martes, 25 de noviembre de 2008

La existencia precede a la esencia (3)

Esto permite comprender lo que se oculta bajo palabras un tanto grandilocuentes como angustia, desamparo, desesperación. Como verán ustedes, es sumamente sencillo.
Ante todo, ¿qué se entiende por angustia? El existencialista suele declarar que el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad.
Ciertamente hay muchos que no están angustiados; pero nosotros pretendemos que se enmascaran su propia angustia, que la huyen; en verdad, muchos creen al obrar que sólo se comprometen a sí mismos, y cuando se les dice: pero ¿si todo el mundo procediera así? se encogen de hombros y contestan: no todo el mundo procede así. Pero en verdad hay que preguntarse siempre: ¿que sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo? Y no se escapa uno de este pensamiento inquietante sino por una especie de mala fe.
El que miente y se excusa declarando: todo el mundo no procede así, es alguien que no está bien con su conciencia, porque el hecho de mentir implica un valor universal atribuido a la mentira. Incluso cuando la angustia se enmascara, aparece.
Seguir Leyendo...


Es esta angustia la que Kierkegaard llamaba la angustia de Abraham. Conocen ustedes la historia: un ángel ha ordenado a Abraham sacrificar a su hijo; todo anda bien si es verdaderamente un ángel el que ha venido y le ha dicho: tú eres Abraham, sacrificarás a tu hijo. Pero cada cual puede preguntarse; ante todo, ¿es en verdad un ángel, y yo soy en verdad Abraham? ¿Quién me lo prueba?
Había una loca que tenía alucinaciones: le hablaban por teléfono y le daban órdenes. El médico le preguntó: Pero ¿quién es el que habla? Ella contestó: Dice que es Dios. ¿Y qué es lo que le probaba, en efecto, que fuera Dios? Si un ángel viene a mí, ¿qué me prueba que es un ángel? Y si oigo voces, ¿qué me prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del subconsciente, o de un estado patológico? ¿Quién prueba que se dirigen a mí? ¿Quién me prueba que soy yo el realmente señalado para imponer mi concepción del hombre y mi elección a la humanidad? No encontraré jamás ninguna prueba, ningún signo para convencerme de ello. Si una voz se dirige a mí, siempre seré yo quien decida que esta voz es la voz del ángel; si considero que tal o cual acto es bueno, soy yo el que elegiré decir que este acto es bueno y no malo. Nadie me designa para ser Abraham, y sin embargo estoy obligado a cada instante a hacer actos ejemplares.
Todo ocurre como si, para todo hombre, toda la humanidad tuviera los ojos fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace. Y cada hombre debe decirse: ¿soy yo quien tiene derecho de obrar de tal manera que la humanidad se ajuste a mis actos? Y si no se dice esto es porque se enmascara su angustia. No se trata aquí de una angustia que conduzca al quietismo, a la inacción. Se trata de una simple angustia, que conocen todos los que han tenido responsabilidades.
Cuando, por ejemplo, un jefe militar toma la responsabilidad de un ataque y envía cierto número de hombres a la muerte, elige hacerlo y elige él solo. Sin duda hay órdenes superiores, pero son demasiado amplias y se impone una interpretación que proviene de él, y de esta interpretación depende la vida de catorce o veinte hombres. No se puede dejar de tener, en la decisión que toma, cierta angustia. Todos los jefes conocen esta angustia. Esto no les impide obrar: al contrario, es la condición misma de su acción; porque esto supone que enfrentan una pluralidad de posibilidades, y cuando eligen una, se dan cuenta que sólo tiene valor porque ha sido la elegida. Y esta especie de angustia que es la que describe el existencialismo, veremos que se explica además por una responsabilidad directa frente a los otros hombres que compromete.

No es una cortina que nos separa de la acción, sino que forma parte de la acción misma. Y cuando se habla de desamparo, expresión cara a Heidegger, queremos decir solamente que Dios no existe, y que de esto hay que sacar las últimas consecuencias. El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible.
Cuando hacia 1880 algunos profesores franceses trataron de constituir una moral laica, dijeron más o menos esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, nosotros la suprimimos; pero es necesario, sin embargo, para que haya una moral, una sociedad, un mundo vigilado, que ciertos valores se tomen en serio y se consideren como existentes a priori; es necesario que sea obligatorio a priori que sea uno honrado, que no mienta, que no pegue a su mujer, que tenga hijos, etc., etc.… Haremos, por lo tanto, un pequeño trabajo que permitirá demostrar que estos valores existen, a pesar de todo, inscritos en un cielo inteligible, aunque, por otra parte, Dios no exista. Dicho en otra forma -y es, según creo yo, la tendencia de todo lo que se llama en Francia radicalismo-, nada se cambiará aunque Dios no exista; encontraremos las mismas normas de honradez, de progreso, de humanismo, y habremos hecho de Dios una hipótesis superada que morirá tranquilamente y por sí misma.
El existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres.
Dostoievsky escribe: "Si Dios no existiera, todo estaría permitido". Este es el punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no existe y, en consecuencia, el hombre está abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar la referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad.
Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas.
Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.

Seguir Leyendo...

Las once mil vergas (XXXII)

La española era una soberbia muchacha convenientemente descoyuntada. Unos ojos de azabache brillaban en su pálido rostro de óvalo perfecto. Sus caderas parecían hechas con torno y las lentejuelas de su traje deslumbraban.
El torero, esbelto y robusto, meneaba unas ancas cuya masculinidad debía tener algunas ventajas, sin duda.
Esta interesante pareja, antes que nada, lanzó a la sala un par de besos que causaron furor. Lo hicieron con la mano derecha, mientras que la izquierda descansaba en las arqueadas caderas. Luego, bailaron lascivamente al estilo de su país. Inmediatamente la española se levantó las faldas hasta el ombligo y las sujetó de manera que quedara descubierta hasta el surco umbilical. Sus largas piernas estaban enfundadas en medias de seda roja que llegaban hasta tres cuartos de los muslos. Allí, estaban sujetas al corsé por unas ligas doradas a las que venían a anudarse las sedas que aguantaban un antifaz de terciopelo negro colocado sobre las nalgas de manera que enmascaraba el ojo del culo. El coño estaba tapado por un vellocino negro azulado que se estremecía.
Seguir Leyendo...




El torero, sin dejar de cantar, sacó su miembro muy largo y muy tieso. Bailaron así, sacando el vientre, pareciendo buscarse y escaparse. El vientre de la joven se ondulaba como un mar que súbitamente se hubiera vuelto consistente; la espuma mediterránea se condensó así para formar el vientre de Afrodita.

De golpe, y como por encanto, el miembro y el coño de estos histriones se juntaron y se hubiera dicho que iban a copular lisa y llanamente en escena.
Nada de eso.

Con su miembro completamente enhiesto, el torero levantó a la joven que plegó las piernas y quedó en el aire sin tocar tierra. El se paseó un momento. Luego, cuando los mozos del teatro hubieron tendido un alambre tres metros por encima de los espectadores, subió allí arriba, y, obsceno funámbulo, paseó así a su amante por encima de los apretujados espectadores, a través del patio de butacas. Reculó enseguida hasta el escenario. Los espectadores aplaudieron estrepitosamente y admiraron plenamente los encantos de la española cuyo culo enmascarado parecía sonreír, pues estaba lleno de hoyuelos.

Entonces fue el turno de la mujer. El torero plegó las rodillas y, sólidamente ensartado en el coño de su compañera, fue paseado así sobre la rígida cuerda.

Esta fantasía funambulesca había excitado a Mony.

–Vayamos al burdel –dijo a Cornaboeux.

Los Samurais Alegres, tal era el agradable nombre del lupanar de moda durante el sitio de Port-Arthur.

Estaba regentado por dos hombres, dos antiguos poetas simbolistas que, habiéndose casado por amor, en París, habían venido a ocultar su felicidad al Extremo Oriente. Ejercían el lucrativo oficio de gerentes de burdel y vivían bien. Se vestían de mujer y se decían ternezas sin haber renunciado a sus bigotes y a sus nombres masculinos.
Uno era Adolphe Terré. Era el más viejo. El más joven tuvo su momento de celebridad en París. ¿Quién ha olvidado el abrigo gris perla y el cuello de armiño de Tristan de Vinaigre?

–Queremos mujeres –dijo Mony en francés a la cajera que no era otro que Adolphe Terré.

Este comenzó uno de sus poemas:

Una tarde que entre Versailles y Fontainebleau
Perseguía a una ninfa en los bosques susurrantes
Mi miembro se endureció de repente para la ocasión calva
Que pasaba enjuta y erguida, diabólicamente idílica.
La ensarté tres veces, luego me emborraché veinte días.
Agarré unas purgaciones pero los dioses protegían
Al poeta. Las glicinas han reemplazado a mis pelos
Y Virgilio cagó sobre mí, este dístico versallés...

–Basta, basta –dijo Cornaboeux– ¡mujeres, rediós!

–¡Aquí viene la sub-madama! –dijo respetuosamente Adolphe.

La sub-madama, es decir el rubio Tristan de Vinaigre, se adelantó graciosamente y, poniendo sus ojos azules en Mony, pronunció con voz cantarina este poema histórico:

Mi miembro ha enrojecido con una alegría encarnada
En la flor de mi vida
Y mis testículos se han bamboleado como frutos pesados
Que buscan la canasta.
El vellocino suntuoso donde se hunde mi verga
Se acuesta muy espeso,
Del culo a la ingle y de la ingle al ombligo (en
fin, de todos lados) Respetando mis frágiles nalgas,
Inmóviles y crispadas cuando tengo que cagar
Sobre la mesa demasiado alta y el papel helado
Los cálidos cagajones de mis pensamientos.
–En fin –dijo Mony– ¿esto es un burdel o un asilo?

–¡Todas las damas al salón! –gritó Tristan y, al mismo tiempo, dio una toalla a Cornaboeux añadiendo:

–Una toalla para dos, señores... Comprendan... es época de sitio.

Adolphe percibió los 360 rublos que costaban las relaciones con las prostitutas en Port-Arthur. Los dos amigos entraron en el salón. Allí les esperaba un espectáculo incomparable.

Seguir Leyendo...

Caosmeando

ecoestadistica.com