Prisionero bajo palabra, Mony quedó libre para ir y venir dentro del campamento japonés. Buscó en vano a Cornaboeux. En sus idas y venidas observó que era vigilado por el oficial que le había hecho prisionero. Quiso hacerse amigo suyo y lo consiguió. Era un sintoísta bastante sibarita que le contaba cosas admirables sobre la mujer que había dejado en el Japón.
–Es risueña y encantadora –decía– y la adoro como adoro a Trinidad Ameno-Mino-Kanussi-No-Kami. Es fecunda como Issagui e Isanami, creadores de la tierra y generadores de los hombres, y bella como Amaterassu, hija de los dioses y del mismo sol. Esperándome, piensa en mí y hace vibrar las trece cuerdas de su kô-tô de madera de Polonia imperial o toca el siô de diecisiete tubos.
–Y vos –preguntó Mony–, ¿nunca habéis tenido ganas de fornicar desde que estáis en el frente?
–Yo –dijo el oficial– cuando el deseo me apremia, ¡me masturbo contemplando grabados obscenos! Y extendió ante Mony unos libritos llenos de grabados en madera de una obscenidad sorprendente. Uno de esos libros mostraba a las mujeres haciendo el amor con toda clase de animales: gatos, pájaros, tigres, perros, peces, e incluso pulpos repugnantes que enlazaban con sus tentáculos llenos de ventosas los cuerpos de histéricas japonesitas.
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Todos nuestros oficiales y todos nuestros soldados –dijo el oficial– tienen libros de este tipo. Pueden prescindir de las mujeres y masturbarse contemplando estos dibujos priápicos. Mony iba a visitar a menudo a los heridos rusos. Allí encontraba a la enfermera polaca que le había dado clases de crueldad en la tienda de Fedor.
Entre los heridos se encontraba un capitán originario de Arkangel. Su herida no era' de extrema gravedad y Mony charlaba a menudo con él, sentado en la cabecera de su cama.
Un día, el herido, que se llamaba Katache, tendió a Mony una carta rogándole que la leyera. La carta decía que la mujer de Katache le engañaba con un tratante en pieles.
–La adoro –dijo el capitán–, amo a esta mujer más que a mí mismo y sufro terriblemente al saberla de otro, pero soy feliz, horriblemente feliz.
–¿Cómo conciliáis estos dos sentimientos? –preguntó Mony–, son contradictorios.
–Se confunden en mí –dijo Katache– no concibo en absoluto la voluptuosidad sin el dolor.
–¿Sois masoquista, pues? –preguntó Mony, vivamente interesado.
–Si lo llamáis así... –asintió el oficial–, el masoquismo, por otra parte, está plenamente de acuerdo con los principios de la religión cristiana. Mirad, ya que os interesáis por mí, voy a contaros mi vida.
–De acuerdo –dijo Mony con diligencia–, pero bebed antes esta limonada para refrescaros la garganta.
El capitán Katache empezó así:
–Nací en 1874 en Arkangel y, desde mi más tierna edad, experimentaba una alegría amarga cada vez que me castigaban. Todas las desgracias que se abatieron sobre nuestra familia desarrollaron esta facultad de gozar con los infortunios y la agudizaron.
Esto seguramente procedía de un exceso de cariño. Asesinaron a mi padre y recuerdo que contando quince años en aquel momento, a causa de esa muerte experimenté mi primer éxtasis. La conmoción y el espanto me hicieron eyacular. Mi madre se volvió loca y, cuando iba a visitarla al asilo, me masturbaba mientras la oía contar extravagancias inmundas, pues creía haberse convertido en water, señor, y describía los imaginarios culos que defecaban en ella. El día que se figuró que estaba completamente llena, fue preciso encerrarla. Se volvió peligrosa y pedía a voces que vinieran los poceros para vaciarla. Yo la escuchaba con pesar. Ella me reconocía.
Hijo mío –decía– ya no quieres a tu madre, te vas a otros lavabos. Siéntate encima mío y caga a gusto. ¿Dónde se puede cagar mejor que en el seno de su madre? Además, hijo mío, no lo olvides, la hoya está llena. Ayer un comerciante de cerveza que vino a cagar en mí tenía cólico. Estoy desbordada, ya no puedo más. Es absolutamente imprescindible hacer venir a los poceros.
Creedlo, señor, estaba profundamente asqueado y también apenado, pues adoraba a mi madre, pero al mismo tiempo sentía un placer indecible al oír estas palabras inmundas. Sí, señor, gozaba y me masturbaba.
sábado, 7 de marzo de 2009
Las once mil vergas (XLIV)
Publicado por Uno, trino y plural a las 23:05 0 comentarios
Etiquetas: Las once mil vergas, literatura
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