domingo, 2 de diciembre de 2007

Que trabajen ellos

ELOGIO DE LA OCIOSIDAD

Por Bertrand Russell


Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron,y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado.
Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más pere-
zoso de todos. Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfru-
tan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigen- tes de la Asociación Cristiana de Jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano.
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Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para
vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos.

Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se
halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego.

Pero—se me dirá—el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil,
se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo humano, que hu-
biera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y no benefi-
cian a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero—digamos—en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán—cabe esperarlo—, al tiempo en que se bene- ficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y
el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta—digamos—en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima
de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola.

Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del TRABAJO está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el ca-
mino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.


(*) Fuente: Bertrand Russell, Elogio de la Ociosidad. Ed. Edasa, Barcelona, 1986.

3 comentarios:

Uno, trino y plural dijo...

¡Aaargggh qué largoooooooooooooo!

Tengo ociosidad pero no tanta. Lo leeré poco a poco y luego te diré qué tal, porque tiene buena pinta.

Uno, trino y plural dijo...

Ahora sí, gracias, leído de cabo a rabo.

Es como esperaba, vale mucho la pena, tanto que buscaré el libro.

Y sí, es así, el mundo actual vive para trabajar la ociosidad y luego la ociosidad está mal vista. Por es no hay nada como hacer las cosas por amor al arte. El Caosmos, sin ir más lejos.

Uno, trino y plural dijo...

Ahora sí, gracias, leído de cabo a rabo.

Es como esperaba, vale mucho la pena, tanto que buscaré el libro.

Y sí, es así, el mundo actual vive para trabajar la ociosidad y luego la ociosidad está mal vista. Por es no hay nada como hacer las cosas por amor al arte. El Caosmos, sin ir más lejos.

Caosmeando

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