Un cuento de Antonio Skármeta
"...y abatirme tanto, tanto, que fui tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance..."
-San Juan De La Cruz-
El ciclista del San Cristóbal
"...y abatirme tanto, tanto, que fui tan alto, tan alto, que le di a la caza
alcance..."
-San Juan de la Cruz
Además era el día de mi cumpleaños. Desde el balcón de la Alameda vi cruzar
parsimoniosamente el cielo ese Sputnik ruso del que hablaron tanto los
periódicos y no tomé ni así tanto porque al día siguiente era la primera prueba
de ascención de la temporada y mi madre estaba enferma en una pieza que no sería
más grande que un closet. No me quedaba más que pedalear en el vacío con la nuca
contra las baldosas para que la carne se me endureciera con firmeza y pudiera patear
mañana los pedales con ese estilo mío al que le dedicaron un artículo en
"Estadio". Mientras mamá levitaba por la fiebre, comencé a pasearme por los
pasillos consumiendo de a migaja los queques que me había regalado la tía
Margarita, apartando acuciosamente los trozos de fruta confitada con la puntita de la lengua y escupiéndolos por un costado que era una inmundicia. Mi viejo
salía cada cierto tiempo a probar el ponche, pero se demoraba cada vez cinco
minutos en revolverlo, y suspiraba, y después le metía picotones con los dedos a
las presas de duraznos que flotaban como naufragos en la mezcla de blanco
barato, y pisco, y orange, y panimavida.
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Los dos necesitábamos cosas que apuraran la noche y trajeran urgente la mañana.
Yo me propuse suspender la gimnasia y lustrame los zapatos; el viejo le daba
vueltas a la guía con la probable idea de llamar una ambulancia, y el cielo estaba
despejado, y la noche muy cálida, y mamá decía entre sueños "estoy
incendiándome", no tan débil como para que no lo oyéramos por entre la puerta
abierta.
Pero esa era una noche tiesa de mechas. No aflojaba un ápice la crestona. Pasar
la vista por cada estrella era lo mismo que contar cactus en un desierto, que
morderse hasta sangrar las cutículas, que leer una novela de Dostoiewsky.
Entonces papá entraba a la pieza y le repetía a la oreja de mi madre los mismos
argumentos inverosímiles, que la inyección le bajaría la fiebre, que ya
amanecía, que el doctor iba a pasar bien temprano de mañana antes de irse de
pesca a Cartagena.
Por último le argumentamos trampas a la oscuridad. Nos valimos de una cosa
lechosa que tiene el cielo cuando está trasnochado y quisimos confundirla con la
madrugada (si me apuraban un poco hubiera podido distinguir en pleno centro
algún gallo cacareando).
Podría ser cualquier hora entre las tres y las cuatro cuando entré a la cocina a
preparar el desayuno. COmo si estuvieran concertados, el pitido de la tetera y
los gritos de mis madre se fueron intensificando. Papá apareció en el marco de
la puerta.
-No me atrevo a entrar -dijo.
Estaba gordo y pálido y la camisa le chorreaba simplemente. Alcanzamos a oír a
mamá diciendo: que venga el médico.
-Dijo que pasaría a primera hora en la mañana- repitió por quinta vez mi viejo.
Yo me había quedado fascinado con los brincos que iba dando la tapa sobre las
patadas del vapor.
-Va a morirse-dije.
Papá comenzó a palparse los bolsillos de todo el cuerpo. Señal que quería fumar.
Ahora le costaría una barbaridad hallarlos y luego pasaría lo mismo con los
fósforos y entonces yo tendría que encendérselo en el gas.
-¿Tú crees?
Abrí las cejas así tanto, y suspiré.
-Pásame que te encienda el cigarrillo.
Al aproximarse a la llama, noté confundido que el fuego no me dañaba la nariz
como todas las otras veces. Extendí el cigarro a mi padre, sin dar vuelta la
cabeza, y conscientemente puse el meñique sobre el pequeño manojo de fuego. Era
lo mismo que nada. Pensé: se me murió este dedo o alfo, pero uno no podía pensar
en la muerte de un dedo sin reírse un poco, de modo que extendí toda la palma y
esta vez toqué con las yemas las cañerías del gas, cada uno de sus orificios,
revolviendo las raíces mismas de las llamas. Papá se paseaba entre los extremos
del pasillo cuidando de echarse toda la ceniza sobre la solapa, de llanarse los
bigotes de mota de tabaco. Aproveché para llevar la cosa un poco más adelante, y
puse a tostar mis muñecas, y luego los codos, y después otra vez todos los
dedos. Apagué el gas, le eché un poco de escupito a las manos, que las sentía
secas, y llevé hasta el comedor la cesta con pan viejo, la mermelada en tarro,
un paquete flamante de mantequilla.
Cuando papá se sentó a la mesa, yo debía haberme puesto a llorar. Con el cuello
torcido, hundió la vista en el café amargo como si allí estuviera concentrada la
resignación del planeta, y entonces dijo algo, pero no alcancé a oirlo, porque
más bien parecía sostener un incrédulo diálogo con algo íntimo, un riñón por
ejemplo, o un fémur. Después se metió la mano por la camisa abierta y se mesó el
ensamble de pelos que le enredaban el pecho. En la mesa había una cesta de
ciruelas, damascos y duraznos un poco machucados. Durante un momento las frutas
permanecieron vírgenes y acunadas, y yo me puse a mirar a la pared como si me
estuvieran pasando una película o algo. Por último agarré un prisco y me lo
froté sobre la solapa hasta sacarle un brillo harto pasable. El viejo nada más
que por contagio levantó una ciruela.
-La vieja va a morirse-dijo
Me sobé fuertemente el cuello. Ahora estaba dando vueltas al hecho de que no me
hubiera quemado. Con la lengua le lamí los conchos al cuesco y con las manos
comencé a apretar las migas sobre la mesa, y las fui arrejuntando en montoncitos,
y luego las disparaba con el índice entre la taza y la panera. En el mismo
instante que tiraba el cuesco contra un pómulo y me imaginaba que tenía manso
cocho en la muela poniendo cara de circunstancia, creí descubrir el sentido de
por qué me había puesto incombustible si puede decirse. La cosa no era muy clara,
pero tenía la misma evidencia que hace pronosticar una lluvia cuando el
queltehue se viene soplando fuerte: si mamá iba a morirse, yo también tendría
que emigrar del planeta. Lo del fuego era como una sinopsis de una película de
miedo, o a lo mejor era puro bla-bla mío, y lo único que pasaba era que las idas
al biógrafo me habían enviciado.
Miré a papá, y cuando iba a contárselo, apretó delante de los ojos sus
mofletudas palmas hasta hacer el espacio entre ellas impenetrable.
-Vivirá-dije- Uno se asusta con la fiebre.
-Es como la defensa del cuerpo.
Carraspeé.
-Si gano la carrera tendremos plata. La podríamos meter en una clínica pasable.
-Si acaso no se muere.
Escupí sobre el hombro el cuesco lijadito de tanto menearlo. El viejo se alentó
a pegarle un mordiscón a un durazno harto potable. Oímos a mamá quejarse en la
pieza, esta vez sin palabras. De tres tragadas acabé con el café, casi
reconfortado que me hiriera el paladar. Me eché una marraquetada al bolsillo, y
al levantarse el pelotón de migas fue a refrescarse en una especie de pocilla de
vino sólo en apariencia fresca, porque desde que mamá estaba en cama las
manchas en el mantelito duraban de a mes, pidiendo por la bajo.
Adopté un tono casual para despedirme, medio agringado dijéramos.
-Me voy.
Por toda repuesta, papa torció el cuello y aquilató la noche.
-¿A qué hora es la carrera? -preguntó, sorbiendo un poco del café.
Me sentí un cerdo, y no precisamente de esos giles simpáticos que salen en las
historietas.
-A las nueve. Voy a hacer un poco de pre-calentamiento.
Saqué del bosillo las horquetas para sujetarme las bastillas y agarré de un
tirón la bolsa con el equipo. Simultáneamente estaba tarareando un disco de Los
Beatles, uno de esos sicodélicos.
-Tal vez te convendría dormir un poco- sugirió papá-. Hace ya dos noches que...
-Me siento bien - dije, avanzando hacia la puerta.
-Bueno, entonces.
-Que no se te enfríe el café.
Cerré la puerta tan dulcemente como si me fuera de besos con una chica, luego
le aflojé el candado a la bicicleta desprendiéndola de las barra de la baranda.
Me instalé bajo el sobaco, y sin esperar el ascensor corrí los cuatro pisos
hasta la calle. Allí me quedé un minuto acariciando las llantas sin saber para
dónde emprenderlas, mientras que ahora sí soplaba un aire madrugador, un poco
frío, lento.
La monté y de un solo envión de los pedales resbalé por la cuneta y me fui
bordeando la Alameda hasta la Plaza Bulnes, y le ajusté la redondela a la fuente
de la plaza, y enseguida torcí a la izquierda hasta la boite del Negro Tobar y
me ahuaché bajo el toldo a oír la música que salía del subterráneo. Lo que
fregaba la cachimba era no poder fumar, no romper la imagen del atleta perfecto
que nuestro entrenador nos había metido al fondo de la cabeza. A la hora que
llegaba entabacado, me olía la lengua y pa'fuera se ha dicho. Pero además de
todo, yo era como un extranjero en la madrugada santiaguina. Tal vez fuera el
único muchacho de Santiago que tenía a su madre muriéndose, el único y absoluto
gil en la galaxia que no había sabido agenciarse una chica para amenizar las
noches sabatinas sin fiestas, el único y definitivo animal que lloraba cuando le
contaban historias tristes. Y de pronto ubiqué el tema del cuarteto, y
precisamenta la trompeta de Lucho Aranguiz fraseando eso de "no puedo darte más
que amor, nena, eso es todo lo que te puedo dar", y pasaron dos parejas
silenciosas frente al toldo, como cenizas que el malón del colegio había
derramado por las aceras, y había algo lúgubre e inolvidable en el susurro del
grifo esquinero, y del lechero, lento a pesar del brío de sus caballos, y el
viento se venía llevando envoltorios de cigarrillos, de chupetes helados, y el
baterista arrastraba el tema como un largo cordel que no tiene amarrado nada en
la punta-sha-sha-da-da- y salió del subterráneo un joven ebrio a secarse las
narices transpirando, los ojos patinándole, rojos de humo, el nudo de la corbata
dislocado, el pelo agolpado sobre las sienes, y la orquesta le metió al tango,
sophisticated, siempre el mismo, siempre uno busca lleno de esperanzas, y los
edificios de la Avenida Bulnes en cualquier momento podían caerse muertos, y
después el viento soplaría aún más descoyuntador, haría veleta de navío,
barcazas y mástiles de los andamiajes, haría barriles de alcohol de los
calefactores modernos, transformaría en gaviotas las puertas, en espuma los
parquets, en peces los radios y las planchas, los lechos de los amantes se
incendiarían, los trajes de gala los calzoncillos los brazaletes serían
cangrejos, y serían moluscos, y serían arenilla, y a cada rostro el huracán le
daría lo suyo, la máscara al anciano, la carcajada rota al liceano, a la joven
virgen el polen más dulce, todos derribados por las nubes, todos estrellados
contra los planetas, ahuecándose en la muerte, y yo entre ellos pedaleando el
huracán con mi bicicleta diciendo, y los policías inútiles con sus fustas
azotando potros imaginarios, a horcajas sobre el viento, azotados por parques
altos como volantines, por estatuas, y yo recitando los últimos versos
aprendidos en clase de castellano, casi a desgano, dibujándole algo pornográfico
al cuaderno de Aguilera, huetándole el cocavi a Kojman, clavándole un lápiz en
el trasero al Flaco Leiva, yo recitando, y el joven se apretaba el cinturón con
la misma parsimonia con que un sediento de ternura abandona un lecho amante, y
de pronto cantaba frívolo, distraído de la letra, como si cada canción fuera
apenas un chubasco antes del sereno, y después bajaba tambaleando la escalera, y
Luchito Aránguiz agarraba un solo de "uno" en trompeta y comenzaba a apurarlo, y
todo se hacía jazz cuando quise buscar un poco del aire de la madrugada que me
enfriase el paladar, la garganta, la fiebre que se me rompía entre el vientre y
el hígado, la cabeza se me fue contra la muralla, violenta, ruidosa, y me
aturdí, y escarbé en los pantalones, y extraje la cajetilla, y fumé con ganas,
con codicia, mientras me iba resbalando contra la pared hasta poner mi cuerpo
contra las baldosas, y entonces crucé las palmas y me puse a dormir
dedicadamente.
Me despertaron los tambores, guaripolas y clarines de algún glorioso que daba
vueltas a la noria de Santigo rumbo a ninguna guerra, aunque engalanados como
para una fiesta. Me bastó montarme y acelerar la bici un par de cuadras, para
asistir a la resurrección de los barquilleros, de las ancianas míseras, de los
venderores de maní, de los adolescentes lampiños con camisas y botas de moda. Si
el reloj de San Francisco no mentía esta vez, me quedaban justo siete minutos
para llegar al punto de largada en el borde del San Cristóbal. Aunque a mi
cuerpo se lo comían los calambres, no había perdido la precisión de la puntada
sobre la goma de los pedales. Por lo demás había un sol de este volado y las
aceras se veían casi despobladas.
Cuando crucé el Pío Nono, la cosa comenzó a animarse. Noté que los competidores
que bordeaban el cerro calentando el cuerpo, me piropeaban unas miradas de
reojo. Distinguí a López del Audax limpiándose las narices, a Ferruto del Green
trabajando con un bombín la llanta, y a los cabros de mi equipo oyendo las
instrucciones de nuestro entrenador.
Cuando me uní al grupo, me miraron con reproche pero no soltaron la pepa. Yo
aproveché la coyuntura para botarme a divo.
-¿Tengo tiempo para llamar por teléfono?- dije.
El entrenador señaló el camarín.
-Vaya a vestirse.
La pasé la máquina al utilero.
-Es urgente-expliqué-. Tengo que llamar a la casa.
-¿Para qué?
Pero antes de que pudiera explicárselo, me imaginé en la fuente de soda del
frente entre niños candidatos al zoológico y borrachitos, pálidos marcando el
número de casa para preguntarle a mi padre... ¿qué? ¿Murió la vieja? ¿Pasó el doctor
por la casa? ¿Cómo sigue mamá?
-No tiene importancia-respondí-. Voy a vestirme.
Me zambullí en la carpa, y fui empiluchándome con determinación. Cuando estuve
desnudo procedí a arañarme los muslos y luego las pantorrillas y los talones
hasta que sentí el cuerpo respondiéndome. Comprimí minuciosamente el vientre con
la banda elástica, y luego cubrí con las medias de lanilla todas las huellas
granates de mis uñas. Mientras me ajustaba los pantalocillos y apretaba con su
elástico la camiseta, supe que iba a ganar la carrera. Trasnochado, con la
garganta partida y la lengua amarga, con las piernas tiesas como de mula, iba a
ganar la carrera. Iba a ganarla contra el entrenedor, contra López, contra
Ferruto, contra mis propios compañeros de equipo, contra mi padre, contra mis
compañeros de colegio y mis profesores, contra mis mismos huesos, mi cabeza, mi
vientre, mi disolución, contra mi muerte y la de mi madre, contra el presidente
de la república, contra Rusia y Estados Unidos, contra la abejas, los peces, los
pájaros, el polen de las flores, iba a ganarla contra la galaxia.
Agarré una venda elástica y fui presándome con doble vuelta el empeine, la planta
y el tobillo de cada pie. Cuando los tuve amarrados como un solo puñetazo, sólo
los diez dedos se me asomaban carnosos, agresivos, flexibles.
Salí de la carpa. "Soy un animal" pensé cuando el juez levantó la pistola, "voy
a ganar esta carrera porque tengo garras y pezuñas en cada pata". Oí el
pistoletazo, dí dos arremetidas filudas, cortantes sobre los pedales, cogí la
primera cuesta puntero. En cuanto aflojó el declive, dejé no más que el sol se
me fuera licuando lentamente en la nuca. No tuve necesidad de mirar muy atrás
para descubrir a Pizarnick del Ferroviario, pegado a mi trasera. Sentí piedad
por el muchacho, por su equipo, por su entrenador que le habría dicho "si toma
la delantera, pégate a él hasta donde aguantes, calmadito, con seso,
¿entiendes?", porque si yo quería era capaz ahí mismo de imponer un tren que
tendría al muchacho vomitando en menos de cinco minutos, con los pulmones
revueltos, fracasado, incrédulo. En la primera curva desapareció el sol, y alcé
la cabeza hasta la Virgen del Cerro, y se veía dulcemente ajena, incorruptible.
Decidí ser inteligente, y diminuyendo bruscamente el ritmo del pedaleo, dejé que
Pizarnick tomara la delantera. Pero el chico estaba corriendo con la biblia en
el sillín: aflojó hasta ponérseme a la par, y pasó fuerte a la cabeza un
muchacho rubio del State Francais. Ladeé el cuello hacia la izquierda y le
sonreí a Pizarnick. "¿Quién es?" le dije. El muchacho no me devolvió la mirada.
"¿Qué?", jadeó. "¿Quién es?", repetí. "El que pasó adelante." Parecía no haberse
percatado que íbamos quedando unos metros atrás. "No lo conozco", dijo. "¿Viste
qué máquina era?" "Una Legnano" repuse. "¿En qué piensas?" Pero esta vez no
conseguí respuesta. Comprendí que había estado todo el tiempo pensando si ahora
que yo había perdido la punta, debía pegarse al nuevo líder. Si siquiera me
hubiese preguntado, yo le habría prevenido; lástima que su biblia transmitía con
sólo una antena. Una cuesta más pronunciada, y buenas noches los pastores. Pateó
y pateó hasta arrimársele al rucio, y casi con desesperación miró para atrás
tanteanndo la distancia. Yo busqué por los costados a algún otro competidor para
meterle conversa, pero estaba solo a unos veinte metros de los cabecillas, y al
resto de los rivales recién se le asomaban las narices en la curvatura. Me
amarré con los dedos el repiqueteo del corazón, y con una sola mano ubicada en
el centro fui maniobrando la manigueta. (Cómo podía estar tan solo, de pronto!
¿Dónde estaban el rucio y Pizarnick? ¿Y González, y los cabros del club, y los del
Audaz Italiano? ¿Por qué comenzaba a faltarme el aire, por qué el espacio se
arrumaba sobre los techos de Santiago, aplastante? ¿Por qué el sudor hería las
pestañas y se encerraba en los ojos para nublar todo? Ese corazón mío no estaba
latiendo así de fuerte para meterle sangre a mis piernas, ni para arderme las
orejas, ni para hacerme más duro el trasero en el sillín, y más coces los
enviones. Ese corazon mío me estaba traicionando, le hacía el asco a la
empinada, me estaba botando sangre por las narices, instalándome vapores en los
ojos, me iba revolviendo las arterias, me rotaba en el diafragma, me dejaba
perfectamente entregado a un ancla a mi cuerpo hecho una soga, a mi falta de
gracia, a mi sucumbimiento.
-(Pizarnick!- grité-. Para, carajo, que me estoy muriendo.
Pero mis palabras ondulaban entre sien y sien, entre los dientes de arriba y los
de abajo, entre la saliva y las carótidas. Mis palabras eran un perfecto círculo
de carne: yo jamás había dicho nada. Nunca había conversado con nadie sobre la
tierra. Había estado todo el tiempo repitiendo una imagen en las vitrinas, en
los espejos, en las charcas invernales, en los ojos espesos de pintura negra de
las muchachas. Y tal vez ahora - pedal con pedal, pisa y pisa, revienta y
revienta - le viniera entrando el mismo silencio a mamá- y yo iba subiendo y
subiendo y bajando y bajando - la misma muerte azul de la asfixia - pega y pega
rota y rota- la muete de narices sucias y sonidos líquidos en la garganta-y yo
torbellino serpenteo turbina engranaje corcoveo-la muerte blanca y definitiva- (a mi nadie me revolcaba, madre!- y el jadeo de cuántos, tres cuatro cinco diez
ciclistas que me irían pasando, o era yo que alcanzaba a los punteros, y por un
instante tuve los ojos entreabiertos sobre el abismo y debí apretar duramente fuertemente las pestañas para que todo Santiago no se lanzase a flotar
y me ahogara llevándome alto y luego me precipitara, astillándome la cabeza
contra una calle empedrada, sobre basureros llenos de gatos, sobre esquinas
canallas. Envenenado, con la mano libre hundida en la boca, mordiéndome luego
las muñecas, tuve el último momento de claridad: una certeza sin juicio,
intraducible, cautivadora, lentamente dichosa, de que sí, que muy bien, que
perfectamente hermano, que este final era mío, que mi aniquilación era mía, que
bastaba que yo pedaleara más fuerte y ganara esa carrera para que se la jugara
a mi muerte, que hasta yo mismo podía administrar lo poco que me quedaba de
cuerpo, esos dedos palpitantes de mis pies, afiebrados, finales, dedos ángeles
pezuñas tentáculos, dedos garras bisturíes, dedos apocalípticos, dedos
definitivos, deditos de mierda, y tirar el timón a cualquier lado, este u oeste,
norte o sur, cara y sello, o nada, o tal vez permanecer siempre
nortesuresteoestecarasello, moviéndome inmóvil, contundente. Entonces me llené la cara con esta mano y me abofeteé el sudor y me volé la cobardía; ríete imbécil me dije, ríete poco hombre, carcajéate porque estás solo en la punta, porque nadie mete finito como tú la pata para la curva del descenso.
Y de un último encumbramiento que me venía desde las plantas llenando de sangre
linda, bulliciosa, caliente, los muslos y las caderas y el pecho y la nuca y la
frente, de un coronamiento, de una agresión de mi cuerpo a Dios, de un curso
irresistible, sentí que la cuesta aflojaba un segundo y abrí los ojos se los
aguanté al sol, y entonces sí las llantas se despidieron humosas y chirriantes,
las cadenas cantaron, el manubrio se fue volando como una cabeza de pájaro,
agudo contra el cielo, y los rayos de la rueda hacían al sol mil pedazos y los
tiraban por toda parte, y entonces oí, oí (Dios mío! a la gente avivándome sobre
camionetas, a los muchachitos que chillaban al borde de la curva del descenso,
al altoparlante dando las ubicaciones de los cinco primeros puestos; y mientras
venía la caída libre, salvaje sobre el nuevo asfalto, uno de los organizadores
me baldeó de pe a pa riéndose, y veinte metros adelante, chorreando, riendo,
fácil, alguien me miró, una chica colorina, y dijo "mojado como joven pollo", y
ya era hora de dejarme de pamplinas, la pista se resbalaba, y era otra vez
tiempo de ser inteligente, de usar el freno, de ir bailando la curva como un
tango o un vals a toda orquesta.
Ahora el viento que yo iba inventando (el espacio estaba sereno y transparente)
me removía la tierra de las pupilas, y casi me desnuco cuando torcí el cogote
para ver quién era el segundo. El rucio, por supuesto. Pero a menos que tuviera
pacto con el diablo, podría superarme en el descenso, y nada más que por un
motivo bien simple que aparece técnicamente explicado en las revistas de
deportes y que puede resumirse así: yo nunca utilizaba el freno de mano, me
limitaba a planificar el zapato en la llanta cuando se esquinaban las curvas.
Vuelta a vuelta, era la única fiera compacta de la ciudad con mi bicicleta. Los
fierros, las latas, el cuero, el sillín, los ojos, el foco, el manubrio, eran un
mismo argumento con mi lomo, mi vientre, mi rígido montón de huesos.
Atravesé la meta y me descolgué de la bici sobre la marcha. Aguanté los
palmoteos en el hombro, los abrazos del entrenador, las fotos de los cabros de
"Estadio" y liquidé la Coca-Cola de una zamapada. Después tomé la máquina y me
fui bordeando la cuneta rumbo al departamento.
Una vacilación tuve frente a la puerta, una última desconfianza, tal vez la
sombra de una incertidumbre, el pensamiento de que todo hubiera sido un trampa,
un truco, como si el destello de la Vía Láctea, la multiplicación del sol en las
calles, el silencio, fueran la sinopsis de una película que no se daría jamás,
ni en el centro, ni en los biógrafos de barrio, ni en la imaginación de ningún
hombre.
Apreté el timbre, dos, tres, veces, breve y dramático. Papá abrió la puerta,
apenitas, como si hubiera olvidado que vivía en una ciudad donde la gente va de
casa en casa golpeando portones, apretando timbres, visitándose.
-¿Mamá?-pregunté.
El viejo amplió la abertura, sonriendo.
-Está bien-me pasó la mano por la espalda e indicó el domitorio-. Entra e verla.
Carraspeé que era un escándalo y me di vuelta en la mitad del pasillo.
-¿Qué hace?
-Está almorzando-repuso papá.
Avancé hasta el lecho, sigiloso, fascinado por el modo elegante en que iba
echando las cucharadas de sopa entre los labios. Su piel estaba lívida y las
arrugas de la frente se la habían metido um centímetro más adentro, pero
cuchareabla con gracia, con ritmo, con...hambre.
Me senté en la punta del lecho, absorto.
-¿Cómo te fue?-preguntó, pellizcando una galleta de soda.
Esgrimí una sonrisa de película.
-Bien, mamá, bien.
El chal rosado tenía un fideo de cabello de ángel sobre la solapa. Me adelanté a
retirarlo. Mamá me suspendió la mano en el movimiento, y me besó dulcemente la
muñeca.
-¿Cómo te sientes, vieja?
Me pasó ahora la mano por la nuca, y luego me ordenó las mechas sobre la frente.
-Bien hijito. Hazle un favor a tu madre, ¿quieres?
La consulté con las cejas.
-Ve a buscar un poco de sal. Esta sopa está desabrida.
Me levanté, y antes de dirigirme al comedor, pasé por la cocina a ver a mi
padre.
-¿Hablaste con ella? Está animada, ¿cierto?
Lo quedé mirando mientras me rascaba con fruición el pómulo.
-¿Sabes lo que quiere, papá? ¿Sabes lo que mandó a buscar?
Mi viejo echó una bocanada de humo.
-Quiere sal, viejo. Quiere sal. Dice que está desabrida la sopa, y que quiere
sal, ¿comprendes?
Giré de un envión sobre los talones y me dirigí al aparador en busca del salero.
Cuando me diponía a retirarlo, vi la ponchera destapada en el centro de la mesa.
Sin usar el cucharón, metí hasta el fondo un vaso, y chorreándome sin lastimarme, me instalé el líquido en el fondo de la barriga. Sólo cuando la resaca, me percaté que estaba un poco picadito. Culpa del viejo de mierda que no aprende nunca a ponerle la tapa de la cacerola al ponche. Me serví otro trago, (que iba a hacerle!
domingo, 16 de diciembre de 2007
El ciclista del San Cristóbal
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