Eran las ocho y cuarenta y cinco de la tarde. Con el reciente cambio de hora, justo el límite en que el Sol se esconde y el cielo oscurece la ciudad. El autobus iba rebosante, aún más de la cuenta para ser un martes. La razón eran las primeras gotas de la inminente tormenta que se avecinaba, que seguro habría cogido desprevenida a muchos. Como siempre, la previsión metereológica volvía a fallar en la ciudad.
A Marta siempre le había atraído la lluvia, y desde su asiento pegado a la ventanilla disfrutaba viendo cómo las escurridizas gotas de agua parecían jugar entre ellas por ver quién corría más.
Aún así, el aumento de pasajeros en la siguiente parada la hicieron desafiar a las grises nubes, y decidió bajarse a pesar de que la máquina paraba justo en su portal.
Comenzó a caminar; la débil lluvia la reconfortaba a cada paso, y un desconocido pero gratificante olor procedente de una floristería penetró sus orificios nasales. Marta sonrió entonces; se olvidó de todos sus problemas -que no eran pocos- y disfrutó del momento. Levitaba a cada paso; tanto pareció desconectar, que no notó el móvil en su bolso hasta el cuarto o quinto toque.
Ring ring ring
(...)
sábado, 26 de abril de 2008
La muerte tenía un precio
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