miércoles, 21 de noviembre de 2007

Él y Ella (II) o El Columpio

Después de un poco de literatura, toca un corto del mismo género. Esta vez los protagonistas son Coque y Ariadna, siguen sin conocerse y gracias a ello ganaron un Goya en 1993.

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Él y Ella o historia de una mirada

Juanjo

Sonó el despertador –7:45- y se levantó como cada mañana. Era viernes y por fin se acababa la tediosa semana. Encendió un cigarrillo aún sentado en la cama y lo consumió mirando al techo, pensando en lo habitual, la jornada de trabajo, lo que iba a hacer ese fin de semana, en algunas mujeres y amigos. Entró al baño y se quitó la ropa, se miró al espejo y jugó un rato, haciéndose el forzudo y el gangster peligroso. Se metió en la ducha. La sensación del agua cayendo sobre su cabeza, martilleando sus oídos y resbalando acto seguido por el torso y las piernas le agradaba. Se vistió con unos vaqueros viejos y una camiseta corta de un viaje que había hecho a Amsterdam unos años antrás. Encendió otro cigarrillo y recogió un poco el cuarto, no sabía muy bien cómo, pero siempre estaba todo descolocado y presentaba un aspecto sucio. Desayunó un vaso de leche fría, como siempre. Cogió el bolsito y metió dentro unos cuantos bolígrafos, unos lapiceros, unos cuantos papeles sueltos, un libro de Camus y un cuaderno. Cuando ya se marchaba, se dio cuenta de que olvidaba el mp3- siempre le había gustado oír música mientras escribía o leía-. Cerró con llave la puerta tras de sí y bajó corriendo las escaleras, no es que tuviera prisa, pero eran sólo dos tramos de escaleras y le gustaba bajarlas así.

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Salió a la calle y encendió el último cigarrillo. Tiró el paquete a una papelera y echó a andar. Siempre había caminado con un pasó titubeante, mientras movía la cabeza de forma continuada observando todas las cosas que se le presentaban. Fumaba tranquilamente y entró a un bar a comprar otra cajetilla, aprovechando ahora que llevaba algo de suelto. Salió del bar y siguió caminando, mirando a todos los muchachos que jugaban a la pelota, las madres que charlaban, los bebés en sus carros dormidos, unos pájaros que revoloteaban haciendo cabriolas, un barrendero limpiando las calles, un par de vagabundos... . Pasó, como todas las mañanas, por delante de su antiguo instituto. Recordaba todos los días aquellos buenos tiempo, donde no poseía responsabilidades; recordaba a sus compañeros de clase, a Tomás, a Clara, a Isabel, a Mario, a Juan, a Marta, a Sandra, a Alberto; a sus profesores, la directora, la profesora de latín, la de historia, aquel entrañable profesor de griego, el mamarracho de literatura, aquel profesor que tanto le había echo interesarse por el “pensar”. Cuantos momentos volvían a su mente, animadas charlas en la hora del recreo, ligues, chistes en clase, broncas, algún castigo. Sí, definitivamente, aquellos sí que eran buenos tiempos, o al menos eso era lo que pensaba él. Enfiló calle abajo hacia la estación, escuchando su música y contento, era viernes. Saludó a un par de personas que venían del ferrocarril , sacó su billete y pasó el torniquete. Miró el anden de izquierda a derecha y se quedó de pie apoyado en una pequeña verja. Nunca solía sentarse a esperar, prefería estar allí, mirando a todas las personas que pasaban. Faltaban 3 minutos para que llegara. Esperó tranquilo, y decidió no sacar el libro.

Al fin apareció el tren, siempre le había parecido que el tiempo indicado por el cartel luminoso y el tiempo real de la llegada no eran iguales, pero no lo podía comprobar, llevaba muchos años sin llevar reloj. Subió al vagón y miró a los lados, había sitios de sobra. Observó la hora que indicaba el letrero del interior, llegaba un poco tarde. Se fue haciael final, junto a la ventana. Estaba ya sentado cuando arrancó el tren, con el codo apoyado en el saliente de la ventana y la cabeza apoyada sobre la palma de la mano, mirando por el cristal. Le gustaba mirar las cosas pasar, los campos, los árboles, los edificios, las carreteras. Tras la primera parada sacó el libro de Camus del bolsito y comenzó a leerlo. Le gustaba aquel escritor, le encantaban sus reflexiones, era un tipo bastante lúcido, aunque a veces perdiera un poco el hilo, producto de los constantes saltos a que acostumbraba el escritor argelino. En la siguiente parada solía subir y bajar mucha gente. Así que dejó por unos momentos de leer, y fue escudriñando los rostros de los que esperaban en el anden. Vio que nadie se acercaba a los asientos de sus inmediaciones y concluyó en seguir leyendo. Comenzaba otra vez a sumergirse en el papel cuando percibió que una figura pasaba a su lado. Alzó de repente la cabeza y la vio. Radiante, esbelta, sonriendo, con los mofletes de un color rosa pálido y aquellos ojos.


Cristina

Se levantó de la cama al compás de la radio. Eran las 8 y tenía aún bastante tiempo para prepararse. Había quedado con un par de amigas en el centro para hacer unas compras, ver una película, comer algo y pasear. Abrió las ventanas y dejó airearse la habitación. Puso un cd en la minicadena y comenzó a hacer la cama, mientras canturreaba y bailoteaba. Cerró la ventana y se fue al baño, saludando por el camino a su compañera de piso Elisa. Se quitó el pijama y se quedó mirándose en el espejo. Le gustaba mucho su cuerpo, su cuello y sobre todo, sus ojos. Obsequió a su reflejo con un sonrisa enorme. Abrió el grifo y cuando notó el agua caliente se metió debajo. Mientras se enjabonaba suavemente y dejaba correr el agua por su espalda se dedicaba a cantar una canción infantil, que su madre le había enseñado cuando aún era ella pequeña. Salió de la ducha y tras secarse un poco el pelo se enrolló la toalla alrededor de la cintura. Volvió al cuarto y cuando se secó del todo tiró la tolla sobre la cama y abrió el armario. Hacia buen tiempo así que no tendría que abrigarse demasiado. Escogió un vestido de verano raso de color azul cielo, fino y muy liviano. Se puso dos zapatos bajos sin tacón de color blanco. Miró su figura en el espejo y dio unas vueltas sonriendo, siempre había pensado que estaba muy bien con aquel vestido. Cogió el bolso blanco de asa larga, y metió dentro la cartera, un pequeño bolsito de maquillaje, un espejo de rostro y un libro que le habían regalado sus padres por su cumpleaños. No solía leer mucho, pero aquello era un regalo. Tomó junto a su compañera un café con tostadas, mientras charlaban de cosas sin demasiada importancia. Se despidió de ella y salió del piso. Tomó el ascensor, donde se encontró con Víctor, su vecino del 6º. Se saludaron y charlaron un poco de cómo les iba la vida.

Ya en la calle encendió un cigarrillo, y mientras se detenía a mirar algunos escaparates fue dirigiéndose hacia la estación de tren. No tenía ninguna prisa, ya sabía o al menos sospechaba que sus amigas no llegarían a la hora indicada, ciertamente la puntualidad no era una de sus virtudes. Se quedó un buen rato parada mirando una pequeña tienda de regalos. En el escaparate se podían ver varios detallitos, de esos que se suele regalar a las personas queridas de vez en cuando, aunque no sea un día de esos que se llaman especiales. Fijó su mirada en un jarrón de color violeta, de cuello alto y fino y de no demasiado tamaño. Dentro del jarrón destacaba una rosa negruzca. Parecía bastante real, pero vio que no tenía agua, así que no podía ser. Observó a la gente que caminaba a sus espaldas de un lado para otro reflejada en el cristal. Decidió irse, que al final, como siguiera así, sería ella la que llegaría tarde, y eso no podía ser. Se cruzó con la madre de Paula, una amiga del colegio. Lo típico, “¿cómo está tu madre?”, “¿y tu padre?” y “¿ y a Paula como le va en la universidad?”. Parecía que todo seguía más o menos igual y se sintió feliz. Llegó ensimismada en sus dulces sensaciones y pensamientos a la estación. Sacó el billete y pasó al anden. Caminó un poco intentando recordar cuál era el mejor lugar para bajarse en la parada en la que había quedado. Se sentó en un banco metálico junto a una madre y su hija pequeña. Siempre le habían hecho gracia los niños. La niña tarareaba una canción y balbuceaba cosas a su madre, que la regañaba constantemente por estar moviéndose todo el rato y no parar quieta. Ella había sido así cuando era pequeña, y esbozó una sonrisa recordando los tiempos de su aún cercana infancia.

Llegó el tren y se levantó para subir. Esperaba encontrar sitio, no la gustaba tener que ir de pie, y menos siendo tantas paradas. Una vez en el vagón miró en todas direcciones buscando un sitio. No lo encontraba. El tren iba cargado de mucha gente, lo cual la extraño, sobre todo por la hora que era. Por fin vio un sitio libre al fondo, junto a la puerta trasera. Había un chico allí solo sentado y pensó, “mmmm tal vez sea guapo”. Atravesó el vagón mirando a la gente que se acomodaba en sus asientos escuchando música, discutiendo animadamente o simplemente leyendo un libro. Observó al chico mientras se acercaba a él. Estaba de espaldas y no podía diferenciarlo demasiado bien. Lo único que llegó a distinguir fue una pequeña coletita que le bajaba por la nuca, pero no llevaba todo el pelo largo. No parecía ir demasiado bien vestido, aunque eso no le preocupaba, se sentía muchas veces atraída por chicos de ese tipo. Llegó al final del vagón sonriendo alegre, pasó al lado del chico y éste levantó la cabeza. Sus miradas se entrecruzaron y parecieron detenerse durante unos instantes. No era guapo, pero aquellos ojos.


El tren

Juanjo seguía leyendo. Pero ya apenas le prestaba atención al señor Camus. Los ojos de aquella muchacha..., sentía cada vez con más fuerza la necesidad irrefrenable de volver a verlos. No era capaz ni de recordar su color, tan plenamente había quedado hipnotizado por aquella mirada, que había perdido por unos segundos toda percepción de tono, brillantez, tamaño o expresión, aunque creía recordar que eran unos ojos enormes. Apartaba la mirada del libro de vez en cuando, pero no se atrevía a fijar la mirada en ella. Simplemente hacia que contemplaba el paisaje más allá de la ventanilla, para poder, de vez en cuando, observar furtivamente su cara reflejada en el cristal. No repitió la operación demasiadas veces, le daba un poco de vergüenza mirar a aquella desconocida a hurtadillas. Decidió concentrarse en otra cosa, tal vez le sirviera escribir un rato. Guardó el libro y rebuscando en la mochila sacó su cuadernillo de notas y un bolígrafo. Pero antes de empezar a garabatear tonterías miró por última vez a la chica a través de la ventana. Sus miradas se cruzaron en sus reflejos, un escalofrío recorrió su cuerpo y se abalanzó ávido sobre el cuaderno, debía calmar aquellos impulsos. Escribía y escribía versos, pequeños párrafos, ideas y alguna que otra anotación sin sentido. Lo hacía todo de manera acelerada y con una lucidez que ni el mismo hubiera creído podría llegar a tener algún día. Enfrente tenía una musa. Sus ojos podrían haber sido el oráculo de cualquier poeta de la antigüedad o las sustancias de cualquier visionario, tenía la certeza.

Cristina sacó el móvil, tenía que hacer una llamada a su madre, ese domingo iría a comer a casa y debía avisarla. Habló durante poco tiempo, y se puso a mirar por la ventana. Aquel chico tenía un algo en su mirada que no podía describir, sería ¿astucia?, ¿malicia?, ¿compasión?, ¿admiración? o ¿simple curiosidad? Tenía que dejar de comerse la cabeza y sacó otra vez el móvil, jugaría a cualquier cosa, antes que seguir pensando en el chico. Jugaba entretenida mientras miraba de soslayo al muchacho. Él levantaba la cabeza a veces y miraba por la ventana. No era un chico guapo, pero le llamaba la atención, pensó que sería probable que fuese por su aire de indiferencia, aunque no estaba segura. Instintivamente se veía impulsada a mirar por la ventana cuando el chico lo hacia, ¿qué era lo que miraba? ¿qué le llamaba la atención? Era un misterio. Continuó jugando, pero ya no pensaba en serpientes y en comer muñequitos, sino en aquel extraño chico que parecía ausente. Sentía ciertas ganas de observarle y volver a ver sus ojos. Miraba haciéndose la distraída por la ventanilla, observando de reojo al muchacho. Le pareció que el joven estaba ocupado en algún quehacer aunque pareciera que no hacia nada, tal vez estuviera meditando o pensando en sus cosas, aunque parecía tener la vista perdida en algún punto indeterminado del cristal. Espero a que levantara la vista y buscó el punto en la ventana, lo encontró, la miraba a ella, a su reflejo. Sus miradas se encontraron por segunda vez y el chico agachó la cabeza titubeante y ruborizado. Guardó el libro y cogió un cuaderno de la bolsa. Le vio comenzar a escribir y pensó, “que mono” y se quedó pensativa.

Él deseaba volverla a mirar, no lo podía evitar. Se afanaba por disimular sus coloradas orejas, signo evidente de su vergüenza. Ya ni siquiera escribía nada coherente, sólo palabras sueltas, firmas y garabatos. Pensó en cuántos hombres habrían estado en su situación. Debía comportarse como un héroe, como Ulises al querer oír a las sirenas, pero sin cuerdas que le ataran a ningún mástil. Sino volvía a ver los ojos de aquella muchacha moriría pensando en ella. Alzó la vista despacio con semblante serio.

Ella pensaba en cómo sería la vida del chico, tenía pinta de estudiante, aunque iba un poco desaliñado. Pensó si tendría novia, no sería extraño que fuera así, ahora todo el mundo tiene parejas, no es algo tan difícil. Nunca se le había dado mal juzgar a la gente por su mirada. Y en los pocos segundos que pudo observar los ojos del muchacho supo que no era alguien normal, que vivía otras cosas, que respiraba otro aire y que su alegría o su tristeza no eran como la de los demás. Deseaba volver a verlos con fuerza. A cada instante el recuerdo de los ojos del muchacho le parecía más bello. Alzó la mirada esbozando una leve sonrisa de.


Ambas miradas se cruzaron y quedaron fijas, sosteniéndose la una en la otra. Ya sin miedo. ni vergüenza. observándose sin ningún pudor, como si fueran dos enamorados. No hablaban, no era necesario, decían con la mirada. Juanjo llegó a sonreír ante el rostro de Cristina, y ésta, en respuesta, agrandó aún más la que ya poseía. Fueron segundos, minutos o centésimas, pero les pareció eterno, se miraban uno al otro desde un rincón que se esconde en los lindes del tiempo y el espacio. La señorita de la grabación anunció la próxima parada. Los dos se dirigían al mismo lugar, ¿a dónde irá? Pensaron ambos. Sostuvieron la mirada hasta que el tren hubo parado definitivamente y los viajeros comenzaban a bajarse. Se levantaron, salieron y bajaron las escaleras del vagón casi rozándose, sintiendo cada uno la presencia del otro. Un último cruzar de ojos, y cada uno tiró por su lado, a seguir con su vida.

Sus cuerpos se fueron, es cierto. Siguieron su vida, y es muy probable que en unos días olvidaran los dos el incidente. Tal vez alguna noche les visitara en sueños aquella escena. Pero se hace ameno pensar, que una parte de ellos, una parte de su alma, su cogito, espíritu, corazón o como queráis llamarlo se quedó allí, en el vagón del tren sentada, mirándose por los siglos de los siglos, de estación en estación, sin decir ni una sola palabra. Y es que a veces el amor no necesita de expresiones sonora.

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Dick,dick,dick,dick...

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Amateur Transplants - The drugs song

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Opium II

Se percibe una sensación general de deliciosa paz y comodidad, con una elevación y expansión de toda naturaleza moral e intelectual. No hay la misma excitación incontratable que se observa con el alcohol, sino una exaltación de nuestras mejores cualidades mentales, un aura más cálida de benevolencia, una disposición a hacer grandes cosas pero noble y benévolamente, un espíritu más devoto y una mayor confianza en uno mismo, junto con una conciencia de poder. Y esta conciencia no se equivoca del todo, porque las facultades imaginativas e intelectuales son elevadas hasta el punto más alto compatible con la capacidad individual. Al cabo de algún tiempo, esta exaltación se hunde en una serenidad corporal y mental, apenas menos deliciosa que la exaltación previa, y termina en sueño al poco.

Testimonio afirmado en 1886 por G. Wood, titular de farmacología clínica en la Universidad de Pennsilvania y presidente de la American Philosophical Society.

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Soy escandinavo

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Diarios de guerra X

27 de Abril:
No hablamos durante toda la noche. Sólo observamos arropados por las sombras y la incesante lluvia. A las 3 am localizamos un movimiento a unos 150 metros al noroeste de nuestra posición. Varios jeeps, dos tanques ligeros, un par de camiones de suministros y unos 20 hombres a pie. ¿Sería una avanzadilla? ¿Exploradores?¿Una ruta de suministros? No sé qué eran, sólo sé que eran enemigos... y esta noche, si vuelve, debemos cortarles el paso, es nuestro deber. Por la mañana, cuando ya todo parecía calmado, miré a los chicos y rompí el silencio. Expliqué el plan. Primero Smith debía colocar en el camino, justo a la altura de una curva tres cargas explosivas de activación manual. Parecía buen terreno para ocultarlas, tierra húmeda y de un color negruzco. Mandé a Goran montar la ametralladora en un pequeño saliente rocoso, en un ángulo perpendicular a la curva. Tuve que ayudarle a hacerlo, estaba muy nervioso, intenté calmarle, pero era su primer combate, así que desistí. La primera vez, es la primera, uno no sabe muy bien qué hacer, ni lo que los demás esperan de él. Ordené a Sonseca cavar dos pequeñas zanjas a cada lado del camino, a distancia prudencial pero de tiro. En la noche nos servirán para ocultarnos y mantener el factor sorpresa. Smith y yo ocuparemos los escondrijos, Goran la ametralladora y Sonseca debía cubrir nuestras posiciones situado a unos 150 metros de la zona de “emboscada”. A las 16:35 el operativo estaba montado y listo para actuar.
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Nos reunimos para comer, descansar y renovar fuerzas. No hablábamos, nadie levantaba la mirada, miraban el plato, absortos, ausentes, intentando evitar lo inevitable, el combate. Supongo que en ese momento, todos desearíamos estar en la cama con una muchacha, hablando, besándola, acariciándola… qué más da, el caso sería no estar aquí. Después saqué de mi mochila la petaca, rellenada de una ginebra escocesa de fabricación casera. No es una delicia, pero anima el espíritu. Ofrecí a los chicos un trago e insté a Sonseca a que se hiciera un porro. Ya más relajados, pregunté a Goran cómo se encontraba. Levantó la vista que tenía incrustada en sus botas y la clavó en mis ojos, estaba pálido, como si acabara de ver un fantasma, pensé que en cualquier momento rompería a vomitar o lo que es peor sollozar. Pero no, me dijo en tono entrecortado: “Señor, siente usted miedo. Sé que yo no soy un cobarde, sé que puedo hacerlo. Pero siento pánico, ahora mismo estoy agarrotado, no podría ni sostener en brazos a un gato. Sé cual es mi deber Señor, sé que es lo correcto, pero no sé si seré capaz de hacerlo”. Me levanté, devolví el porro a Sonseca y me acerqué a Goran, le di unas palmadas en la espalda y le alboroté el pelo, dejé escapar de mis labios: “Tranquilo muchacho, todo irá bien, me tienes a mí… y eso es un gran paso”. Sonrió, se levantó y replicó enérgicamente: “Señor, sí Señor, estaré a su lado y a sus órdenes”. A las 19:30 tomamos posiciones. Operación Trueno de Noche en marcha.

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Caosmeando

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