Despertó. Espera. ¿Despertó otra vez? ¿Por qué siempre despiertan? ¿Por qué siempre arrancas con alguien despertando? Está bien. Dormía y soñó. Ah, vale, muy bien, el otro recurso, el de los sueños. ¿No tienes nada mejor?
Despertó soñando. O soñó que despertaba. El caso es que tenía los ojos abiertos - o al menos eso pensaba - y no se podía mover. La cabeza le funcionaba a la perfección, pero el resto del cuerpo no obedecía a sus órdenes. El día parecía haberse puesto de acuerdo con él, pues todavía no había salido el sol pero tampoco era de noche en esos momentos de incertidumbre en los que salen los fantasmas a empañar el pasado o a llenar de niebla el futuro aunque siempre acercando el miedo todavía un poco más, y no podía huir de ellos porque, por más que lo intentaba, la pierna derecha no arrancaba y la izquierda pensaba que toda la vida juntas no iba a ser ahora cuando fuese a llevarle la contraria. Sólo le quedaba gritar, y ni siquiera eso lograba. El temor inicial había dado paso al miedo que traían los fantasmas para dejar entrar al pánico. Notó que el corazón se le aceleraba como aquella vez que Irene no volvía a casa y ya eran las seis de la mañana tranquilo cariño que no llegaré tarde pero no era ella quien llamaba sino la policía y a él le pasaron mil maneras de suicidarse mientras le contaban que perdón, que no era usted, vaya confusión, hola cariño perdón por llegar tan tarde, no sabes lo que me ha pasado. Cuando, empapado en sudor, comenzaba a darse por vencido, un grito que salía de las mismas entrañas lo devolvió a la realidad. Tras el desayuno ya había olvidado el incidente por esos caprichos que tienen las cosas que no tienen demasiado sentido si prefieres no pensarlas, dejarlas así.
Pero ahora ese episodio volvía a su cabeza, claro, meridiano. Ahora que veía a Irene alejarse entre esa nube de humo que dejaba su cigarro mal apagado. No te levantes, cariño, qué pasa, ya no te quiero, de hecho no sé si alguna vez lo hice, acábate al menos la cerveza y hablamos un rato pero si no hay nada de que hablar, mañana se pasarán a por mis cosas, adiós.
Otra vez los ojos abiertos y la mente expresando mil cosas que no acertaba a decir. Otra vez las piernas congeladas y él queriendo correr hacia esa forma que se mecía con el humo y que se alejaba de la manera tan grácil, elegante e irresistible que le habían dado las clases de esgrima. Otra vez sudoroso, a punto de llorar, se le acercaban los fantasmas que le replicaban no haberla cuidado más, haber olvidado tantas cosas, no haber sabido qué hacer tantas veces. Pero ahora lo sabía, sabía todo eso y que si se acercaba a susurrárselo volverían a estar juntos y te acuerdas cariño de aquella vez que me apagaste el cigarro diciéndome adiós, qué tontería, a saber dónde estaría yo ahora, hoy te toca cambiar los pañales al pequeño, mi amor. Notó que el corazón se le aceleraba como aquella vez que llovía y el coche derrapó y quedó tan cerca del borde que no pasó toda su vida alrededor suyo porque desde Irene no había nada más, pero resultó que esta vez no se le aceleraba sino que recordaba la vez de la cama y los fantasmas y las piernas y los gritos de las entrañas que ahora no llegaban porque su mente era la única que se negaba a aceptar que todo eso ya había muerto, y mientras sus brazos cogían el cigarro y se lo llevaban a la boca, mientras sus piernas se levantaban y lo llevaban de vuelta a otro mundo pensó que hacía mucho que no dormía.
¿Por qué siempre acaban mal? ¿Por qué no lo llevas volando hacia Irene y los reconcilias y los niños y los pañales y los te quiero mi amor? No lo sé, supongo que porque hace tiempo una epidemia mató todas las perdices; desde entonces, para que una historia acabe bien lo único que podemos hacer es evitar el final.
martes, 25 de marzo de 2008
Título
La leyenda de Gambrinus
Existe una leyenda conocida desde hace mucho tiempo sobre un joven llamado Gambrinus, el cual rechazado por el amor de su vida decidió suicidarse, en ese preciso momento oyó una voz que le decía: "el orgullo de una mujer no es motivo de suicidio". Se trataba de un pequeño anciano.
El anciano se llamaba Ruud y deseaba ayudarle a olvidar a la dama, venía del país de los seres pequeños en las regiones subterráneas de la tierra.
-Gambrinus le pregunto: ¿algo querréis a cambio?
-Vuestra vida le dijo Ruud, dentro de 70 años os vendré a buscar y os llevaré conmigo.
-¡De acuerdo pero! Deseo que mi existencia en la tierra sea feliz.
Entonces el anciano hizo un gesto con la mano y apareció ante Gambrinus una enorme extensión de tierra, con largas filas de varas de abedul sobre las que trepaba una planta con flores amarillas muy aromáticas. Al fondo se divisaba una casa de piedra.
-¿Gambrinus le pregunto que es eso?
-Una plantación de lúpulo y la casa una fábrica de cerveza, la flor de esta planta curará tu amor.
Ruud llevó a Gambrinus a la fábrica y después de explicarle el proceso de elaboración le hizo probar ese elixir, por primera Gambrinus olvidó a Margarita su gran amor.
Al día siguiente Gambrinus volvió a su ciudad Kortrik y compró una gran extensión de terreno donde plantó lúpulo y edificó una enorme fábrica de cerveza.
La población empezó a aficionarse a este producto y fue tal su éxito que empezó a extenderse por los países Bajos, Alemania, etc.
El rey de los países Bajos lo nombró conde de Flandes pero Gambrinus prefería que lo conociesen como el rey de la cerveza que era como popularmente lo conocían los habitantes de Kortrik.
Gambrinus nunca volvió a pensar en Margarita y vivió en paz hasta los 90 años cuando se le apareció el anciano Ruud. Gambrinus lo reconoció y enseguida sin decir nada abandonó su castillo y partió para siempre al país de los seres pequeños.
Allí fue reducido su tamaño y continua viviendo eternamente.
(Extracto de la adaptación de Ros García LLuis: Cuentos Flamencos, Editorial Araluce, Barcelona 1948)