miércoles, 14 de noviembre de 2007

Un marido sin vocación


Un otoño -muchos años atrás- cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.

-¡Hay un matrimonio próximo, pollos! -advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.

-¿Un matrimonio?

-Un matrimonio, sí -corroboró Ramón.

-¿Tuyo?

-Mío.

-¿Con una muchacha?

-¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?

- ¿Y cuándo ocurrirá la cosa?

-Lo ignoro.

-¿Cómo?

-No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla...

Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La moda y laCasa (publicación para muchachas sin novio).

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Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!... Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal...


Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!

Y los amigos cogimos otro sandwich -dozavo- y otra copita.

Y allí acabó la cosa.


Mas, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí...
Al contrario: allí daba principio.


Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por construir un hogar dichoso.

-¡Soy un idiota! -murmuró Ramón-. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado...

Y corroboró rabioso:

-¡Soy un idiota!

Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.

-¡Dios mío! -gruñía Ramón mirándola-. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!... No hay ya salvación para mí..., ¡no la hay!

Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.

-¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! -gritó.

(Silvia miró al parabrisas con infantil docilidad).

Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:

-Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cual más disparatada...

Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.

Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial.

Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.

-Grupo nupcial, ¿no? -indagó.

-Sí -dijo Ramón.

Y añadió:

-Con una variación.

-¿Cuál?

-La sustitución más original vista hasta ahora... Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto... ¡Viva la originalidad!

Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:

-¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión: La cara más alta... ¡Cuidado! ¡Así!... ¡Ya!

Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.

-¡Al auto! -mandó.

(Silvia ahora iba llorando)

-¡La cosa marcha! -susurró Ramón.


Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.)

Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.

-Yo viajo con los maquinistas -anunció-. Voy a la locomotora... ¡Hasta la vista!

Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún había adquirido un magnífico color antracita.


Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.

Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido.

Nutrido público los miraba al pasar, asombrado.Silvia sufría cada día más.

-¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! -murmuraba todavía Ramón.

Pronto rogará Silvia un divorcio total. Sigamos las burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.

Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a todas las llamadas.


Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.
Por fin lo trasladaron al manicomio.

Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia...


_nriqu_ Jardi_l Ponc_la

5 comentarios:

Uno, trino y plural dijo...

¿Nadie ha notado algo raro? Tan solo decid sí o no. el Jueves a la mañana revelo el secreto.
Eso sí, he dejado una gran pista.

Uno, trino y plural dijo...

Sí lo he notado, son graciosos y ayudan a ejercitar el intelecto esta clase de ejercicios de estilo

Anónimo dijo...

Creo recordar que hay un libro de Augusto Monterroso que se llama así

Uno, trino y plural dijo...

Voy a decir la curiosidad antes de tiempo, que con el ritmo que llevamos pasamos página en menos que canta un gallo.
Jardiel Poncela no utiliza la letra E en este escrito.
Es impresionante. Merece la pena leer también esta obra del forero Joni para el concurso de relatos:
XXV. Autor: Joni

¿Conocéis el periplo del bueno de Melecio, el chófer destructivo? Fue muy célebre en su tiempo, y el mismísimo Dios, convertido en fulgente plumín, dedicóle dos folios y pico de merecidos improperios. No es de él de quien pienso sostener un perfil (llegó un momento en que todo supimos de su nocivo existir), sino de su hijo, el ínclito Víctor, y digo ínclito por no decir un epíteto peor.

Jugó Víctor, con enorme éxito, todos los deportes de equipo en su periodo en el colegio. Lo mismo el béisbol que el voleibol, el fútbol o el ciclismo (deporte muy "de equipo", no os dejéis confundir). Pero fue otro deporte el que ocupó el tiempo y el esfuerzo de Víctor, otro en el que el tino y el vigor son requisito imprescindible en idéntico nivel.

No necesitó mucho tiempo en descubrir, en los inmensos terrenos del Instituto de su pueblo, el indescriptible deleite del espíritu que se obtiene de conseguir un buen enceste, de intuir el recorrido del esférico en un rebote, de que tu enemigo llore por recibir un gorro de ésos de "éste soy yo" .

Como quien dice, se hizo hombre en el terreno de juego. Sus logros vinieron repitiéndose con creciente tozudez y, por supuesto, el equipo del instituto evolucionó con él, convirtiéndose de súbito en el invencible referente competitivo de su división. En su último curso, el nivel de juego sostenido por el equipo de Víctor fue, lo digo sin rodeos, un show como no vimos ni veremos de nuevo. Ni los miríficos esfuerzos de equipos solventes y bien constituidos, fueron suficiente en el empeño de detener los terribles empellones del juego incontenible de nuestro hombre.

Víctor Volodio estuvo en ese tiempo, y no me neguéis que por méritos propios, en el Olimpo de los sueños de todo individuo residente en su coqueto pueblecito y en los numerosos concejos y municipios limítrofes, donde el gusto enfermizo, obsesivo, del vulgo por el deporte del 3,05, es bien conocido por todos. Sus rebotes en eterno vuelo sobre el resto de interiores, sus precisos y preciosos tiros después de bloqueo, los cortes velocísimos, el etéreo movimiento de pies, su tremendo sentido defensivo, el gusto genético por el compromiso con el equipo y sus objetivos, un indómito despliegue de recursos técnicos, físicos y de mero conocimiento del juego, en fin, hicieron de él un icono, un héroe de los jóvenes y menos jóvenes que tuvieron suerte de verlo en ese contundente esplendor juvenil.

Llegó por fin el momento decisivo, el encuentro por el título del Torneo del Territorio Noreste, que supuso en último término, como pronto veréis, el triste y definitivo derrumbe del imprevisible Víctor, el ilustre jugón que todo tuvo y todo se empeñó en perder. El choque corrió por los derroteros previstos por todos: el electrónico siempre luciendo números idénticos o muy próximos, los dos equipos en el límite de su psique, compitiendo sin resquicios, con un objetivo nítido, idéntico, volver con el trofeo bien sujeto en el tren de regreso, inmisericordes con el pretendiente vencido, con el perdedor, con quien no se hizo merecedor del éxito.

- Veintiocho puntos metió por el momento el niño Volodio. Y unos quince rebotes. Y no creo que lleve menos de siete robos. Es bueno el jodido, ¿que no? Es medio equipo, si no dos tercios.
- ¡Hombre! El hijo del chófer. ¡Lustros que los conozco, Melecio y su prole! ¡Gente de bien, sí señor! Sólo tiene que poner el rejón de muerte con estos dos tiros libres y nuestro equipo consigue el título. No se me ocurre mejor honor con que despedirse de su pueblo, del instituto, de sus íntimos, e ir en pos de los clubes con dinero que recompensen por fin su indiscutible genio.

Quieto, solo, inexpresivo, tensos todos los músculos de su cuerpo, en medio del viscoso e invisible fluido, que Víctor pronto reconoció como el peso del triunfo, como el inminente riesgo del reproche y el olvido, soltó su primer proyectil. Entró por el centro geométrico del hierro, como si lo hubiese dirigido un eficiente y generoso custodio, venido del mismísimo cielo. Eufóricos gritos de los seguidores del Miguel Delibes, "¡Bien! Como mínimo, dispondremos de otros cinco minutos en los que resolver el litigio" . Tímido murmullo en el resto del recinto, el susto recorriendo los cuerpos de los encogidos supporters del oponente, el Colegio Inglés, sempiterno reducto del pijerío oriundo, "si tuviésemos un killer como éste..."

Y entonces ocurrió. No sé, ni él mismo supo, estoy seguro, qué fue lo que rompió el escudo defensivo de su instinto, el recogimiento interior, ese huir del mundo imprescindible en los momentos decisivos, si lo que uno quiere es que resulten bien. Un grito de un repelente niño pijo, triste por ver el desplome de su equipo, se hundió en el pecho de Víctor que, de súbito, entristeció con él. Miró en derredor y encontró mil veces ese mismo grito de dolor, en los ojos de los seguidores del Colegio Inglés. Siete trofeos seguidos en los siete cursos precedentes no predisponen buenos sentimientos en el momento de verte vencido sin remedio posible. Víctor no pudo sino gemir con ellos, en silencio.

Metió el segundo tiro, cómo no, de nuevo por el mismísimo centro. Se giró sobre sí mismo y corrió, huyendo del gentío enloquecido. Entró en el túnel, cruzó el dintel del vestidor y buscó entre los enseres de Héctor, el rocoso pívot de origen portorriqueño de su equipo, donde encontró un revólver. Sin reflexión de ningún tipo, se lo puso entre los dientes y se voló los sesos.

Desde entonces, no he podido dormir veinte minutos seguidos sin oír el trueno en mi interior, sin prorrumpir en el perpetuo gemido que supone, desde ese momento horrible, mi triste devenir.

Uno, trino y plural dijo...

Admirable: ni una sola a.

Además de en Monterroso, estas cosas me hacen pensar en Queneau.

Caosmeando

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