domingo, 3 de enero de 2010

La historia del ojo (15)

Me tendí en la hierba, con el cráneo apoyado en una gran piedra plana y los ojos abiertos a la Vía Láctea, extraño boquete de esperma astral y de orina celeste que atravesaba la bóveda craneana formada por el círculo de las constelaciones; esta rajadura abierta en la cima del cielo y compuesta aparentemente de vapores de amoníaco, brillantes a causa de la inmensidad, en el espacio vacío, se desgarraba absurdamente como un canto de gallo en medio del silencio total; era un huevo, un ojo reventado o mi propio cráneo deslumbrado y pesadamente pegado a la piedra proyectando hacia el infinito imágenes simétricas. El repugnante grito del gallo coincidía en particular con mi propia vida:
es decir, ahora con el Cardenal, debido a la rajadura, al color rojo, a los gritos inarmónicos que habían sido provocados en el armario y también porque a los gallos se les degüella.
A muchos el universo les parece honrado; las personas honestas tienen los ojos castrados. Por eso temen la obscenidad. No sienten ninguna angustia cuando oyen el grito del gallo ni cuando se pasean bajo un cielo estrellado. Cuando se entregan a "los placeres de la carne", lo hacen a condición de que sean insípidos.
Pero ya desde entonces no me cabía la menor duda: no amaba lo que se llaman "los placeres de la carne" porque en general son siempre sosos; sólo amaba aquello que se califica de "sucio". No me satisfacía tampoco el libertinaje habitual, porque ensucia sólo el desenfreno y deja intacto, de una manera u otra, algo muy elevado y perfectamente puro. El libertinaje que yo conozco mancha no sólo mi cuerpo y mi pensamiento, sino todo lo que es posible concebir, es decir, el gran universo estrellado que juega apenas el papel de decorado.
Asocio la luna a la sangre de la vagina de las madres, de las hermanas, a las menstruaciones de repugnante olor...

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Caosmeando

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