miércoles, 5 de diciembre de 2007

Que trabajen ellos (3)

La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos.
Esto se hizo evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después.
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La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto,
desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización
científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir de hambre
por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.

Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido
desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando—digamos—ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el
número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno
más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás con-
tinuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro
plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable
tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo xx, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al día. Cuando los entremetidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto,fueron estableci-
das por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las fiestas los
pobres? Deberían trabajar». Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.

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