viernes, 19 de febrero de 2010

El niño-lobo del cine Mari

La doctora estaba en lo cierto: nin­gún proceso anormal se desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado aquellas líneas si­nuosas, se hubiera sorprendido al encon­trar un universo tan exuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus cor­celes y sus armas, hasta que el páramo pol­voriento se convertía en una selva nutrida de vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acu­día para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se trans­mutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello que había sido arro­jada por las olas; el niño encontraba la bo­tella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al pun­to iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertir­se en un terrible gi­gante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas.
Pero antes de que la amenaza del gigante se concretara de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acom­pañaba a aquel otro muchacho, hijo del po­sadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.

Una vez más, la doctora observó per­pleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no prestaban variaciones espe­ciales. Las frecuencias seguían sin procla­mar algún cuadro particularmente extraño.

Las ondas no ofrecían ninguna altera­ción insólita, pero el niño permanecía insen­sible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.

El niño apareció cuando derribaron el cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blan­cos.

La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las hue­llas grotescas que habían dejado los urina­rios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño de pie en medio de aquel montón de cascotes y escom­bros, mirando fíjamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:

-Pero qué haces ahí chaval. Quítate ahora mismo.

El niño no respondía. Estaba pasma­do, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destruc­tora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le pre­guntaban.

Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atilda­miento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquelos ojos fijos y ausen­tes.

La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oirse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco po­día ser comprobado. Tanto los sonidos re­producidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emo­ción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo.

-Pero di algo.

El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto.

Al parecer su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en los periódicos, una señora llorosa se pre­sentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hacía treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dure­za. Le acompañaba una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotas de Primera Comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el casao se aclaraba definitivamen­te.

El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal aconte­cer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noti­cia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.

Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y con­clusiones en mercados y peluquerías, ofici­nas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban entre darle a la madre la enhora­buena o el pésame.

Al aparecido le llamaron el "niño lobo" desde que ingrsó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la deno­minación, ya que no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asi­milado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupe­facción. Sin embargo, las extrañas circuns­tancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.

Puso música y el niño tuvo otro pe­queño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración suya. El desconocido pensamien­to del niño estaba muy lejos. Era una ver­dadera pena.

-Hoy te voy a llevar al cine -dijo la doctora.

Primero, le reconocieron en la Resi­dencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capi­tal. Pero no hubo mejores resultados. Cu­ando volvió, el niño mantenía la misma pre­sencia atónita y, aunque las hermanas ha­blaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbra­do ya a la presencia inerte de aquel gran muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separtarse de él.

De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connota­ciones médicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel pequeño ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.

La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artifi­ciales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carre­ra realizada con bastantes esfuerzos y con poco tiempo de ocio. Sus descansos vesper­tinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente impor­tante.

La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Empe­rador. Al parecer se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas para el público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.

La doctora se proponía observar cui­dadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.

Le observó durante los primeros mi­nutos de proyección. El niño se había acu­rrucudo en la butaca y observaba la panta­lla con avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto la historia comenzaba a desa­rrollarse. Una espectacular nave perseguía a otra navecilla por el espacio infinito, ful­gurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su arti­llería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El ven­cedor llega para conocer a su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejérci­to, cuyo rostro está cubierto por una más­cara metálica, también negra, que recuerda en sus rasgos una mezcla imprecisa de ani­males y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.

Entonces el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sin­tió la sorpresa de aquel gesto con un impac­to más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolor. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligen­te, absorta en la peripecia óptica, y la doc­tora sintió una alegría esperanzada.

La princesa ha sido capturada, aun­que ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto re­verberante, cuya larga soledad sólo presi­den los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.

Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella extraña aven­tura y no percibió que el niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multico­lor, ascendía por la rampa de la nave, con­seguía introducirse en ella como disimulado polizón.

La nave recorría rápidamente el espa­cio oscuro, lleno de estrellas, que la rodea­ba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.

Al fin, la doctora se dio cuenta de que el niño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la busqueda fue completamente infructuosa.
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Pero antes de que la amenaza del gigante se concretara de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acom­pañaba a aquel otro muchacho, hijo del po­sadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.

Una vez más, la doctora observó per­pleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no prestaban variaciones espe­ciales. Las frecuencias seguían sin procla­mar algún cuadro particularmente extraño.

Las ondas no ofrecían ninguna altera­ción insólita, pero el niño permanecía insen­sible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.

El niño apareció cuando derribaron el cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blan­cos.

La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las hue­llas grotescas que habían dejado los urina­rios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño de pie en medio de aquel montón de cascotes y escom­bros, mirando fíjamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:

-Pero qué haces ahí chaval. Quítate ahora mismo.

El niño no respondía. Estaba pasma­do, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destruc­tora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le pre­guntaban.

Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atilda­miento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquelos ojos fijos y ausen­tes.

La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oirse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco po­día ser comprobado. Tanto los sonidos re­producidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emo­ción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo.

-Pero di algo.

El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto.

Al parecer su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en los periódicos, una señora llorosa se pre­sentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hacía treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dure­za. Le acompañaba una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotas de Primera Comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el casao se aclaraba definitivamen­te.

El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal aconte­cer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noti­cia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.

Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y con­clusiones en mercados y peluquerías, ofici­nas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban entre darle a la madre la enhora­buena o el pésame.

Al aparecido le llamaron el "niño lobo" desde que ingrsó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la deno­minación, ya que no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asi­milado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupe­facción. Sin embargo, las extrañas circuns­tancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.

Puso música y el niño tuvo otro pe­queño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración suya. El desconocido pensamien­to del niño estaba muy lejos. Era una ver­dadera pena.

-Hoy te voy a llevar al cine -dijo la doctora.

Primero, le reconocieron en la Resi­dencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capi­tal. Pero no hubo mejores resultados. Cu­ando volvió, el niño mantenía la misma pre­sencia atónita y, aunque las hermanas ha­blaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbra­do ya a la presencia inerte de aquel gran muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separtarse de él.

De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connota­ciones médicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel pequeño ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.

La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artifi­ciales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carre­ra realizada con bastantes esfuerzos y con poco tiempo de ocio. Sus descansos vesper­tinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente impor­tante.

La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Empe­rador. Al parecer se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas para el público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.

La doctora se proponía observar cui­dadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.

Le observó durante los primeros mi­nutos de proyección. El niño se había acu­rrucudo en la butaca y observaba la panta­lla con avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto la historia comenzaba a desa­rrollarse. Una espectacular nave perseguía a otra navecilla por el espacio infinito, ful­gurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su arti­llería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El ven­cedor llega para conocer a su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejérci­to, cuyo rostro está cubierto por una más­cara metálica, también negra, que recuerda en sus rasgos una mezcla imprecisa de ani­males y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.

Entonces el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sin­tió la sorpresa de aquel gesto con un impac­to más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolor. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligen­te, absorta en la peripecia óptica, y la doc­tora sintió una alegría esperanzada.

La princesa ha sido capturada, aun­que ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto re­verberante, cuya larga soledad sólo presi­den los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.

Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella extraña aven­tura y no percibió que el niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multico­lor, ascendía por la rampa de la nave, con­seguía introducirse en ella como disimulado polizón.

La nave recorría rápidamente el espa­cio oscuro, lleno de estrellas, que la rodea­ba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.

Al fin, la doctora se dio cuenta de que el niño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la busqueda fue completamente infructuosa.

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