persuadirse de que esa pequeña concesión en nada afectaría su misión, Octavio volvió a quedarse dormido.

Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación, permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante algunos segundos la mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran todavía totalmente incoordinados. Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces humanas y distinguía las palabras, aunque estaba lejos de haber aprehendido suficientes elementos de la cultura en la que estaba inmerso como para llegar a una comprensión cabal. Esperaba ansiosamente el momento en que sería capaz de una comunicación racional con esa raza inferior a la que debía informar de sus planes de dominio, hacerles sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.

Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse telepáticamente con él, sin obtener respuesta. Aparentemente el traidor había perdido parte de sus poderes o se negaba a utilizarlos. Como una descarga eléctrica, había sentido el contacto con esa masa roja de odio en movimiento. Lo llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro. Había formado parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos años, perdiéndose todo contacto con los que intervinieron en ella. Ale era un traidor a su mundo y a su causa: era lógico prever que trataría de librarse de él por cualquier medio.

Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza de su cuerpecito hasta volcarlo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza contra el piso, aullando de dolor. La mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale miraba espantado los magros resultados de su acción, que podía tener, en cambio, terribles consecuencias para su propia persona. Sin hacer caso dé él, la mujer alzó a Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo. Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta lograr que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco, Octavio trató de pensar en el momento en el que por fin llegaría a dominar la palabra, la palabra liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría en cambio para establecer la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor se complacía.

Frustrado en su intento de agresión directa y estrechamente vigilado por la mujer, el traidor tuvo que contentarse con expresar su hostilidad en forma más disimulada, con besos que se transformaban en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir las uñas. Sus abrazos le produjeron en dos oportunidades un principio de asfixia. La segunda vez volvió a rescatarlo la intervención de la mujer: Alejandro se había acostado sobre él y con su pecho le aplastaba la boca y la nariz, impidiendo el paso del aire.

De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había aprendido mucho. Cuando entendió que se esperaba de él una respuesta a ciertos gestos, empezó a devolver las sonrisas, estirando la boca en una mueca vacía que los humanos festejaban como si estuviera colmada de sentido. La mujer lo sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la cabeza todo lo posible, apoyándose en los antebrazos, para observar el movimiento de las calles. Algo en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para mirarlo y hacer comentarios.

- ¡Qué divino! - decían casi todos, y la palabra «divino», que hacía referencia a una fuerza desconocida y suprema, te parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez se estuviera descuidando en la ocultación de sus poderes.

- ¡Qué divino! - Insistía la gente.

- ¡Cómo levanta la cabecita! - Y cuando Octavio sonreía, añadían complacidos. - ¡Éste sí que no tiene problemas! - Octavio conocía ya las costumbres de la casa y la repetición de ciertos hábitos le daba una sensación de seguridad. Los ruidos violentos, en cambio, volvían a sumirlo en un terror descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración. Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya a entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo cuerpo. Le gustaba que lo introdujeran en agua tibia, que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su piel escaldadas por la orina, le gustaba mas que nada el contacto con la piel de la mujer. Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen.

Octavio se preguntaba si subsistían en toda su fuerza los poderes con que debía iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era evidente, ya no los tenía: desde allí, y a causa de su traición, debían haberlo despojado de ellos. En varias oportunidades se encontró por la calle con otros invasores y se alegró de comprobar que aún eran capaces de responder a sus ondas telepáticas. No siempre, sin embargo, obtenía contestación, y una tarde de sol se encontró con un bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que rechazó con fuerza su aproximación mental.

En la casa había también un hombre, pero afortunadamente Octavio no se sentía físicamente atraído hacia él, como le sucedía con la mujer. El hombre permanecía menos tiempo en la casa y aunque lo sostenía frecuentemente en sus brazos, Octavio percibía un halo de hostilidad que emanaba de él y que por momentos se le hacía intolerable. Entonces lloraba con fuerza hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada.

- ¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener a un bebe en brazos!

Un día, cuándo Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir algunos objetos con las manos torpemente, él y el hombre quedaron solos en la casa por primera vez, el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento preciso un chorro de orina que mojó la cara de su padre.

El hombre trabajaba en una especie de depósito donde se almacenaban en grandes cantidades los papeles que los humanos utilizaban como medio de intercambio. Octavio comprobó que estos papeles eran también motivo de discusión entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de qué se trataba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que, cuando se completaran los Planes de invasión, la mujer, que tanto y tan estrechamente había colaborado con el invasor, merecería gozar de algún tipo de privilegio. No habría, en cambio, perdón para los traidores. A Octavio comenzaba a molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro y hubiera querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aún para el enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes.

El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado sin apoyo.

- ¿Viste qué mirada tiene? A veces me parece que entiende todo - decía la mujer, que tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba.

- Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina - contestaba el doctor, riendo. Y Octavio devolvía una sonrisa que ya no era sólo una mueca vacía.

Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y podía mascullar unas pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando cada vez con más oportunidad y precisión su recurso preferido: el llanto. El destete no fue fácil porque el bebé parecía rechazar la comida sólida y no mostraba entusiasmo por el biberón. Octavio sabía que debía sentirse satisfecho de que un objeto de metal cargado de comida o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la mujer, pero no encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso: pronto llegaría el gran momento en que lograría pronunciar su primera palabra, y se contentaba con soñar en el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos, y a veces su vida anterior le resultaba tan difícil de recordar como un sueño.

Aunque la presencia de la mujer no le era ahora imprescindible, ya que su alimentación no dependía de ella, su ausencia se le hacía cada vez más intolerable. Verla desaparecer detrás de una puerta sin saber cuándo volvería, le provocaba un dolor casi físico que Se expresaba en gritos agudos. A veces ella jugaba a las escondidas, tapándose la cara con un trapo y gritando, absurdamente: «¡No tá mamá, no tá!». Se destapaba después y volvía a gritar: «¡Acá tá mamá!». Octavio disimulaba con risas la angustia que le provocaba la desaparición de ese rostro que sabía, embargo, tan próximo.

Inesperadamente, al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo, Octavio comenzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos desconocidos lo asustaban. Trató de racionalizar su terror diciéndose que cada persona nueva que veía podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los desconocidos produjo un cambio en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no sentía la vieja y tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor, que a su vez parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba a veces sin utilizar sus muestras de cariño para un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto lo comprendía ahora, qué próximo se sentía a él. Cuando la mujer, que había empezado a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al cuidado de otra persona, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su pena. Octavio había llegado al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos, pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terrestre, como si buscara algún lenguaje que pudiera aproximarlos.

Y por fin, llegó la palabra. La primera palabra, la utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer que estaba en la cocina, Octavio había dicho «Mamá» y ya era para entonces completamente humano, una vez más, la milenaria, la infinita invasión, había fracasado.

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lunes, 23 de febrero de 2009

El millonario que robó el sol

Una película de Zdenek Miler (¡qué lindo, qué tierno su topito!)

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Natalia

Un cuento de Agustín Cadena

Para Guadalupe



Natalia se detuvo ante la puerta del billar y esperó a que un muchacho pasara cerca.

-Oye -le dijo-, ¿No te quieres meter a ver si está mi hermano? Es uno de playera roja, muy moreno, chaparro. Dile que le hablo, ¿no?

El muchacho entró y, después de un momento, salió con el hermano de Natalia, que llevaba el taco en la mano.

-¿Qué pasó, no ha venido? -le preguntó ella ansiosamente.

Su hermano hizo un gesto con los labios y moviendo la cabeza.

-Quién sabe si venga -y volvió a meterse.

Natalia se recargó en la pared y levantó los ojos, como pidiendo ayuda a las ventanas altas de la casa de en frente. El sol la lastimó y ella no tuvo fuerzas para sostenerse en lo alto; su mirada cayó hasta el suelo como una moneda sin música.

"No llega", pensó después de casi tres horas de estar ahí. El sol de otoño, sin calentarla, le picaba en los brazos desnudos. Descansó una mano sobre el vientre de cinco meses de preñez. Si no fuera por eso, apostada ahí como estaba, parecería una puta. "Rafael..." Las horas seguían transcurriendo y él no llegaba. Natalia tenía mucha hambre y le dolía la cintura. Era adolescente, fea como su hermano. Hasta ahí oía las voces de los hombres en el billar, confusas; el rumor de la televisión que tenían para ver el futbol, el chocar incesante de las bolas.

Su hermano salió a asomarse y le dijo:

-Ya vete pa la casa. Rafael no va a venir. Ya no viene.

Pero Natalia siguió ahí, esperando, esperando. Sólo al crepúsculo decidió irse. Mañana volvería. Quiso hablarle a su hermano y dejarle algún recado para Rafael, pero no pasaba nadie y no quiso esperar más.

Adentro todos los hombres, incluso Rafael, despreciaban a su hermano.

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domingo, 22 de febrero de 2009

Montserrat Caballé en Il Trovatore

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sábado, 21 de febrero de 2009

Las once mil vergas (XLII)

Mony se dirigió hacia la tienda de Fedor.
Los durmientes se habían despertado y, después de lavarse, se vistieron.
Durante todo el día, se prepararon para la batalla, que comenzó hacia el atardecer. Mony, Cornaboeux y las dos mujeres se encerraron en la tienda de Fedor, que había ido a combatir en primera línea. Inmediatamente se oyeron los primeros cañonazos y los camilleros, transportando heridos, empezaron a llegar.
La tienda fue acondicionada como botiquín. Cornaboeux y las dos mujeres fueron utilizados para recoger a los moribundos. Mony se quedó solo con tres heridos rusos que deliraban.
Entonces llegó una dama de la Cruz Roja, vestida con un gracioso sobretodo de hilo crudo, y el brazal en el brazo derecho.
Era una hermosísima muchacha de la nobleza polaca. Tenía una voz tan dulce como la de los ángeles y, al oírla, los heridos volvían hacia ella sus ojos moribundos, creyendo ver a la Virgen.
Con su voz suave daba secamente órdenes a Mony. Este obedecía como un niño, asombrado de la energía de esta preciosa muchacha y del extraño fulgor que brotaba a veces de sus ojos verdes.
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De vez en cuando, su rostro seráfico se tornaba duro y una nube de vicios imperdonables parecía obscurecer su rostro. Se diría que la inocencia de esta mujer tenía intermitencias criminales. Mony la observó; se dio cuenta muy pronto de que sus dedos se entretenían más de lo necesario en las heridas.

Trajeron un herido cuya visión era horrible. Su cara estaba ensangrentada y su pecho abierto. La enfermera le curó con voluptuosidad. Había metido su mano derecha en el abierto agujero y parecía gozar del contacto con la carne palpitante.

De repente, la ávida mujer levantó los ojos y vio ante ella, al otro lado de la camilla, a Mony que la miraba sonriendo desdeñosamente.

Se ruborizó, pero él la tranquilizó:

–Calmaos, no temáis nada, comprendo mejor que nadie la voluptuosidad que debéis experimentar. Yo mismo tengo manos impuras. Gozad de estos heridos, pero no rehuséis mis besos.

En silencio ella bajó los ojos. Mony se colocó inmediatamente a su espalda. Le levantó las faldas y descubrió un culo maravilloso cuyas nalgas estaban tan apretadas que parecían haber jurado no separarse nunca.

Ella desgarraba febrilmente, y con una sonrisa angélica en los labios, la terrible herida del moribundo. Se inclinó para permitir que Mony gozara plenamente del espectáculo de su culo.
El le introdujo entonces su dardo entre los labios satinados del coño, a la manera de los perros, y con la mano derecha, le acariciaba las nalgas, mientras que con la izquierda debajo de las enaguas, buscaba el clítoris. La enfermera gozaba silenciosamente, crispando sus manos en la herida del moribundo, que gemía horriblemente. Expiró en el momento en que Mony descargaba. La enfermera le desalojó inmediatamente y, bajando los pantalones al muerto cuyo miembro estaba duro como el hierro, se lo hundió en el coño, gozando siempre silenciosamente y con el rostro más angelical que nunca.

Mony golpeó entonces ese culazo que se meneaba y cuyos labios del coño vomitaban y engullían rápidamente la cadavérica columna. Su verga recuperó pronto su primitiva rigidez y, colocándose detrás de la enfermera que estaba gozando, la enculó como un poseso.

Seguidamente, arreglaron sus ropas. Trajeron a un bello joven cuyos brazos y piernas habían sido arrancadas por la metralla. Ese tronco humano poseía todavía un hermoso miembro cuya firmeza era ideal. La enfermera, inmediatamente que quedó sola con Mony, se sentó sobre la verga del tronco que agonizaba y, durante esta desmelenada cabalgada, chupó el miembro de Mony, que descargó rápidamente como un carmelita. El hombre-tronco no estaba muerto; sangraba copiosamente por los muñones de los cuatro miembros. La ávida mujer le mamó la verga y le hizo morir bajo la horrible caricia. El esperma que resultó de esta chupada, ella se lo confesó a Mony, estaba casi frío, y ella parecía tan excitada que Mony, que se sentía agotado, le rogó que se desabrochara. Le chupó los pechos, luego ella se arrodilló y trató de reanimar la verga principesca masturbándola entre sus senos.

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viernes, 20 de febrero de 2009

Territorios de un cuerpo

Un poema de Jenaro Talens

Si yo te miro a ti,
que salga el sol o no salga
¿qué me importa a mí?

Camarón de la isla

1

Hermoso es el desorden de mi pensamiento.
Yo no sigo el ejemplo de los más ancianos:
busco lo mismo que buscaban.
Por eso, en esta diáspora de ti,
sé que el silencio que nos cubre es esto,
dos bultos que se pliegan y se envuelven
para volver de nuevo hasta su soledad.
Compruebo que es abril, que el invierno
termina
y que incluso las flores son felices.
Soy como ellas, no pregunto nada;
y me limito a estar sobre tu cuerpo
como quien mira sin temor, de frente,
un eclipse
de sol.

II

Déjame ser el huésped de tu boca,
la lentitud con que el calor recorre tu desnudo.
Soy como el frío de una noche desierta,
pronto a buscar cobijo en los derrumbaderos
donde hace nido la melancolía.
Hay tanto resplandor, la luna es tanta
que me deslumbras con la calidez
de tu silencio, y me sumerjo en ti.
Nunca pensé una eternidad tan cerca.

III

Cada nuevo clima
es, al cabo, costumbre, y yo, extranjero.
El día ha caducado
y va a empezar la oscuridad.
Déjame que me oculte junto a ti,
en el frondoso bosque de unos ojos
donde no cesa de llover.
Acurrucado entre sus matorrales,
aguardaré a que tu pasión me señale el camino.
Sé que el aire es más dulce donde crece la luz.

IV

Estoy tumbado al borde de tu claridad,
en la suntuosidad de una batalla
donde ninguno es vencedor,
y hasta el olor del cuarto,
donde rugen, insomnes, tu apetito y mi sed,
florece sin saberlo, como un musgo surgido
de mi humedad tan tuya, de un sendero
que nos conduce hasta ese mar sin olas,
la tierra azul donde se desordena
el centro mismo de nuestro candor, la espuma
en que consiste toda esta explosión, y, al
fondo,
la lluvia que golpea las ventanas,
la lluvia siempre otra, insobornable,
con sus lentas espinas.

V

Apaga las estrellas,
desconecta el sol.
Quiero adentrarme a tientas
por los acantilados de tu piel,
reconstruir sobre tu boca
las letras, una a una,
con que dar nombre al fuego,
a la locura de saber que he visto
el cielo tan de cerca, o no, tan mío
que mi país se llama medianoche.
¿Quién eres? ¿Dónde estás? Qué importa,
si te elegí entre todas las estrellas.

VI

Descubrir los motivos de la aurora
es otra forma de pensarte,
asomado a la baranda del anochecer.
En cuanto a mí, no sé,
¿qué más puedo decirte?
Sólo que por tu causa
casi tuve el proyecto de durar.

VII

Detrás de mi silencio oíste “no”,
cuando quise decir un mar sin olas,
la polilla del tiempo, su escozor,
o el duermevela de un escalofrío.
De mi antigua ambición no queda nada,
quizá no más de un torpe balbuceo
quemado en el rescoldo de tu boca.
Déjame a solas con la muerte.
Para impregnarme de tu luz
fue necesaria la tiniebla.
Luego, al quebrar el alba,
con un desasosiego
que tiende a confundirse con la oscuridad
busco tus ojos en los míos
para que me confirmen que viví. ¿Me
entiendes?
También yo, como el sol, me pondré un día.
Escribiré un poema sin mujer, sin nada,
y al leer las palabras que dan forma a mi rostro
tal vez no adviertas que no estoy. Abrázame.
Pido la vez para apagar el sol.

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martes, 17 de febrero de 2009

16

Hay que tener en cuenta que el hombre usa el sistema decimal, (según una opinión bastante general debido a una circunstancia más o menos afortunada: por la simple razón de que tiene diez dedos entre las dos manos. A menudo se usa el cinco como base de numeración auxiliar). La palabra dígito y dedo tienen la misma raiz latina, por eso usamos una numeración con 10 dígitos o dedos.

Hubiera sido mucho más práctico usar un sistema de numeración basado en un número con más factores, como el 12 (3*2*2) o mejor todavía el 8 (2*2*2) o el 16 (2*2*2*2). Pero por suerte o por desgracia:

1. Los humanos tenemos diez dedos y
2. Los humanos contamos con los dedos (al menos al principio), porque están muy a mano.

Para contar de 1 a 10 es fácil, pero ¿qué pasa cuando hay que contar más de diez cosas?. Pues usamos las manos de un "amigo" para contar cuantas veces hemos usado los dedos de las nuestras, así "12", sería dos más una vez diez.

Otra circunstancia curiosa es que en el sistema de numeración que usamos los números se leen y escriben de derecha a izquierda, al revés del modo en que escribimos las palabras.

Cuando interpretamos números de varias cifras, hay que empezar por la derecha, el primer dígito son unidades, el siguiente decenas, es decir cuantos grupos de 10 elementos estamos contando. El siguiente centenas, es decir el número de grupos de 10 elementos de grupos de 10 elementos, o sea el número de grupos de 100 elementos. Y así sucesivamente.
El sistema hexadecimal, que es el rey de los sistemas de numeración, al menos en lo que respecta a los ordenadores.

Usa 16 dígitos, los archiconocidos 0 a 9 y para los otros seis se usan las letras A, B, C, D, E y F, que tienen valores 10, 11, 12, 13, 14 y 15, respectivamente. Se usan indistintamente mayúsculas y minúsculas.

Por ejemplo, un número hexadecimal 4F3D:

13 * 16^0 + 3 * 16^1 + 15 * 16^2 + 4 * 16^3 = 13 + 3 * 16+ 15 * 256 + 4 * 4096 = 20285

Este sistema de numeración tiene muchas ventajas:

* La conversión entre binario y hexadecimal es tan simple como en octal, la única diferencia es que los bits se agrupan de cuatro en cuatro. 0000 es 0, 0001 es 1, 0010 es 2 ... 1111 es F.
* El byte, es la unidad de memoria más usada por los ordenadores y agrupa ocho bits. Para codificar un número de 8 bits sólo se necesitan dos dígitos hexadecimales. El mayor número expresable por un byte, 11111111(binario), equivale a 255(decimal) y a FF(hexadecimal).
* Y para palabras de dos bytes (16 bits), se usan sólo cuatro dígitos hexadecimales. (El número 16 aparece mucho cuando se habla de ordenadores.)
* Para 32 bits: 8 dígitos hexadecimales, y sucesivamente.
Un gran problema con el sistema binario es la verbosidad. Para representar el valor 20210 se requieren ocho dígitos binarios, la versión decimal sólo requiere de tres dígitos y por lo tanto los números se representan en forma mucho más compacta con respecto al sistema numérico binario. Desafortunadamente las computadoras trabajan en sistema binario y aunque es posible hacer la conversión entre decimal y binario, ya vimos que no es precisamente una tarea cómoda. El sistema de numeración hexadecimal, o sea de base 16, resuelve este problema (es común abreviar hexadecimal como hex aunque hex significa base seis y no base dieciseis). El sistema hexadecimal es compacto y nos proporciona un mecanismo sencillo de conversión hacia el formato binario, debido a ésto, la mayoría del equipo de cómputo actual utiliza el sistema numérico hexadecimal. Como la base del sistema hexadecimal es 16, cada dígito a la izquierda del punto hexadecimal representa tantas veces un valor sucesivo potencia de 16, por ejemplo, el número 123416 es igual a:

1*163 + 2*162 + 3*161 + 4*160

lo que da como resultado:

4096 + 512 + 48 + 4 = 466010

Cada dígito hexadecimal puede representar uno de dieciséis valores entre 0 y 1510. Como sólo tenemos diez dígitos decimales, necesitamos inventar seis dígitos adicionales para representar los valores entre 1010 y 1510. En lugar de crear nuevos símbolos para estos dígitos, utilizamos las letras A a la F. La conversión entre hexadecimal y binario es sencilla.

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domingo, 15 de febrero de 2009

Here I am, baby

UB40

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De san Lázaro a Filipinas, Villalobos

La segunda expedición que partió desde México hacia el Pacífico fue organizada por el virrey novohispano Antonio de Mendoza, que consideraba de gran interés explorar y, en su caso, poblar y evangelizar las islas y territorios que correspondiesen a España. El mando recayó en un pariente suyo, Ruy López de Villalobos.
Integraban la flota seis embarcaciones de menor porte y 370 hombres de mar y guerra, además de cuatro agustinos y otros tantos sacerdotes seculares, que partieron del puerto de Navidad el 1 de noviembre de 1542. En su singladura pasaron por el archipiélago de Revillagigedo, y descubrieron algunas de las Marshall, que bautizaron del Coral o Los Corales, un grupo que nombraron de los Jardines, la isla de Matalotes, quizá de las Carolinas, y los Arrecifes, en las Palaos. El 2 de febrero de 1543 fondeaban en Mindanao, que por su grandiosidad llamaron Cesare Caroli. Desde Mindanao navegaron a la isla de Sarangani, donde Villalobos intentó, sin éxito, fundar una colonia abriendo las tierras al cultivo de maíz y otros cereales Desde Sarangani, primero, y desde Leyte, el 26 de agosto de 1543, zarpó la nao San Juan de Letrán, que al mando de Bernardo de Torres intentó retornar a México en demanda de ayuda para proseguir la campaña. Con rumbo nordeste, quizá alcanzaron los 30° de latitud, rebasando el archipiélago japonés de Kazan-Reto. Una fuerte borrasca les obligó a regresar a Leyte, a la que Villalobos llamó isla de Felipina en honor del futuro Felipe II, nombre que se extenderá a todo el archipiélago.
Entre tanto Villalobos intentó llegar a Leyte, pero el mal tiempo dispersó los barcos, que buscaron refugio en distintas islas; el suyo fue a recalar a las Molucas, primero en Gilolo y después en Tidore, adonde irán llegando los demás. Con ello contravenían, aunque por causa mayor,las instrucciones del virrey y del emperador de no penetrar en las aguas ni en las tierras que correspondían a los portugueses. El enfrentamiento entre ambos bandos pudo evitarse con la intervención del padre Santiesteban, agustino, que se entrevistó con el capitán portugués Jordán
de Freytas explicándole las razones de la forzosa presencia española
La San Juan protagonizó una nueva tentativa de regresar a Nueva España atravesando el Pacífico de este a oeste. Villalobos confió el mando al alférez mayor y maestre de campo Íñigo Ortiz de Retes, que partió de Tidore el 16 de mayo de 1545. Ante los fracasos anteriores por el norte, Retes buscó una ruta alternativa por el sur. En su navegación descubrieron diversas islas –Sevillana, Gallega y los Mártires– al norte de Nueva Guinea; de ésta costearon 250 leguas de su litoral septentrional, la nombraron Nueva Guinea por la similitud de sus pobladores con los de su homónima africana, y tomaron posesión de ella en nombre de España. La singladura siguió por el paralelo 3° de latitud sur, bautizando islas entre la línea equinoccial y la costa nordeste de Nueva Guinea, hasta llegar, el 27 de agosto, a las islas que llamaron de los Hombres Blancos –Anacoretas–, donde los pilotos, ante la imposibilidad de seguir navegando por los temporales, el 3 de octubre decidieron volver a Tidore.
Villalobos pactó con los portugueses la repatriación a España de sus hombres. El viaje comenzó en febrero de 1546 y concluyó en Lisboa el 1 de agosto de 1548. Llegaron 144 supervivientes, entre ellos Ortiz de Retes y García de Escalante, que dejó una Relación de este viaje. Villalobos había fallecido en Amboaina de fiebres palúdicas, recibiendo los auxilios espirituales de san Francisco Javier.

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jueves, 12 de febrero de 2009

Carta de Julio Cortázar a Roberto Fernández Retamar

París, 29 de octubre de 1967
Roberto, Adelaida, mis muy queridos: Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi casa, soy capaz de escribirles coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé irse los días como en una pesadilla, comprando periódico tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos cables y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones.

Entonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto, y entregué ese texto que debiste recibir y que vuelvo a enviarte aquí por si hay tiempo de que lo veas otra vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los mecanismos del télex y lo que pasa con las palabras y las frases.

Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti.

Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así, ciento cincuenta palabras, como sin uno pudiera sacarse las palabras del bolsillo como monedas. No creo que pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la retórica. Y eso no, sobre todo eso no. Lisandro me perdonará mi silencio, o lo entenderá mal, no me importa; en todo caso tu sabrás lo que siento. Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional. Y todo esto que te cuento también me averguenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces.

Recibiste, espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era mi única manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos los amigos de la Casa. Y para ti también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto que nació como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos más juntos.


Che
Yo tuve un hermano.

No nos vimos nunca
pero no importaba.

Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.

No nos vimos nunca
pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.

Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida.
Hasta siempre,
Julio

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martes, 10 de febrero de 2009

Último discurso ante la corte

Un poema de Bartolomeo Vanzetti

He estado hablando mucho de mí mismo
y ni siquiera había mencionado a Sacco.
Sacco también es un trabajador,
un competente trabajador desde su niñez, amante del trabajo,
con un buen empleo y un sueldo,
una cuenta en el Banco, y una esposa encantadora y buena,
dos niñitos preciosos y una casita bien arreglada
en el lindero de un bosque, junto a un arroyo.

Sacco es todo corazón, todo fe, todo carácter, todo un hombre;
un hombre, amante de la Naturaleza y de la Humanidad;
un hombre que lo dio todo, sacrificó todo
por la causa de la libertad y su amor a los hombres:
dinero, tranquilidad, ambición mundana,
su esposa, sus hijos, su persona
y su vida.

Sacco jamás ha pensado en robar, jamás en matar a nadie.
Él y yo jamás nos hemos llevado un bocado
de pan a la boca, desde que somos niños hasta ahora,
que no lo hayamos ganado con el sudor de la frente.
Jamás...
Ah, sí, yo puedo ser más listo, como alguien ha dicho;
yo tengo más labia que él, pero muchas, muchas veces,
oyendo su voz sincera en la que resuena una fe sublime,
considerando su sacrificio supremo, recordando su heroísmo,
yo me he sentido pequeño en presencia de su grandeza
y me he visto obligado a repeler
las lágrimas de mis ojos,
y apretarme el corazón
que se me atorozaba, para no llorar delante de él:
este hombre al que han llamado ladrón y asesino y condenado a muerte.

Pero el nombre de Sacco vivirá en los corazones del pueblo
y en su gratitud cuando los huesos de Katzmann
y los de todos vosotros hayan sido dispersados por el tiempo;
cuando vuestro nombre, el suyo, vuestras leyes, instituciones,
y vuestro falso dios no sean sino un borroso recuerdo
de un pasado maldito en el que el hombre era lobo para el hombre...

Si no hubiera sido por esto
yo hubiera podido vivir mi vida
charlando en las esquinas y burlándome de la gente.
Hubiera muerto olvidado, desconocido, fracasado.
Esta ha sido nuestra carrera y nuestro triunfo. Jamás
en toda nuestra vida hubiéramos podido hacer tanto
por la tolerancia, por la justicia, porque el hombre entienda
al hombre, como ahora lo estamos haciendo por accidente.
Nuestras palabras, nuestras vidas, nuestros dolores - ¡nada!
La pérdida de nuestras vidas -la vida de un zapatero
y un pobre vendedor de pescado- ¡todo!
Ese momento final es de nosotros,
esa agonía es nuestro triunfo.

Bartolomeo Vanzetti. Traducción de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal.

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La cosa

ICAIC 1962 Dirección: Harry Reade. Animación: Hernán Henríquez

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lunes, 9 de febrero de 2009

La vida que yo veo

Poema de Bernardo Atxaga. Música de Gabriel Sopeña. Voz de Loquillo.

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Las once mil vergas (XLI)

Hizo un signo al tártaro que desencoñó inmediatamente. Los dos se precipitaron sobre Mony y lo desarmaron. La mujer empuñó una verga y el tártaro, el knut. La mirada encendida por la ira, animados por la esperanza de vengarse, empezaron a azotar cruelmente al oficial que les había hecho sufrir. Fue inútil que Mony gritara y se debatiera, los golpes no perdonaron ningún rincón de su cuerpo. Sin embargo, el tártaro, temiendo que su venganza sobre un oficial tuviera consecuencias funestas, arrojó pronto su knut, contentándose, como la mujer, con una simple verga. Mony saltaba bajo la fustigación y la mujer se encarnizaba especialmente sobre el vientre, los testículos y el miembro del príncipe.

Mientras tanto, el danés, esposo de la muda, se había dado cuenta de su desaparición pues su hijita reclamaba el pecho de la madre. Tomó a la criatura en brazos y salió en busca de su mujer.
Un soldado le indicó la tienda donde estaba sin decirle lo que hacía allí. Loco de celos, el danés echó a correr, levantó la lona y penetró en la tienda. El espectáculo era poco común: su mujer, ensangrentada y desnuda, en compañía de un tártaro ensangrentado y desnudo, azotaba a un joven.
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El knut estaba tirado en tierra; el danés dejó a su hija en el suelo, empuñó el knut y golpeó con todas sus fuerzas a su mujer y al tártaro, que cayeron al suelo aullando de dolor.

Bajo los golpes, el miembro de Mony se había enderezado, tenía una enorme erección, contemplando esta escena conyugal.

La niñita lloraba en el suelo. Mony se apoderó de ella y, desfajándola, besó su culito rosado y su rajita gordezuela y lisa, luego colocándola sobre su miembro y tapándole la boca con una mano, la violó; su verga desgarró las carnes infantiles. Mony no tardó en gozar. Descargaba cuando el padre y la madre, dándose cuenta demasiado tarde de este crimen, se abalanzaron encima suyo.

La madre se apoderó de la niña. El tártaro se vistió deprisa y se eclipsó; pero el danés, con los ojos inyectados en sangre, levantó el knut. Iba a asestar un golpe mortal a la cabeza de Mony, cuando vio en tierra el uniforme de oficial. Su brazo descendió, pues sabía que un oficial ruso es sagrado, puede violar, robar, pero el mercachifle que ose ponerle una mano encima será colgado inmediatamente.
Mony comprendió todo lo que pasaba por la cabeza del danés. Se aprovechó de ello, se levantó y empuñó su revólver con rapidez. Con aire despreciativo ordenó al danés que se bajara los pantalones. Luego, apuntándole con el revólver, le ordenó que enculara a su hija. Las súplicas del danés fueron inútiles, tuvo que introducir su mezquino miembro en el tierno culo de la desmayada criatura.

Mientras tanto, Mony, armado con una verga y empuñando su revólver con la mano izquierda, hacía llover los golpes sobre la espalda de la muda, que sollozaba y se retorcía de dolor. La verga caía sobre una carne hinchada por los golpes precedentes, y el dolor que sufría la pobre mujer constituía un horrible espectáculo. Mony lo soportó con admirable valentía y su brazo se mantuvo firme hasta el momento en que el desgraciado padre hubo descargado en el culo de su hijita.

Entonces Mony se vistió, y ordenó a la danesa que hiciera lo mismo. Luego ayudó amablemente a la pareja a reanimar a la niña.
–Madre sin entrañas –dijo a la muda– su hija quiere mamar, ¿no lo ve?
El danés hizo señas a su mujer quien, castamente, desnudó su seno y dio de mamar a la criatura.
–En cuanto a usted –dijo Mony al danés- tenga cuidado, ha violado a su hija delante de mí. Puedo perderle. Vaya en paz. De ahora en adelante su suerte depende de mi buena voluntad. Si es discreto, le protegeré, pero si cuenta lo que ha pasado aquí, será colgado.
El danés besó la mano del despierto oficial vertiendo lágrimas de agradecimiento y se llevó consigo rápidamente a su mujer y a su hija.

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sábado, 7 de febrero de 2009

Construcción de un rincón (5)

Hedgehog
Paul Muldoon (Ireland, 1951- )

The snail moves like a
Hovercraft, held up by a
Rubber cushion of itself,
Sharing its secret

With the hedgehog. The hedgehog
Shares his secret with no one.
We say, Hedgehog, come out
Of yourself and we will love you.

We mean you no harm. We want
Only to listen to what
You have to say. We want
Your answers to our questions.

The hedgehog gives nothing
Away, keeping himself to himself.
We wonder what a hedgehog
Has to hide, why he so distrusts.

We forget the god
Under this crown of thorns.
We forget that never again
Will a god trust in this world.


Erizo

El caracol se mueve como un
aerodeslizador, que se eleva
sobre un colchón de caucho propio
y comparte su secreto

con el erizo. El erizo
no comparte su secreto con nadie.
Le decimos, Erizo, sal
de ti mismo y te amaremos.

No queremos hacerte daño. Sólo
queremos oír aquéllo
que tengas que decir. Queremos
tus respuestas a nuestras preguntas.

El erizo no suelta nada,
se mete en sí mismo.
Nos intriga qué tiene que ocultar
un erizo, qué lo hace desconfiar.

Olvidamos al dios
bajo esta corona de espinas.
Olvidamos que nunca más
confiará en el mundo un dios.

Versión de Carlos López Beltrán y Pedro Serrano

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miércoles, 4 de febrero de 2009

Il giardino segreto

Bajo la breve tarde de invierno todo mueve al silencio en el patio del convento de clausura. Arriates entre blancos muros, el verdor del huerto y, al fondo, la antigua cripta rodeada de plantas medicinales. Huele a incienso olíbano y ciprés. Dos gatos se pasean despreocupadamente sobre las enormes losas pulidas. En esto, las monjas salen de sus celdas, van desnudas a excepción de la toca que cubre sus cabezas, y en un rincón del patio, cerca de la galería porticada, atrapan a los gatos, que maúllan y chillan enloquecidos durante un corto tiempo. Como ménades de un rito siniestro, degradado, los desentrañan y comienzan a devorarlos. Oscurece. Los lienzos blancos de sus tocas y de sus carnes refulgen con la luna. La glicinia trepa por el muro.

Ángel Olgoso

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martes, 3 de febrero de 2009

Because the night

Patti Smith

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domingo, 1 de febrero de 2009

Grandes ideas

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Anuncios

Vendo roca de Sísifo,
añeja, bien lustrada,
llevadera, limada por los siglos,
pura roca de infierno.
Para tediosos y desesperados,
amantes del absurdo
o para culturistas metafísicos.
Almohadilla de pluma para el hombro
sin coste adicional.

...


Vendo una isla de segunda mano.
No la puedo atender.
Perfecto estado: arenas y ensenadas,
olas, acantilados,
arboledas, delfines.
Instalación de sueños casi intacta.

...


Vendo toro de Dédalo.
Discreción. Quince días
de frenético ensayo.
Se entrega a domicilio.
Se adapta a todo tipo de orificios.

...


Revendo laberintos
usados, muy confusos.
Se garantiza pérdida total
por siete u ocho años.
Si no queda contento,
reembolsamos el hilo de Ariadna.

...



La vida es una empresa laboriosa:

veinte segundos de ficción en pie
y una tenue canción desesperada.

Somos microrrelatos que caminan:
Soy No-fui, No-seré, No-soy cansado.

Vivir es patinar breve jornada.
Sólo soy los anuncios que he tragado.


...

Alquilo alas de Ícaro
adaptables, elásticas.
Imprescindible curso de suicida,
máster de soñador
o currículum roto de antemano.

(Aurora Luque, Camaradas de Ícaro)

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Caosmeando

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