Mony, que estaba envuelto en un amplio gabán, se apoderó de la mano de Cornaboeux y, haciéndola pasar por la abertura que hay en el bolsillo de esta cómoda vestimenta, la llevó hasta su bragueta.
El colosal ayuda de cámara comprendió el deseo de su amo. Su manaza era velluda, pero regordeta y más suave, de lo que nadie habría sospechado. Los dedos de Cornaboeux desabrocharon delicadamente los pantalones del príncipe. Agarraron la verga delirante que justificaba en todos sus aspectos el famoso díptico de Alphonse Aliáis:
La trepidación excitante de los trenes
Nos introduce deseos en la médula de los riñones.
Pero un empleado de la Compagnie des Wagons-Lits entró y anunció que era hora de comer y que numerosos viajeros se hallaban ya en el vagón-restaurante.
–Excelente idea –dijo Mony–. ¡Cornaboeux, vamos a comer primero!
La mano del antiguo descargador salió de la abertura del gabán. Los dos se dirigieron hacia el comedor. La verga del príncipe permanecía erecta, y como no se había abrochado los pantalones, una protuberancia se destacaba en la superficie de su vestimenta. La comida empezó sin tropiezos, arrullada por el ruido de chatarra del tren y por los tintineos variados de la vajilla, de la cubertería y de la cristalería, turbada a veces por el salto brusco de un tapón de Apollinaris.
En una mesa, en el extremo opuesto a la de Mony, se encontraban dos mujeres rubias y bonitas. Cornaboeux, que las tenía enfrente, las señaló a Mony. El príncipe se volvió, y reconoció en una de ellas, vestida más modestamente que la otra, a Mariette, la exquisita criada del Grand-Hotel. Se levantó inmediatamente y se dirigió hacia las damas. Saludó a Mariette y se dirigió a la otra joven que era bonita y acicalada. Sus cabellos decolorados con agua oxigenada le daban un aspecto moderno que encantó a Mony:
–Señora –le dijo–, le ruego que me disculpe. Me presento yo mismo, en vista de la dificultad de encontrar en este tren relaciones que nos sean comunes. Soy el príncipe Mony Vibescu, hospodar hereditario. Esta señorita, es decir, Mariette, que, sin duda, ha dejado el servicio del Grand-Hótel por el suyo, me dejó contraer hacia ella una deuda de gratitud de la que quiero liberarme hoy mismo. Quiero casarla con mi ayuda de cámara y dotarlos con cincuenta mil francos a cada uno.
–No veo ningún inconveniente para ello –dijo la dama–, pero he aquí algo que no tiene aspecto de estar mal constituido. ¿A quién la destina usted?
La verga de Mony había encontrado una salida y mostraba su rubicunda cabeza entre dos botones, en la parte anterior del cuerpo del príncipe que enrojeció mientras hacía desaparecer el aparato. La dama se echó a reír.
–Afortunadamente se halla usted colocado de tal modo que nadie le ha visto... hubiera sido bonito...
Pero conteste, ¿para quién es este temible instrumento?
–Permítame –dijo Mony galantemente– ofrecérselo como homenaje a su soberana belleza.
lunes, 13 de octubre de 2008
Las once mil vergas (XXI)
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