lunes, 3 de agosto de 2009

Los naufragios de Óscar Byron (y II)

Fernando Aínsa
Sin embargo, ahora que se ha ido, nos preguntamos si no veía realmente los naufragios aunque sucedieran lejos. Tal vez podía vivirlos aquí, como si los viera realmente o, tal vez, los veía aunque hubieran acaecido muchos años o décadas atrás. ¿No nos hablaba a veces de barcos de antiguo velamen o diseño superado? "De allí le venía el alma compleja, el llamado confuso de las aguas, la voz inédita e implícita de todas las cosas del mar, de los naufragios, de los viajes lejanos, de las travesías peligrosas...." Estos versos nos los recita ahora el maestro del pueblo, citando a otro poeta cuyo nombre tampoco puede recordar, pero del que sabe era portugués, lo que nos asombra, como si los portugueses no pudieran ser poetas y sólo pescadores o emigrantes. En los meses que precedieron a su partida, Byron aparecía más agitado que nunca.
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Madrugaba más que ninguno de nosotros, caminaba a lo largo de las playas desiertas los días de temporal, cuando nadie se atrevía a aventurarse fuera de su casa, y volvía empapado, muy tarde en las madrugadas, con los ojos iluminados por un nuevo naufragio al que había asistido como testigo privilegiado.

El último invierno que pasó entre nosotros, Byron fue el único en aventurarse en la Punta del Diablo, donde las rocas terminan en forma abrupta en el mar que se transforma en océano hacia el Oeste de ese cabo, más allá del faro abandonado hace muchos años. En esos meses Byron era el único que hablaba en las veladas del bar Jiménez, mientras nos observaba como bebíamos en silencio, esquivando cruzar nuestra mirada con la de sus ojos azules. A fines de ese invierno, una noche excepcionalmente estrellada y tibia, Byron entró más agitado que de costumbre y nos dijo, casi gritando : "No me creerán, pero hoy me ha pasado algo extraordinario". Nadie le preguntó, "¿Qué has visto hoy Oscarito?", como hacíamos en alguna ocasión, disimulando apenas nuestra ironía, porque ni ese día, ni la noche anterior, temporal alguno había barrido la costa para justificar la historia de un naufragio percibido entre dos relámpagos. Pese a nuestro silencio, nos contó en su hábil tiempo presente: —Estoy esta tarde en la playa, a la altura del Fortín, cuando creo ver el resto de un mástil movido por las olas, al borde mismo del mar. Al acercarme me doy cuenta de que no es una madera la que flota en la orilla, sino un cuerpo humano, más bien los restos de un cuerpo desfigurado por el mar. Es el cadáver de un hombre de unos cuarenta y tantos años, bien vestido con los andrajos de un smoking o un frac, algo así. No está hinchado como suelen estar los ahogados que he visto tantas veces balancearse en las olas; sus rasgos son casi normales, pero como están mordidos por la vida del mar, comenzados a disolverse para siempre en el cuerpo de peces y crustáceos. Se le ve, pese a todo, un algo de elegancia perdida, como de personaje de película, con un algo de hombre importante caído al mar. Sus dedos azulados, los zapatos de charol, el perfil de su rostro, ese conjunto de cosas sutiles que nos dicen que alguien no es de nuestro mundo, aunque haya irrumpido en él, traslucía su propia inercia. Así era el ahogado que me encontré esta tarde en la playa". Nadie parecía escuchar a Byron. Todos aparentábamos estar preocupados por el juego de cartas de baraja, por la botella que se vaciaba, por la puerta que se abría y cerraba de golpe con los que iban llegando al bar. Oscar siguió hablando, como ordenando para sí mismo los recuerdos frescos de esa tarde soleada del mes de febrero, de ese último invierno que pasaría entre nosotros. "Estoy mirando el cuerpo, cuando una ola le abre los restos de la chaqueta de fiesta y veo un gran sobre alargado en su bolsillo. Me inclino y lo tomo. Está empapado y cerrado con un lacre. Cuando lo voy a abrir, oigo un rumor que viene del mar. Una lancha se acerca a gran velocidad, dando saltos sobre el agua. Más allá, un yate se balancea con suavidad, inmóvil en la tarde apacible. Tengo miedo, no se por qué. Agachado, trato de que no me vean y me escurro entre las dunas y me echo al borde mismo del bosque que bordea el camino. Acostado en la arena, veo llegar la lancha que recorre con lentitud la playa. En la proa, un hombre corpulento mira con unos gemelos la orilla, hasta que descubre el cuerpo del ahogado y con gestos enérgicos indica a dos marineros que se acerquen. Observando la costa desierta, lo izan con exagerado disimulo y hurgan entre sus ropas como si buscaran el gran sobre lacrado que yo tengo entre mis manos". Byron se pasó esas mismas manos por la frente y conjurando sus recuerdos, prosiguió : "La lancha no se va. Está detenida a unos metros de la orilla y el hombre de los binoculares barre lentamente la playa como si buscara algo, como si estuvieran buscando a alguien más. Con las piernas abiertas para mantener el equilibrio en la proa oscilante, parece detenerse por unos segundos en el borde del bosque donde estoy escondido. Pero la tarde está cayendo y cada vez hay menos luz. De golpe la lancha se pone en movimiento y se va como llegó, tragada por la distancia, hasta llegar junto al yate que leva anclas y se esfuma en el horizonte". Byron quedaría, una vez más, solo con su historia. El ahogado ha sido llevado lejos de cualquier otro testigo. Pero esta vez un sobre lacrado y húmedo ha quedado en sus manos. Y Byron, bajando la voz nos dijo: —Entonces rompo el lacre, abro el sobre y encuentro varios miles de dólares en billetes de cien y de quinientos. Nuestro silencio sería de sorpresa y no de indiferencia, una atención conquistada a golpes por las palabras mágicas: "Billetes, miles de dólares".

Lo miramos y vimos sus ojos llenos de satisfacción. Por fin había podido comprar nuestra incredulidad, con los miles de dólares de su fortuito hallazgo. Alguien le pediría entonces :

-A ver Oscarito, muéstranos un billete. Con la calma de su nueva posición triunfante conquistada, nos respondió: "Lo siento, no tengo ninguno aquí. Estaban mojados y los estoy secando en casa, junto a la estufa". -¿Ni uno Oscar, no tienes ni uno para pagarnos una copa? ¿No tienes ni uno para comprarnos un poco de confianza en lo que dices?, le preguntó Romualdo y nos echamos a reír. Todos nos reímos, menos Byron. Alguien había mencionado la palabra "confianza" y lo habían herido para siempre. Empezó a tartamudear, quiso gritar entre el estruendo de la carcajada general: "Pero además de los miles de dólares, me he encontrado una mujer muy hermosa". Nadie hacía caso a Byron. Después de oírlo durante años en silencio, todos se reían y hacían ruidos desagradables, como si quisieran terminar para siempre con sus historias de ahogados, naufragios y botines perdidos. La emoción y el desconcierto parecían escaparse de los puños tensos de Byron y su voz se quebró en sollozos cuando añadió: "Me encuentro una mujer hermosa desvanecida unos metros más allá del ahogado, enganchado y disimulado su cuerpo entre dos rocas, un vestido de noche pegado a su piel como si fuera una auténtica sirena. La creo muerta, pero está viva. La tomo en mis brazos y ella abre sus grandes ojos de color verde claro y me mira profundamente, como nunca nadie me ha mirado ". No escuchábamos a Byron. Había llegado nuestra hora y le gritamos :

—¡Irlandés mentiroso!, nieto de un campesino cobarde que le tuvo siempre miedo al mar. Estamos hartos de oírte Byron. Basta, irlandés, basta con tus historias. Y Oscar Byron, con la voz quebrada, entre un sollozo y la indignación, seguía explicando, como si quisiera justificarse hablando siempre en ese tiempo presente con el que quería dar más emoción a todos sus relatos: "La llevo a casa donde está durmiendo. La abrigo, enciendo la estufa, me está esperando..." Sebastián se adelantó y entre las burlas del resto de nosotros, le dijo con una carcajada: "Vuelve a su lado, date prisa, vuelve con tu sirena. A lo mejor se despierta y se te escapa con los dólares. Mira que buena historia tendrás para contarnos mañana: como se te ha esfumado el amor y el dinero". Byron nos miró uno a uno, buscando una sola mirada solidaria, uno solo que no se estuviera riendo y fue entonces cuando se dio cuenta de que la piel blanca que lo separaba de todos nosotros, estaba rasgada para siempre como la tensa de un tambor que no redoblaría nunca más. Entonces Oscar Byron salió, y cuando esperamos volverlo a ver a la noche siguiente como si no hubiera pasado nada, dispuesto a contarnos un nuevo relato que pudiera ser otra mentira, supimos que se había ido de El Paso. No hemos vuelto a verlo desde entonces. Pero sabemos de él o creemos saber, porque atenuados por la distancia y el tiempo, (¿Sabe alguien a qué velocidad viajan los rumores?) nos llegan vagos ecos, no sólo de Byron, sino de una pareja de rubios de aire extranjero que se han establecido con un bar en la costa, más allá de nuestro pueblo.

Dicen que el dueño de ese bar cuenta todas las noches historias de naufragios que vio en un punto de la costa donde nació y vivió muchos años y que nosotros quisiéramos ahora que fuera la nuestra.

Dicen que los parroquianos de ese bar lo escuchan asombrados, le hacen preguntas, y que una mujer rubia muy hermosa sonríe con aire de ser feliz, sentada detrás de la caja registradora. Esto es lo que dicen algunos. Porque hay otros que afirman que esa pareja de rubios (en los rasgos del hombre queremos descubrir a nuestro Oscar) cuenta naufragios que dicen haber visto tomados del brazo, paseando las noches en que hay tempestades por esa costa.

Ahora -allá, lejos de aquí- todos lo creen, porque además cuando narra sus naufragios rodeado por sus propios parroquianos, ella -la rubia- acota con seriedad: "Sí, es cierto", o "Así fue". Pero unos y otros -todos nosotros- sentimos que lo más grave, desde que se ha ido Byron de nuestro pueblo, es que aquí ya no pasa nada digno de ser contado y que la verdad de nuestras vidas cotidianas es muy aburrida. Descubrimos con angustia que este pueblo necesita —como probablemente también lo necesitan otros pueblos—de algo que parezca mentira para seguir viviendo y para que las noches de invierno resulten menos largas. En realidad —nos lo decimos todos— ahora que se ha ido para siempre no hubiera sido tan difícil creer a Oscar Byron.

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Caosmeando

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