Las putas, vestidas con peinadores grosella, carmesí, azulino o burdeos, jugaban al bridge mientras fumaban cigarrillos rubios.
En este momento, se oyó un estrépito aterrador: un obús, agujereando el techo, cayó pesadamente en el suelo, donde se hundió como un bólido, justo en el círculo formado por las jugadoras de bridge. Afortunadamente, el obús no estalló. Todas las mujeres cayeron de espaldas gritando. Sus piernas quedaron en alto y mostraron el as de picas a los ojos concupiscentes de los dos militares. Fue una admirable exposición de culos de todas las nacionalidades, pues este burdel modelo poseía prostitutas de todas las razas. El culo en forma de pera de la frisona contrastaba con los culos regordetes de las parisinas, las nalgas maravillosas de las inglesas, los traseros cuadrados de las escandinavas y los culos caídos de las catalanas. Una negra mostró una masa atormentada que se parecía más a un cráter volcánico que a unas ancas femeninas.
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Una vez en pie, ella proclamó que sus adversarias habían perdido la baza, tan deprisa se acostumbra uno a los horrores de la guerra.
Me llevo a la negra –dijo Cornaboeux mientras que esta reina de Saba, levantándose y oyéndose nombrar, saludaba a su Salomón con estas amenas palabras:
–¿Quie'es pinchar mi g'an patata, señor gene'al?
Cornaboeux la besó delicadamente. Pero Mony no estaba satisfecho de esta exhibición internacional:
–¿Dónde están las japonesas? –pidió.
–Son cincuenta rublos más –declaró la sub-madama retorciendo sus fuertes bigotes–, comprenda, ¡es el enemigo!
Mony pagó e hicieron entrar a una veintena de muchachas japonesas vestidas con su traje nacional.
El príncipe escogió una que era encantadora y la sub-madama hizo entrar a las dos parejas en un reservado acondicionado para un objetivo fornicador.
La negra que se llamaba Cornélie y la japonesita, que respondía al delicado nombre de Kilyemu, es decir: cáliz de flor de níspero japonés, se desnudaron cantando la una en sabir tripolitano, la otra en un dialecto japonés.
Mony y Cornaboeux se desnudaron.
El príncipe dejó, en un rincón, a su ayuda de cámara y a la negra, y no se ocupó más que de Kilyemu, cuya belleza infantil y grave a la vez le encantaba.
La besó tiernamente y, de vez en cuando, durante esta bella noche de amor, se oía el ruido del bombardeo y los obuses estallaban con suavidad. Se hubiera dicho que un príncipe oriental ofrecía un castillo de fuegos artificiales en honor de alguna princesa georgiana y virgen.
Kilyemu era pequeña pero muy bien hecha, su cuerpo era amarillo como un melocotón, sus senos pequeños y puntiagudos eran duros como pelotas de tenis. Los pelos de su coño estaban unidos en un manojo áspero y negro, se diría que era un pincel mojado.
Ella se echó de espaldas y, llevando sus muslos sobre su vientre, las rodillas plegadas, abrió sus piernas como un libro.
Esta postura imposible para una europea asombró a Mony.
Aparecieron pronto sus encantos. Su miembro se hundió por completo, hasta los testículos, en un coño elástico que, amplio primero, se estrechó inmediatamente de forma sorprendente.
Esta muchachita que apenas parecía núbil sabía hacer el cascanueces. Mony se dio cuenta plenamente cuando después de los últimos espasmos voluptuosos, descargó en una vagina que se había estrechado terriblemente y que le mamaba el miembro hasta la última gota...
domingo, 30 de noviembre de 2008
Las once mil vergas (XXXIII)
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