Fragmento de Aventuras del soldado desconocido , de Pablo de la Torriente Brau
»Pero te voy a contar ya cómo fue que me hicieron soldado desconocido.
»Ya te dije que me mataron después de muerto. Esto, te advierto que ha sido bastante frecuente en la guerra. Es más, hay soldado a quien han matado diez y hasta quince veces, porque la artillería, como habrás visto en la película Sin novedad en el frente, no respetaba cementerios ni nada, y cuando tú llevabas ya tu mes de enterrado y creías que todo se estaba tranquilizando y que los gusanos podrían trabajar sin sobresaltos, caía una avalancha de metralla y te destrozaban de nuevo. Más tarde, cuando venía la contraofensiva, allí mismo mataban a los contrarios y a seguidas el entierro en común, la confusión de huesos y quedabas ya, hasta el próximo bombardeo, con un brazo de alemán, la pata de un inglés y la cabeza de un negro sudanés de la infantería. Esto, aunque te parezca raro, ha dado origen a numerosas controversias entre los soldados desconocidos y yo mismo no estoy exento de algunos de estos problemas. La jurisprudencia sentada en el asunto me ha salvado.
»El caso es que yo tuve más leche y sólo tengo en el cuerpo dos o tres costillas de una nurse francesa que era más celosa que el diablo, y por este detalle, cuando escogieron en el Cementerio de Chalons el soldado desconocido que había de descansar en Arlington, tuve la suerte de parecerles muy completo y armónico a los encargados de la selección.
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Debo advertirte que se tenía cierto cuidado en seleccionar un soldado desconocido. Quien más quien menos trataba de comprobar que el soldado en cuestión, por lo menos, pertenecía a su país; asimismo, se rechazaron esqueletos de negros y hasta hubo quien prefirió escoger los lugares donde habían peleado determinados regimientos. Pero, con todo, la realidad es que, en general, somos bastante desconocidos.
»Ya, después que fui seleccionado, se contrató una banda militar, un regimiento; el Presidente de la República Francesa; el general Pershing; el Alcalde de Chalons; un grupo de lisiados de la guerra y a las doce del día, con un sol espléndido, se pronunciaron sobre mi tumba las primeras oraciones fúnebres en elogio de mi desinterés, de mi heroísmo, de mi generosidad sin límites, de mi abnegación por la causa de los pueblos pequeños y de la libertad del mundo. El Presidente de Francia dijo que yo era tan excelso como Lafayette; más excelso aún que Lafayette y que yo había unido a través del océano, por mi sacrificio, a los dos pueblos más grandes del mundo, asegurando que mi alma sería recibida triunfalmente por las almas de los inmortales guerreros galos y que, a mi entrada en el cielo de la gloria, Napoleón Bonaparte se quitaría su tricornio para saludar mi paso, mientras me presentaría armas un regimiento todo formado por mariscales de la Francia... Cuando dijo esto, te confieso que sentí un escalofrío de emoción. Todo el que estaba presente lloró. Los cañones ladraron como gigantescos perros. Las banderas arrastraron sus pliegues sobre mi tumba. Los rifles de los soldados se pusieron a la funerala. Te aseguro que jamás en la vida he presenciado nada comparable... Ni los arrollaos de Santiago se le pueden comparar... Después uno, como a todo, se va acostumbrando, pero al principio estos actos son terribles. Te aseguro que los huesos se me arrugaban de emoción...
»Después del presidente de Francia, habló un general inglés quien con gran solemnidad dijo que el pueblo americano era hijo del pueblo inglés y que él sentía que en aquel acto, al honrárseme a mí, se honraba a toda Inglaterra. Un ministro español, que el día antes había asistido al desenterramiento del Soldado Desconocido alemán, rabiaba por hablar y lamentaba que España no hubiera tomado parte en la guerra, en la seguridad de que ese argumento de los pueblos hijos y los pueblos madres lo hubiera él «movido» con más dramaticidad que el inglés. Pero el protocolo lo obligó a callarse, y se limitó a movilizar su dedo índice, como quien dice «ha dado en el clavo». Yo, por mi parte, al sentirme reconocido como un hijo del pueblo inglés, recordé la toma de La Habana por los ingleses y supuse que a lo mejor mi sexto abuelo fue muerto, ignominiosamente, en algunas de las emboscadas tendidas por Pepe Antonio, el héroe de Guanabacoa.
»Mas todo acaba, hasta los discursos fúnebres, y el general Pershing con el sentido americano de que time is money, pronunció su discurso con toda brevedad y con la secular falta de talento que se le reconce universalmente desde la pateadura que le dio Pancho Villa. Dijo que agradecía el homenaje que se rendía al pueblo americano, que era el que había ganado la guerra en realidad, y que así como él había tratado de civilizar a México, también había venido a Europa a poner un poco de orden; que gracias a las ideas del presidente Wilson los pueblos pequeños disfrutarían de libertad y que, gracias a mi sacrificio, se había vencido en Chateau Tierry. Dijo, por último, que el pueblo americano me pondría en el mismo plano que a Lincoln, Edison y Ford, porque yo representaba el esfuerzo por conquistar el record de la inmortalidad al menor tiempo posible. Y que, sin duda, yo descendía de los peregrinos del «Mayflower»...
»Y me metieron en una caja de hierro, como si yo fuera un tesoro; me encaramaron en un armón y entre himnos y banderas me llevaron para el tren. Las flores me caían desde los aeroplanos y, de vez en cuando, me estremecía temiendo un bombardeo. Por fin, llegamos al barco y te aseguro que vi los cielos abiertos cuando el barco se alejó y se fueron perdiendo las últimas marsellesas y los últimos discursos... Pero, con todo, no pude dormir tranquilo en toda la travesia, porque uno de los soldados de la «guardia de honor» se la pasó aprendiendo a tocar La Marsellesa en una filarmónica... Y, desde entonces, le cogí tal odio a los himnos, que en cuanto hay alguna fiesta, como pueda, me escapo de Arlington...
lunes, 29 de diciembre de 2008
El soldado desconocido
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