domingo, 26 de abril de 2009

Las once mil vergas ( y L)

Había llegado hasta aquí en su sueño cuando los soldados le zarandearon y le condujeron ante sus verdugos.

Los once mil japoneses estaban alineados en dos filas, cara a cara. Cada hombre empuñaba una baqueta flexible. Desnudaron a Mony, luego tuvo que andar por ese cruel camino ribeteado de verdugos. Los primeros golpes solamente le hicieron estremecerse. Caían sobre una piel satinada y dejaban marcas rojo obscuro. Soportó estoicamente los mil primeros golpes, luego cayó bañado en sangre, con el miembro erecto.

Entonces le colocaron encima de una camilla y el lúgubre desfile, marcado por los secos golpes de las baquetas que golpeaban sobre una carne hinchada y sangrante continuó. Al poco rato su miembro ya no pudo retener por más tiempo el chorro espermático y, levantándose varias veces, escupió su líquido blancuzco a la cara de los soldados que pegaron con más fuerza sobre este pingajo humano.
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Al diezmilésimo golpe, Mony entregó su alma. El sol estaba radiante. Los trinos de los pájaros manchúes hacían más alegre la rozagante mañana. La sentencia se ejecutó y los últimos soldados dieron su baquetazo sobre un pingajo informe, una especie de carne de salchicha donde ya no se distinguía nada, salvo el rostro que había sido cuidadosamente respetado y donde los ojos vidriosos completamente abiertos parecían contemplar la majestad divina en el más allá.

En ese momento un convoy de prisioneros rusos pasó cerca del lugar de la ejecución. Lo hicieron parar para impresionar a los moscovitas.

Pero resonó un grito seguido de otros dos. Tres prisioneros se lanzaron y, como no estaban atados, se precipitaron sobre el cuerpo del torturado que acababa de recibir el undécimo mil vergajazo. Se postraron de rodillas y besaron con devoción, llorando a lágrima viva, la cabeza ensangrentada de Mony.

Los soldados japoneses, estupefactos por un momento, se dieron cuenta inmediatamente de que si uno de los prisioneros era un hombre, un coloso incluso, los otros dos eran unas bellas mujeres disfrazadas de soldado. Eran, en efecto, Cornaboeux, Culculine y Alexine, que habían sido capturados tras el desastre del ejército ruso.
Primero los japoneses respetaron su dolor, luego, atraídos por las dos mujeres, empezaron a sobarlas. Dejaron a Cornaboeux arrodillado junto al cadáver de su señor y les quitaron los pantalones a Culculine y a Alexine que se debatieron en vano.

Sus bellos culos blancos y bulliciosos de parisina aparecieron enseguida ante los ojos maravillados de los soldados. Estos empezaron a fustigar suavemente y sin rabia estos encantadores traseros que se meneaban como lunas borrachas y, cuando las bonitas muchachas intentaban levantarse, se vislumbraban debajo los pelos de sus conejos que contemplaban a la tropa con la boca abierta.

Los golpes cortaban el aire y, cayendo de lleno, pero no demasiado fuerte, marcaban por un instante los culos carnosos y firmes de las parisinas, pero inmediatamente se borraban las marcas para volver a aparecer en el lugar donde la verga acababa de golpear de nuevo.

Cuando estuvieron convenientemente excitadas, dos oficiales japoneses las condujeron a una tienda y, en ella, copularon una decena de veces como corresponde a hombres hambrientos por una larga abstinencia.

Estos oficiales japoneses eran caballeros de grandes familias. Habían hecho espionaje en Francia y conocían París. Culculine y Alexine no tuvieron grandes dificultades para hacerles prometer que les entregarían el cuerpo del principe Vibescu, que hicieron pasar por su primo, al tiempo que se presentaban como hermanas.

Entre los prisioneros había un periodista francés, corresponsal de un periódico de provincias. Antes de la guerra, era escultor, y no sin algún mérito, y se llamaba Genmolay. Culculine le buscó para rogarle que esculpiera un monumento digno de la memoria del príncipe Vibescu.
El látigo era la única pasión de Genmolay. Sólo pidió a Culculine que se dejara azotar. Ella aceptó y se presentó, a la hora indicada, con Alexine y Cornaboeux. Las dos mujeres y los dos hombres se desnudaron. Alexine y Culculine se tendieron en la cama, cabeza abajo y con el culo al aire, y los dos robustos franceses, armados con vergas, empezaron a golpearlas de manera que la mayor parte de los golpes cayera sobre las rayas culeras o sobre los conos que, a causa de la posición, sobresalían admirablemente. Ellos golpeaban, excitándose mutuamente. Las dos mujeres sufrían el martirio, pero la idea de que sus sufrimientos procurarían una sepultura conveniente a Mony las sostuvo hasta el final de esta singular prueba.

Al poco rato Genmolay y Cornaboeux se sentaron y se hicieron chupar sus grandes miembros llenos de sustancia, mientras que con las vergas no paraban de azotar los trémulos traseros de las dos bonitas muchachas.

Al día siguiente, Genmolay puso manos a la obra. Pronto acabó un sorprendente monumento funerario. La estatua ecuestre del príncipe Mony lo coronaba.

En el pedestal, unos bajorrelieves representaban las gestas más sonadas del príncipe. Por un lado se le veía abandonando en globo el Port-Arthur sitiado, y por el otro, estaba representado como protector de las artes, que acababa de estudiar en París.

El viajero que recorre la campiña manchú, entre Mukden y Dalny, ve súbitamente, no lejos de un campo de batalla sembrado aún de osamentas, una monumental tumba de mármol blanco. Los chinos que trabajan por sus alrededores la respetan y la madre manchú, respondiendo a las preguntas de su hijo, le dijo:

–Es un caballero gigante que protegió a Manchuria contra los diablos occidentales y contra los del Oriente.

Pero, generalmente, el viajero se dirige más fácilmente al guardagujas del transmanchuriano. Este guardia es un japonés de ojos oblicuos, vestido como un empleado de Correos. El responde modestamente:

–Es un tambor-mayor nipón que decidió la victoria de Mukden.

Pero si, interesado por informarse exactamente, el viajero se acerca a la estatua, permanece pensativo largo rato tras haber leído estos versos grabados sobre el pedestal:

Aquí yace el príncipe Vibescu De las once mil vergas único amante Desvirgar once mil vírgenes Es preferible, ¡oh caminante!

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Caosmeando

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