sábado, 19 de diciembre de 2009

La historia del ojo (14)

Advertimos, sin embargo, que Marcela no comprendía absolutamente nada de lo que le pasaba y que era incapaz de diferenciar una situación de otra; sonreía imaginando la sorpresa del director del "castillo encantado" cuando la viera pasearse por el jardín con su marido. Apenas se daba cuenta de la existencia de Simona, a la que a veces tomaba riendo por un lobo, a causa de sus negros cabellos, de su mutismo y también porque de repente encontró la cabeza de mi amiga colocada dócilmente contra su muslo, como la de un perro que acabara de reclinar el hocico sobre la pierna de su amo.
Cuando le hablaba del "castillo encantado", comprendía bien, sin pedirme explicaciones, que se trataba de la casa donde por maldad la habían encerrado y, cada vez que pensaba en ella, el terror la apartaba de mí como si hubiera visto pasar algo entre los árboles. Yo la miraba con inquietud y como ya entonces tenía el rostro duro y sombrío,le causé miedo; casi de inmediato me pidió que la protegiese cuando regresase el Cardenal.

Estábamos tendidos a la luz de la luna, a las orillas de un bosque, deseando descansar un poco a mitad del viaje de regreso y, sobre todo, besar y mirar a Marcela.
- ¿Quién es el Cardenal?, le preguntó Simona.
- El que me encerró en el armario, dijo Marcela.
- ¿Pero por qué es un Cardenal?, grité.
De inmediato respondió: porque es el cura de la guillotina.
Recordé entonces el miedo terrible que le causé a Marcela cuando salió del armario y, en particular, dos cosas atroces: llevaba sobre la cabeza un gorro frigio de un rojo cegador; además, debido a los cortes que me hizo una joven a la que había violado, mi rostro, mis ropas y mis manos estaban completamente manchadas de sangre.

El Cardenal, cura de la guillotina, se confundía en el terror de Marcela, con el verdugo manchado de sangre y tocado con el bonete figio: una extraña coincidencia de piedad y repugnancia por los sacerdotes explicaba esta confusión que para mí permanece vinculada a mi dureza real y al horror que siempre me inspira la necesidad de mis acciones.

VIII LOS OJOS ABIERTOS DE LA MUERTA

Me quedé de pronto desamparado ante ese descubrimiento inesperado. Simona también. Marcela se adormecía a medias entre mis brazos; no sabíamos qué hacer. Tenía el vestido levantado y podíamos ver su pelambre gris entre los listones rojos, al final de sus largos muslos, a modo de extraordinaria alucinación en un mundo tan frágil que parecía que de un soplo podía convertirnos en luz. No nos atrevíamos a movernos y sólo deseábamos que esa inmovilidad irreal durase el mayor tiempo posible y que Marcela se durmiese completamente.

Me sentí recorrido por un deslumbramiento que me agotaba y no sé cómo hubiese terminado todo si, de pronto, Simona no se hubiese movido suavemente, su mirada turbia se detenía alternativamente sobre mis ojos o sobre la desnudez de Marcela: abrió los muslos diciendo en voz exhausta que no podía contenerse más.
Inundó su ropa con una gran convulsión que acabó de desnudarla e hizo brotar un chorro de semen en mi pantalón.

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Caosmeando

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