jueves, 11 de junio de 2009

Historia del ojo (4)

II-EL ARMARIO NORMANDO
A partir de esa época, Simona contrajo la manía de quebrar huevos
con su culo. Para hacerlo se colocaba sobre un sofá del salón, con la
cabeza sobre el asiento y la espalda contra el respaldo, las piernas
apuntando hacia mí, que me masturbaba para echarle mi esperma
sobre la cara. Colocaba entonces el huevo justo encima del agujero del
culo y se divertía haciéndolo entrar con agilidad en la división profun-
da de sus nalgas. En el momento en que el semen empezaba a caer y a
regarse por sus ojos, las nalgas se cerraban, cascaban el huevo y ella
gozaba mientras yo me ensuciaba el rostro con la abundante salpicadura
que salía de su culo.
Muy pronto, como era lógico, su madre que podía entrar en el salón
de la casa en cualquier momento, sorprendió este manejo poco común;
esta mujer extraordinariamente buena, de vida ejemplar, se contentó
con asistir al juego sin decir palabra la primera vez que nos sorprendió
en el acto, a tal punto que no nos dimos cuenta de su presencia.
Supongo que estaba demasiado aterrada para hablar. Pero cuando
terminamos y empezamos a ordenar un poco el desastre, la vimos
parada en el umbral de la puerta.
—Haz como si no hubiera nadie, me dijo Simona y continuó lim-
piándose el culo.
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Y en efecto, salimos tan tranquilamente como si se hubiese reducido
a estado de retrato de familia.
Algunos días más tarde, Simona hacía gimnasia conmigo en las vigas
de una cochera, y orinó sobre su madre, que había tenido la desgracia
de detenerse sin verla: la triste viuda se apartó de ese lugar y nos miró
con unos ojos tan tristes y una expresión tan desesperada que impulsó
nuestros juegos. Simona, muerta de risa y a cuatro patas sobre las
vigas, expuso su culo frente a mi rostro: se lo abrí totalmente y me
masturbé al mirarla.
Durante más de una semana dejamos de ver a Marcela, hasta que un
día la encontramos en la calle. Esta joven rubia, tímida e ingenuamente
piadosa, se sonrojó tan profundamente al vernos que Simona la besó
con ternura maravillosa.
—Le pido perdón, Marcela, le dijo en voz baja, lo que sucedió el otro
día fue absurdo, pero no debe impedir que seamos amigos. Le prometo
que ya no trataremos de tocarla.
Marcela carecía totalmente de voluntad; aceptó acompañarnos para
merendar con nosotros y algunos amigos. Pero en lugar de té,
bebimos champaña helado en abundancia.
Ver a Marcela sonrojada nos había trastornado por completo. Nos
habíamos comprendido Simona y yo, y a partir de ese momento
supimos que nada nos haría detenernos sino hasta cumplir con nues-
tros planes.

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