Ocurrió paulatinamente. Mi interlocutor más cercano bajaba el tono, su voz se volvía grave, su piel se plegaba, se arrugaba. Me froté instintivamente los párpados pero la mutación continuaba, su boca se torcía, las orejas le crecían, cabeceaba mientras le crecía una pequeña joroba, perdía pelo y el que le quedaba se teñía de blanco. En cuestión de un minuto, pasó de juventud a senectud. Aquello no podía ser cierto, la gente empezaba a alarmarse, todos estaban envejeciendo a marchas forzadas.
Salté asustado y fui volando al baño, ante el espejo no había cambiado nada, aún mis cuarenta y dos años se mantenían en mi semblante, seguía teniendo mucho tiempo por delante. Volví a la realidad irreal al ver cómo un anciano había resbalado y caído mientras otro corría igual suerte al intentarle ayudar. Salí como pude, puesto que otro cuerpo casi inerte bloqueaba la puerta del baño.
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El panorama era desolador, desbordante, inhumano. Algunos clamaban al cielo, otros se quejaban de continuos dolores, los más incrédulos se quedaban ensimismados, sin habla. Las mujeres, o más bien ancianas, entraban en un fuerte histerismo al verse decrépitas, podía distinguir perfectamente cuál llevaba silicona y cuál no. Al verse imposibilitados para llegar hasta el baño, los más pulcros usaban el vaso que antes servía de copa para hacer necesidades, los demás defecaban y orinaban por toda la terraza, como si de un baño público se tratase.
Si Carlo Collodi hubiese querido ser más cínico en el cuento de Pinocho, tendría que haber envejecido a todos los niños del parque de atracciones en vez de convertirles en burros. A fin de cuentas, este animal es feliz mientras tenga qué comer, con quién juntarse y un prado por el que brincar. Indudablemente aquella situación estaba muy lejos de lo que creemos entender por felicidad. Me convencí de que debía de ser un sueño, la pesadilla más desagradable que te pueda invadir en plena madrugada. Aún así caminaba y seguía sintiendo un gran realismo en dicha pesadilla.
Volví al punto de la reunión. Me encontré a mis clientes y a mis socios de la asesoría, todos ya octogenarios, estaban discutiendo, insultándose, incluso llegando a las manos pero sin producir daño alguno. Justo cuando intenté enterarme del por qué de dicho enfrentamiento, noté cómo me crujía todo el cuerpo, los dedos se encogían y unos pelos blancos poblaban los alrededores, mi vista se cansaba, un velo borroso empezaba a cubrir lo que llegaba a mis ojos, lo achaqué a unas cataratas repentinas pero el velo se convertía en cortina y, de repente, no veía nada a la par que no sentía nada. La pesadilla había acabado.
Al despertar me seguía notando cansado, un sutil velo continuaba cubriéndome la vista, pero esta vez no era ningún sueño, me desperté para vivir mi peor pesadilla. La peor pesadilla es aquella que trasciende el sueño, aquella que no quieres volver a tener aunque sea en imaginaciones nocturnas. Pues sí, allí estaba yo, con 70 años, acabado de despertar después de haber pasado 28 en coma, un estado que me ha robado casi media vida. Múltiples trastornos me asaltaron en ese instante, ¿qué me había pasado?, ¿la pesadilla de la terraza había sido un sueño recurrente durante tanto tiempo?, ¿dónde había estado mi alma?
5 comentarios:
Vincent Gomar no existe xD ¿o si?
No existía hasta anoche :)
pseudónimo... jejeje.
Bueno si buscas en google ese nombre la primera entrada es Caosmos XiV :)
Exacto, un pseudo que seguiré usando si a vos os place. Tengo más trastornos en mente, de hecho estoy trastornado, ¿quieres más o ya con uno es demasiado (poco)?
A mí me place.
Y sí, por favor sigue deleitandonos el paladar con unos cuantos trastornos más.
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