viernes, 23 de noviembre de 2007

Juego de niños

Ella miraba hacia el techo, los ojos bien abiertos. Su contorno se recortaba sobre la blanca sábana; mientras, él dormía, la respiración lenta y profunda, una sonrisa en los labios.
La cara de ella no reflejaba la misma paz, se veía inundada por el desasosiego de haber hecho algo incorrecto, de haber visto la trampa pero no haberla sorteado.

Dejó que su mente volara y ésta le trajo las imágenes de cuando, de niños, jugaban al escondite en el cortijo o hacían crucigramas huyendo del calor veraniego, tumbados en el suelo sobre las losetas frías y muy juntos, la piel rozándose y ambas cabecitas preguntándose por qué tanto gusto por el calor humano, por el contacto, que producía cosquillas en partes del cuerpo insospechadas.

Entonces, recordó.

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Él la había besado. Lo había borrado de su memoria hasta ahora, había querido eliminar ese dato por que era un recuerdo amargo. Fue un beso inocente, apenas rozó sus labios mientras ella estaba tumbada en el sofá, haciendose la dormida para que no le obligasen a merendar fruta y poder robar después unas galletas de la despensa. Pero no dormía y lo sintió perfectamente, ese delicado roce, esa dulzura que casi le produjo lágrimas porque sabía que no podía corresponder, ya que ese chaval con gafas torcidas y orejas de soplillo era su primo.
Cuando ella abrió los ojos y vio la intensidad de su mirada, tuvo que apartar la vista para evitar llorar. Se hizo un silencio incómodo en el que no sabían qué hacer ni qué decir hasta que él se levantó, cogió un libro y se sentó en el extremo más apartado de la sala, escondiendo la vergüenza entre las páginas.
Ese verano no hubo más crucigramas, ni más escondites, ni más peleas amistosas; ni tampoco en veranos sucesivos. No volvieron a mencionar nada de lo que había ocurrido y durante las vacaciones siguientes ella convenció a su padre para que la enviase a un campamento para no volver a verle y paulatinamente fueron perdiendo el contacto.

Entonces tenían once o doce años, había pasado mucho tiempo. Cuando se encontraron en la universidad ella se había sorprendido de lo fuerte que estaba ese chico torpe y enclenque que recordaba.
Él la invitó a un café y no pudo negarse. Charlaron, pero las palabras eran superfluas, lo importante era el cruce de miradas, cuya tensión parecía a punto de romper las tazas.
No sabía como, pero acabaron en su casa, a dos paradas de metro, buscándose con avidez el uno en el otro, recuperando entre las sábanas el tiempo perdido, sin saberlo pero al mismo tiempo conscientes de ello.

Ahora que recordaba sintió más miedo aún. Miedo al qué dirán, a los reproches de sus padres. Estuvo tentada a despertarle, ponerle la ropa en las manos y echarle, diciéndole que no quería volver a verle, pero se dió cuenta de que eso le daba más miedo todavía. Así que se arrebujó en el edredón y se pegó más a él, rememorando de nuevo los roces de piel durante los crucigramas.

No pudo evitar esbozar una sonrisa.

2 comentarios:

Uno, trino y plural dijo...

Me ha gustado el breve relato, y al leerlo me he preguntado. ¿Acaso hubiera sido mejor que se besarán desde niños? ¿No hubiera perdido "aquello" parte de la magia?

Uno, trino y plural dijo...

Muy bueno el relato. ¿Quién no ha soñado con que una historia hubiera terminado así?

Caosmeando

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