Habiendo descansado la gente de ambos bandos, llegó el general Michimalongo con cinco mil hombres de refresco a donde estaba su ejército con mucha pausa refocilándose para revolver con más bríos a proseguir lo que estaba comenzado; y viéndolos con tanta sorna a tiempo en que pensaba él que se habían comido a los españoles sin resistencia, les habló con palabras graves y severas, que argüían entendimiento y valor de uno de los emperadores romanos, más que de bárbaro chilense.
Porque aunque estos indios son comúnmente de bajos naturales y apocados en sus personas y modo de proceder en sus negocios, con todo eso hay algunos que representan el señorío y autoridad de sus linajes y oficios, y tal era este Michimalongo, cuya prudencia y sagacidad y otras buenas partes naturales autorizaban mucho su persona.
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Por esta causa era muy respetado de los indios y no menos por ser muy liberal y dadivoso para sus súbditos, y templado, sobrio y compuesto en sí mesmo. Pues la virtud donde quiera es venerada, aunque sea entre bárbaros, y lo que más es amada de los mesmos enemigos, como lo dice Cicerón por palabras expresas.
Era este Michimalongo de buena estatura, muy fornido y animoso; tenía el rostro alegre y agraciado, tanto, que aun a los mesmos españoles era amable. Viendo, pues, a los suyos mano sobre mano, los reprendió ásperamente con gran coraje y severidad, como hombre de pundonor y sangre en el ojo, con las razones siguientes: «Espantado estoy de que unos hombres tan valerosos como yo entendí que érades vosotros, hayáis caído en tal infamia y deshonor, perdiendo vuestra reputación acerca de los cristianos, y aun de los mesmos de vuestra patria de entre los cuales yo os escogí, entendiendo que érades hombres y no gallinas, como la experiencia muestra con desengaño.
Yo no sé, por cierto, qué nueva cobardía se ha metido y aposesionado de vosotros, que, habiendo resistido tan varonilmente a los quinientos hombres que entraron con el capitán don Diego de Almagro hasta hacerlo salir de nuestras tierras con el temor que nos tuvieron, estéis agora tan amilanados que os hayan hecho huir cuatro hombrecitos de mala muerte, cobrando ellos avilantez de ver tan en su punto vuestra cobardía.
Mucho tenía yo que deciros acerca desto, pero basta para avergonzaros el deciros, ya aquí públicamente, que alzo mano del oficio de general, y, desde luego, lo renuncio en quien mandáredes, porque me desdeño de ser tenido por adalid de tan infames soldados, pues quien oyere decir lo que hoy ha pasado por vosotros me echará a mí la culpa, como a la cabeza a quien se suelen atribuir todos los achaques y efectos prósperos o adversos de la guerra.
Y si me hiciéredes instancia para que no me exima deste cargo, ha de ser con tal condición que troquéis los instrumentos de guerra con vuestras mujeres, tomando ellas vuestras armas y vosotros sus ruecas, que sois más para ellas que para las batallas; aunque siendo cincuenta mil, como sois vosotros, para treinta y dos hombrecillos como éstos, que seáis hombres o mujeres, que traigáis lanzas o ruecas, cualquiera cosa sobra si no sois gallinas, como hasta aquí lo habéis mostrado.»
A estas razones respondió un capitán llamado Aliavo, que aunque le sobraba razón de estar airado contra ellos mirando solamente los efectos, pero considerando bien lo que ellos habían hecho y padecido no había hombre entre ellos digno de ser reprendído por cobarde. Pero que tornarían a la refriega, pues hasta entonces no habían desistido della, sino solamente retirándose un poco para tomar aliento.
Con éstas le dijo otras palabras para aplacarlo, prometiéndole grandes cosas, de suerte que el general se fué amansando hasta quedar del todo desenojado.
Y queriendo que se diese luego la batalla mandó que mientras todos bebían un poco para entrar con más esfuerzo, fuesen a la ciudad algunos espías mostrándose ser indios de paz para contar los españoles que en ella había, deseando saber si había algunos menos de los treinta y dos de a caballo y diez y ocho de a pie, habiendo muerto alguno en la batalla.
Estos espías entraron en la ciudad sin género de impedimento, como es de ordinario en este reino, porque como los indios de paz y los de guerra son de una misma traza, hábito y disposición, no se puede discernir si entre los muchos que hay de paz se mezclan algunos de los rebeldes, y así echaron de ver estos espías todo lo que quisieron, contando a los españoles uno a uno muchas veces, y hallaban siempre ser treinta y tres los de a caballo.
Fueron con esta relación al general Michimalongo, el cual hizo burla de ellos, diciendo que debían estar embriagados y que él no pretendía saber si los de a caballo eran más de treinta y dos, sino si eran menos, pues no haber más era cosa muy cierta, y que a todos constaba sin duda alguna.
Y tornando a enviar otros espías le dieron la misma relación que los primeros, lo cual hicieron otros muchos indios que envió diversas veces concordando todos en que los de a caballo eran treinta y tres, lo cual, había también notado Francisco de Villagrán al tiempo de la batalla, por lo cual se tuvo por cosa cierta, como lo fue, que aquel caballero que allí estaba demás de los treinta y dos conocidos era el glorioso Apóstol Santiago, enviado de la divina Providencia para dar socorro al pueblo de su advocación, que invocaba su santo nombre.
martes, 28 de abril de 2009
La batalla de Santiago. 2. Michimalongo
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