Recuerdo un día cuando viajábamos a toda velocidad en auto y atropellamos a una ciclista que debió de haber sido muy joven y muy bella: su cuello había quedado casi decapitado entre las ruedas. Nos detuvimos mucho tiempo, algunos metros más adelante, para contemplar a la muerta. La impresión de horror y de desesperación que nos provocaba ese montón de carne ensangrentada, alternativamente bella o nauseabunda, equivale en parte a la impresión que resentíamos al mirarnos. Simona es grande y hermosa. habitualmente es muy sencilla. No tiene nada de angustiado ni en la mirada ni en la voz. Sin embargo, en lo sexual se muestra tan bruscamente ávida de todo lo que violenta el orden que basta la más imperceptible llamada de los sentidos para que de un golpe su rostro adquiera un carácter que sugiere directamente todo aquello que está ligado a la sexualidad profunda, por ejemplo, la sangre, el terror súbito, el crimen, el ahogo, todo lo que destruye indefinidamente la beatitud y la honestidad humanas.
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Vi por primera vez esa contracción muda y absoluta (que yo compartía) el día en que se sentó sobre el plato de leche. Es cierto que apenas nos mirábamos fijamente, excepto en momentos parecidos. Pero no estamos satisfechos y sólo jugamos durante los cortos momentos de distensión que siguen al orgasmo.
Debo advertir que nos mantuvimos durante mucho tiempo sin acoplarnos.
Aprovechábamos todas las circunstancias para librarnos a actos poco comunes. No sólo carecíamos totalmente de pudor, sino que, por el contrario, algo impreciso nos obligaba a desafiarlo juntos, tan impúdicamente como nos era posible.
Es así que justo después de que ella me pidiese que no me masturbase solo (nos habíamos encontrado en lo alto de un acantilado) me bajó el pantalón, me hizo tumbarme en el suelo, luego ella se alzó el vestido, se sentó sobre mi vientre dándome la espalda y empezó a orinar mientras yo le metía un dedo por el culo, que mi semen joven había vuelto untuoso.
Luego se acostó, con la cabeza bajo mi verga, entre mis piernas; su culo al aire hizo que su cuerpo cayera sobre mí; yo levanté la cara lo bastante para mantenerla a la altura de su culo, sus rodillas acabaron apoyándose sobre mis hombros.
-¿No puedes orinar en el aire para que caiga en mi culo?, me dijo
-Sí, le respondí, pero como estás colocada, mi orín caerá forzosamente sobre tus ropas y tu cara.
-¡Qué importa!, me contestó.
Hice lo que me dijo, pero apenas lo había hecho la inundé de nuevo, pero esta vez de hermoso y blanco semen.
El olor de la mar se mezclaba entretanto con el de la ropa mojada, el de nuestros cuerpos desnudos y el del semen. Caía la tarde y permanecimos en esta extraordinaria posición sin movernos hasta que escuchamos unos pasos en la hierba.
-"No te muevas, te lo suplico", me pidió Simona.
viernes, 22 de mayo de 2009
Historia del ojo (2)
Publicado por Uno, trino y plural a las 17:50 3 comentarios
Etiquetas: La historia del ojo, literatura
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