Ha muerto Claude Lévy-Strauss,aquí está el final de Tristes trópicos
Si el individuo ya no está solo en el grupo y cada sociedad ya no está sola entre las cosas, el hombre no está solo en el universo. Cuando el arco iris de las culturas humanas termine de abismarse en el vacío perforado por nuestro furor, en tanto que estemos allí y exista un mundo, ese arco tenue que nos une a lo inaccesible, permanecerá , mostrando el camino inverso al de nuestra esclavitud, cuya contemplación – a falta de recorrerlo - procura al hombre el único favor que sabe merecer: suspender la marcha, retener el impulso que lo constriñe a obturar una tras otra las fisuras abiertas en el muro de la necesidad y acabar su obra al mismo tiempo que cierra su prisión; ese favor que toda sociedad codicia cualesquiera sean sus creencias, su régimen político y su nivel de civilización, donde ella ubica su descanso, su placer, su reposo y su libertad, oportunidad esencial para la vida, de desprenderse y que consiste - ¡adiós salvajes! ¡adiós viajes!- durante los breves intervalos en que nuestra especie soporta suspender su trabajo de colmena, en aprehender la esencia de lo que fue y continúa siendo más acá del pensamiento y más allá de la sociedad: en la contemplación de un mineral más bello que todas nuestras obras, en el perfume, más sabio que nuestros libros, respirado en el hueco de un lirio, o en el guiño cargado de paciencia, de serenidad y de perdón recíproco que un acuerdo involuntario permite a veces intercambiar con un gato.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
Tristes trópicos
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Etiquetas: antropología, ENTRADA CAÓSMICA, fallecimientos
La historia del ojo (10)
Ebrios y aliviados, Simone y yo nos separamos uno del otro y de inmediato nos lanzamos a través del parque como perros; la borrasca batía con desenfreno, por lo que el ruido de las detonaciones no despertó la atención de los habitantes que dormían en el interior del castillo; cuando miramos instintivamente por encima nuestro la sábana que golpeaba con el viento, hacia la ventana de Marcela, advertimos con gran sorpresa que uno de los vidrios estaba estrellado por una bala: y la ventana se sacudió, se abrió después y por segunda vez apareció la sombra.
Aterrados, como si Marcela fuese a caer ensangrentada ante nuestros ojos, en el umbral de la puerta, permanecimos de pie bajo la extraña aparición, casi inmóvil, incapaces de hacernos oír debido al ruido del viento.
— ¿Qué has hecho de tu ropa?, le pregunté al cabo de un rato a Simone.
Me respondió que me había buscado y al no encontrarme había terminado, como yo, por entrar al castillo para explorarlo y que se había desvestido antes de entrar por la ventana ‘creyendo que se sentiría más libre’. Y al salir para seguirme, y asustada por mí, no había encontrado su ropa porque el viento debió habérsela llevado; como observaba a Marcela no pensó por su parte en preguntarme la causa de mi desnudez.
La joven que estaba en la ventana desapareció. Transcurrió un instante que nos pareció inmenso: luego encendió la luz en su cuarto. Por fin regresó para respirar al aire libre y mirar en dirección al mar. El viento movía sus pálidos y lacios cabellos y podíamos advertir los rasgos de su rostro; no había cambiado, pero en su cara había algo de salvaje, de inquieto, que contrastaba con la simpleza todavía infantil de sus facciones. Parecía tener más bien trece años que dieciséis. Reconocíamos bajo su camisón el cuerpo delgado y pleno, duro y sin brillo, tan bello como la fija mirada.
Cuando por fin nos miró, la sorpresa pareció devolverle vida a su rostro. Nos gritó, pero no escuchamos nada; le hicimos señas. Había enrojecido hasta las orejas: Simone casi lloraba y yo le acariciaba afectuosamente la frente mientras ella le enviaba besos que Marcela respondía sin sonreír; Simone dejó caer su mano a lo largo del vientre y se tocó el pubis. Marcela la imitó y subió al mismo tiempo su pie sobre el borde de la ventana, descubriendo una pierna cuyas medias de seda blanca llegaban casi hasta el rubio pelo. Cosa extraña: llevaba un liguero blanco y medias blancas mientras que la negra Simone, cuyo culo llenaba mi mano, vestía un liguero negro y medias negras.
Las dos muchachas se masturbaban con un gesto corto y brusco, una frente a la otra en la vociferante noche. Estaban casi inmóviles y tensas, con una mirada que el gozo inmoderado había vuelto fija. De pronto, como si un monstruo invisible arrancara a Marcela del barrote que su mano izquierda asía con fuerza, cayó de espaldas por el delirio, dejando el vacío frente a nosotros: sólo una ventana abierta e iluminada, agujero rectangular que penetraba en la noche opaca, y abría ante nuestros ojos rotos el día sobre un mundo compuesto de relámpagos y de aurora.
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Etiquetas: La historia del ojo, literatura