jueves, 25 de septiembre de 2008

Ad abolendam

O Para la abolición, decreto publicado en 1184 por el papa Lucio III, llamado la carta magna de la inquisición medieval

«Para abolir la depravación de las diversas herejías que en los tiempos presentes han comenzado a pulular en diversas partes del mundo, debe encenderse el vigor eclesiástico, a fin de que -ayudado por la potencia de la fuerza imperial- no sólo la insolencia de los herejes sea aplastada en sus mismos conatos de falsedad, sino también para que la verdad de la católica simplicidad que resplandece en la Santa Iglesia, aparezca limpia de toda contaminación de los falsos dogmas.

Por ello nos, sostenidos por la presencia y el vigor de nuestro queridísimo hijo Federico, ilustre emperador de los Romanos, siempre augusto, con el común acuerdo de nuestros hermanos, y de otros patriarcas, arzobispos y de muchos príncipes que acudieron de diversas partes del mundo, por la sanción del presente decreto general, nos levantamos contra dichos herejes, cuyos diversos nombres indican la profesión de diversas falsedades, y condenamos por la presente constitución todo tipo de herejía cualquiera sea el nombre con que se la conozca.

En primer lugar determinamos condenar con anatema perpetuo a los cátaros y patarinos, y a aquellos que se llaman a si mismos con el falso nombre de Humillados o Pobres de Lyon, a los Pasaginos, Josefinos y Arnaldistas.
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Y puesto que algunos bajo apariencia de piedad y como dice el apóstol, pervirtiendo su significado, se arrogan la autoridad de predicar, aun cuando el mismo apóstol dice "¿cómo predicarán si no son enviados?", a todos aquellos que, bien impedidos, bien no enviados, presumieran predicar ya sea en público o en privado, sin haber recibido la autorización de la Santa Sede o del obispo del lugar.

También ligamos con el mismo vínculo de anatema perpetuo a todos aquellos que respecto al sacramento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, o sobre el bautismo, o la remisión de los pecados, el matrimonio, o sobre los demás sacramentos de la Iglesia, se atreven a sentir o enseñar algo distinto de lo que la sacrosanta Iglesia Romana predica y observa; y en general a quien quiera que sea juzgado como hereje por la misma Iglesia Romana, o por cada obispo en su diócesis, o bien , en caso de sede vacante, por los mismos clérigos, con el consejo -si fuera necesario- de los obispos vecinos.

Determinamos que queden sujetos a la misma sentencia todos sus encubridores y defensores y todos aquellos que prestasen alguna ayuda o favor a los predichos herejes con el fin de fomentar en ellos la depravación de la herejía, bien a aquellos consolados, o creyentes, o perfectos, o con cualquiera de los nombres supersticiosos con que se los llame.

Y puesto que a veces sucede -a causa de los pecados- que sea censurada la severidad de la disciplina eclesiástica por aquellos que no comprenden su significado; por la presente ordenación establecemos que aquellos que manifiestamente fueran sorprendidos en las acciones antes nombradas, si es clérigo, o se ampara engañosamente en alguna religión, sea despojado de todo orden eclesiástico y del mismo modo sea expoliado de todo oficio y beneficio eclesiástico y sea entregado al juicio de la potestad secular, para ser castigado con la pena debida, a no ser que inmediatamente después de haber sido descubierto el error retornase espontáneamente a la unidad de la fe católica y consintiese -según el juicio del obispo de la región- a abjurar de su error y a dar una satisfacción congrua.

En cambio, el laico al cual manchase una culpa -ya sea privada o pública- de las pestes predichas, sea entregado al fallo del juez secular para que reciba el castigo debido a la calidad del crimen, a no ser que como se ha dicho, habiendo abjurado de su herejía, y habiendo dado satisfacción, al instante se refugiase en la fe ortodoxa.

Aquellos empero, que provocasen la sospecha de la Iglesia serán sometidos a la misma sentencia, a no ser que a juicio del obispo y consideradas la sospecha y la cualidad de las personas demostrase la propia inocencia con una justificación pertinente.

Aquellos, no obstante, que después de la abjuración del error, o después de que -como dijimos- se hubiesen justificado frente al obispo, fuesen sorprendidos reincidiendo en la herejía abjurada, determinamos que deben ser entregados al juicio secular sin ninguna otra investigación; y los bienes de los condenados, con arreglo a las legítimas sentencias, sean entregados a las iglesias a las cuales servían.

Determinamos pues, que la excomunión predicha, a la cual queremos que sean sometidos todos los herejes sea renovada por todos los patriarcas, arzobispos y obispos en todas las solemnidades, o en cualquier ocasión, para gloria de Dios y para reprensión de la depravación herética. Estableciendo con autoridad apostólica que si alguien del orden de los obispos fuese encontrado negligente o perezoso en este punto, sea suspendido de la dignidad y administración episcopal por el espacio de tres años.

A las anteriores disposiciones, por consejo de los obispos y por sugerencia de la autoridad imperial y los príncipes, agregamos el que cualquier arzobispo u obispo, por si o por su archidiácono o por otras personas honestas e idóneas, una o dos veces al año, inspeccione las parroquias en las que se sospeche que habitan herejes; y allí obligue a tres o más varones de buena fama, o si pareciese necesario a toda la vecindad, a que bajo juramento indiquen al obispo o al archidiácono si conocen allí herejes, o a algunos que celebren reuniones ocultas o se aparten de la vida, las costumbres o el trato común de los fieles. El obispo o el archidiácono convoque ante su presencia a los acusados, los cuales sean castigados según el juicio del obispo, a no ser que a juicio de aquellos y según las costumbres patrias hubiesen purgado el reato imputado, o si después de haber hecho penitencia recayesen en la perfidia primera. Pero si alguno de ellos rechazando el juramento por una superstición condenable, se negasen tal vez a prestar juramento, sea considerado por este mismo hecho como hereje y sea sometido a las penas que fueron indicadas más arriba.

Establecemos además que los condes, barones, magistrados, cónsules de las ciudades y de otros lugares, que bajo advertencia de los arzobispos y obispos, prometan bajo juramento, que ayudarán a la Iglesia con fortaleza y eficacia contra los herejes y sus cómplices de acuerdo a todo lo prescrito cuando les fuera requerido; y se ocuparán de buena fe de hacer ejecutar según su oficio y su poder todos los estatutos eclesiásticos e imperiales que hemos dicho. Empero, si no quisieran observar esto, sean despojados del honor que han obtenido, y no obtengan ningún otro de ninguna forma, y sean sujetos a excomunión y sus tierras a entredicho eclesiástico. La ciudad que se resistiera a cumplir con las decretales establecidas, o que contra la advertencia del obispo se negase a castigar a los opositores, carezca del comercio con las demás ciudades y sepa que será privada de la dignidad episcopal.

Todos los fautores de los herejes sean excluidos de todo oficio público y no sean aceptados como abogados ni como testigos considerándoselos como condenados a perpetua infamia.

Si hubiera algunos que, exentos de la jurisdicción diocesana estén sometidos únicamente a la potestad de la Sede Apostólica, no obstante, quedan sometidos al juicio de los arzobispos y obispos respecto a lo que más arriba ha sido establecido contra los herejes, y aquellos sean obedecidos en este asunto como legados de la Sede Apostólica, no obstante los privilegios de exención.»

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