domingo, 30 de agosto de 2009

Anderssen - Dufresne

Berlín 1852. La Siempreviva. Comentada por maestro Richard Guerrero.

1.e4 e5 2.Cf3 Cc6 3.Ac4 Ac5 4.b4!? De nuevo, el famoso gambito del legendario lobo de mar, Capitán William Davies Evans.

4...Axb4 En esos gloriosos tiempos había dos clases de hombres: Los primeros eran valientes y no dudaban en arriesgar haciendo gambitos y aceptando los del rival. Los segundos eran la vergüenza de la época romántica.

5.c3 Aa5 6.d4! exd4 7.0-0! d3!? Dufresne, sabedor de que Anderssen jugando el gambito Evans era más peligroso que Curro Jiménez en el Corte Inglés, devuelve uno de los peones conquistados, a fin de entorpecer en lo posible el desarrollo blanco.

8.Db3! Df6 9.e5! Dg6 [No es posible 9...Cxe5?? 10.Te1 d6 11.Ag5! Df5 12.Cxe5 dxe5 (12...Dxg5 13.Ab5+! c6 14.Dxf7+ Rd8 15.Cxc6+! bxc6 16.Te8# ) 13.Db5+! c6 14.Txe5+ y las negras deberían abandonar.]

10.Te1 Cge7 11.Aa3 b5!? Dando mucha alegría a la partida! [Seguramente, Dufresne consideró que 11...0-0 era demasiado obvia y previsible.]

12.Dxb5 Tb8 13.Da4 Ab6 14.Cbd2 Ab7 Gracias a su sorprendente lance lateral, Dufresne ha logrado que su pareja de alfiles apunte peligrosamente al enroque de Anderssen.

15.Ce4 Df5?? Pero aquí comete un grave error, y es que la dama negra va a quedar ahora pesimamente colocada...

16.Axd3! Las blancas ya amenazan capturarla con 17Cd6+!

16...Dh5 No hay retiradas mejores [Si 16...0-0 17.Cf6+! ganando; Si 16...De6 17.Ceg5! Dh6 (17...Dd5 18.Ac4! ) 18.Ac1! Dh5 19.g4! Dh6 20.Cxf7! Dh3 (20...De6 21.C3g5! Dd5 22.Ae4! ) 21.C7g5! Dh6 22.Ae4! con aplastante superioridad blanca]

17.Cf6+!? ¡Una interesante y espectacular jugada de ataque al más puro estilo Anderssen! Sin embargo, hay que decir que a pesar de su gran belleza estética, objetivamente hablando ésta no es ahora la mejor posibilidad. [Con la prosaica y simple 17.Cg3! Dh6 18.Ac1 De6 19.Ac4 Cd5 (19...Dg6 20.Ch4 Dg4 21.Axf7+! ; 19...d5 20.exd6 Dxd6 21.Cf5! ) 20.Cg5 Dg4 21.Te4! las blancas liquidaban la partida rápidamente.]

17...gxf6 18.exf6 Sin duda, es evidente que tras el sacrificio de caballo de Anderssen, la situación del rey negro se ha vuelto muy peligrosa, pero...

18...Tg8! ...¡la del rey blanco también! Y es que ambos rivales parecen estar en disposición de iniciar de inmediato un terrible ataque combinativo!

19.Tad1!! Pero ahora Anderssen demuestra por qué está considerado como uno de los más brillantes jugadores de la historia del ajedrez. ¡Maravillosa jugada! ¡fantástica jugada! Anderssen derrocha imaginación, fantasía, creatividad y capacidad de cálculo y tiende en este momento una de las celadas más impresionantes, profundas y bellas que el mundo ajedrecístico ha conocido. [Las jugadas "simples" como 19.Axe7?? eran brutalmente castigadas con demoledores contraataques iniciados con 19...Ce5! (o 19...Dxf3! ) ; También era posible la profiláctica 19.Ae4!? que conduce a una abierta lucha con posibilidades para ambos rivales, pero sin tender a las negras ninguna trampa sutil.]

19...Dxf3?? Las negras han ganado pieza y amenazan mate en una. Su ataque parece totalmente decisivo, pero... [Las negras disponían aquí de varias continuaciones, algunas de ellas con interesantes sacrificios, pero tras muchas décadas de análisis se ha llegado a la conclusión de que 19...Tg4! era la opción que daba más guerra.]

20.Txe7+! Cxe7 [Si 20...Rf8 21.Te3+! d6 22.Txf3 ; Y si 20...Rd8 seguía la espectacular línea 21.Txd7+! Rc8 (21...Rxd7 22.Af5+! Re8 23.Ad7+ Rd8 24.Axc6+! con rápido mate; 21...Re8 22.Te7+! Rf8 (22...Rd8 23.Ae2+ ) 23.Te6+! Cb4 24.Dxb4+! c5 25.Dxc5+! Axc5 26.Axc5# ) 22.Td8+! Cxd8 (22...Txd8 23.gxf3 ; 22...Rxd8 23.Af5+! ) 23.Dd7+!! Rxd7 24.Af5+! Rc6 (24...Re8 25.Ad7# ) 25.Ad7#! ]

21.Dxd7+!! ¡La bomba! El rey negro va a ser atraído a una trampa mortal

21...Rxd7 [21...Rf8 22.Axe7# ]

22.Af5+! ¡Un magnífico doble jaque descubierto!

22...Re8 [Muy bonito también era el mate tras 22...Rc6 23.Ad7#! ]

23.Ad7+! Rf8 [o 23...Rd8 24.Axe7# ]

24.Axe7#! ¡Así jugaba Adolf Anderssen al ajedrez! 1-0

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Fela Kuti

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La historia del ojo (1)

I-EL OJO DEL GATO

Crecí muy solo y desde que tengo memoria sentí angustia frente a
todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa de X encontré
a una joven de mi edad, Simona. Nuestras relaciones se precipitaron
porque nuestras familias guardaban un parentesco lejano. Tres días
después de habernos conocido, Simona y yo nos encontramos solos en
su quinta. Vestía un delantal negro con cuello blanco almidonado.
Comencé a advertir que compartía conmigo la ansiedad que me
producía verla, ansiedad mucho mayor ese día porque intuía que se
encontraba completamente desnuda bajo su delantal.
Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodi-
llas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre que Simona y
yo empleamos siempre, es para mí el más hermoso de los nombres del
sexo). Tenía la impresión de que si apartaba ligeramente su delantal
por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún reparo.
En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato:
“Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a
que me siento en el plato?” —”Apuesto a que no te atreves”, le respon-
dí, casi sin aliento.
Hacia muchísimo calor. Simona colocó el plato sobre un pequeño
banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se
sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas
ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la
sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que,
erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su
carne “rosa y negra” que se refrescaba en la leche blanca. Permaneci-
mos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro.
De repente se levantó y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas,
sobre las medias. Se enjugó con un pañuelo, pausadamente, dejando
alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me
froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome amorosamente
por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos
hubiésemos tocado; pero cuando su madre regresó, aproveché, mien-
tras yo permanecía sentado y ella se echaba tiernamente en sus brazos,
para levantarle por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi
mano en su culo, entre sus dos ardientes muslos.
Regresé corriendo a mi casa, ávido de masturbarme de nuevo; y al
día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que Simona, después de
haberme contemplado largo rato, escondió la cabeza en mi espalda y
me dijo seriamente “no quiero que te masturbes sin mí”.
Así empezaron entre la jovencita y yo relaciones tan cercanas y tan
obligatorias que nos era casi imposible pasar una semana sin vernos. Y
sin embargo, apenas hablábamos de ello. Comprendo que ella experi-
mente los mismos sentimientos que yo cuando nos vemos, pero me es
difícil describirlos.

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sábado, 29 de agosto de 2009

El sueño del caracol

De Iván Sáinz-Pardo

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jueves, 27 de agosto de 2009

Una larga partida de ajedrez

De Eduardo Santiago Ruiz

Cuando vi las hojas amarillentas de los árboles caer de abajo hacia arriba, prenderse a sus ramas y reverdecer tímidamente, no me sorprendí. Muy en el fondo casi esperaba que sucediera, porque todo es posible en un sueño y acaso la vida no sea sino un sueño.

Avancé por el intricado camino de arena. En un oculto meandro estaban las rocas que simulaban ser una mesa y dos bancos colocados con exquisita simetría, como si el destino los hubiera preparado especialmente para mí, para esta tarde.

Me senté.

Un tablero de ajedrez estaba tallado en la superficie, y en él, ya dispuestas las treinta y dos piezas. No esperé más e hice mi primera jugada. Las piezas negras comenzaron a moverse aunque el banco de mi oponente seguía vacío. Él, sin duda, era un mal jugador; comparé sus movimientos cobardes y azarosos con los de un nido de ratas que huyen asustadas. Orquesté mi ataque con violencia, avancé mis agudos alfiles, mis ágiles caballos, enlacé mis torres como dos castillos medievales que se defienden el uno al otro, como dos viejas montañas.

Pero sucedió que perdí una pieza y después una tras otra y comencé a jugar con incredulidad y con furia. Ya no era yo el jugador que movía las piezas, era yo el inválido rey que desde el alcázar dirige a su ejército. Enfermo y decrépito, respirando trabajosamente, me asomé a la ventana y vi a las tropas negras plagar el horizonte. Esa visión me hizo entender que lo que llamamos destino no es sino el conjunto de las causas que desconocemos. No pasó mucho tiempo antes de oír a los alfiles correr sobre mi techo, a los caballos hollando mis jardines, a una mujer desconocida hablando tras la puerta de mi habitación.

Unos pasos subieron las escaleras, se acercaron por el corredor, abrieron sin trabajo el cerrojo. Sentí que esos pasos comenzaron a andar mucho antes de mi nacimiento y sólo hasta ahora podía escucharlos. Entraron. Su dueño era un hombre alto que ocultaba su rostro tras una máscara.

Envidié su fuerza y su triunfo, mientras que yo, que había tenido un imperio en mi puño ya sólo conservaba un leve cuchillo. Lo envidié porque pronto sería yo y no él el que no vería sino oscuridad, yo el que sería borrado, yo el que no despertaría ya más.

Quizás como un gesto de piedad o de altivez acercó su oído a mis labios; le ordené que mostrara su rostro. Aquello fue como contemplarme en un espejo. Ese hombre era igual a mí salvo porque no era yo. O quizás, pensé, era yo actuando otro tiempo u otra historia.

El cuchillo cayó al suelo.

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miércoles, 26 de agosto de 2009

La caída de Ícaro

Odilon Redon

Para ver la imagen completa hay que clicar sobre ella.

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lunes, 24 de agosto de 2009

Prólogo a la Grammatica de Nebrija

La primera gramática de una lengua vulgar publicada en Europa.

A LA MUI ALTA Y ASSÍ ESCLARECIDA PRINCESA DOÑA ISABEL, LA TERCERA DESTE NOMBRE, REINA I SEÑORA NATURAL DE ESPAÑA Y LAS ISLAS DE NUESTRO MAR. COMIENÇA LA GRAMÁTICA QUE NUEVA MENTE HIZO EL MAESTRO ANTONIO DE LEBRIXA SOBRE LA LENGUA CASTELLANA. Y PONE PRIMERO EL PRÓLOGO. LEE LO EN BUEN ORA.

Cuando bien comigo pienso, mui esclarecida Reina, i pongo delante los ojos el antigüedad de todas las cosas, que para nuestra recordación y memoria quedaron escriptas, una cosa hallo y: saco por conclusión mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio; y de tal manera lo siguió, que junta mente començaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de entrambos. I dexadas agora las cosas mui antiguas de que a penas tenemos una imagen y sombra de la verdad, cuales son las de los assirios, indos, sicionios y egipcios, en los cuales se podría mui bien provar lo que digo, vengo a las más frescas, y aquellas especial mente de que tenemos maior certidumbre,
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y primero a las de los judíos. Cosa es que mui ligeramente se puede averiguar que la lengua ebraica tuvo su niñez, en la cual a penas pudo hablar. I llamo io agora su primera niñez todo aquel tiempo que los judíos estuvieron en tierra de Egipto. Por que es cosa verdadera o muy cerca de la verdad, que los patriarcas hablarían en aquella lengua que traxo Abraham de tierra de los caldeos, hasta que decendieron en Egipto, y que allí perderían algo de aquélla y mezclarían algo de la egipcia. Mas después que salieron de Egipto y començaron a hazer por sí mesmos cuerpo de gente, poco a poco apartarían su lengua, cogida, cuanto io pienso, de la caldea y de la egipcia, y de la que ellos ternían comunicada entre sí, por ser apartados en religión de los bárbaros en cuia tierra moravan.

Assí que començó a florecer la lengua ebraica en el tiempo de Moisén, el cual, después de enseñado en la filosofía y letras de los sabios de Egipto, y mereció hablar con Dios, y comunicar las cosas de su pueblo, fue el primero que osó escrivir las antiguedades de los judíos; y dar comienço a la lengua ebraica. La cual, de allí en adelante, sin ninguna contención, nunca estuvo tan empinada cuanto en la edad de Salomón, el cual se interpreta pacífico, por que en su tiempo con la monarchía floreció la paz, criadora de todas las buenas artes y onestas. Mas después que se començó a desmembrar el reino de los judíos, junta mente se començó a perder la lengua, hasta que vino al estado en que agora la vemos, tan perdida que, de cuantos judíos oi biven, ninguno sabe dar más razón de la lengua de su lei, que de cómo perdieron su reino, y del ungido que en vano esperan.

Tuvo esso mesmo la lengua griega su niñez, y començó a mostrar sus fuerças poco antes de la guerra de Troia, al tiempo que florecieron en la música y poesía Orfeo, Lino, Muséo, Amphión, y poco después de Troia destruida, Omero y Esiodo. I assí creció aquella lengua hasta la monarchía del gran Alexandre, en cuio tiempo fue aquella muchedumbre de poetas, oradotes y filósofos, que pusieron el colmo, no sola mente a la lengua, mas aún a todas las otras artes y ciencias. Mas después que se començaron a desatar los reinos y repúblicas de Grecia, y los romanos se hizieron señores della, luego junta mente començó a desvanecer se la lengua griega y a esforçar se la latina. De la cual otro tanto podemos dezir: que fue su niñez con el nacimiento y población de Roma, y començó a florecer quasi quinientos años después que fue edificada, al tiempo que Livio Andrónico publicó primera mente su obta en versos latinos. I assí creció hasta la monarchía de Augusto César, debaxo del cual, como dize el Apóstol, vino el cumplimiento del tiempo en que embió Dios a su unigénito hijo; y; nació el salvador del mundo. En aquella paz de que avían hablado los profetas y fue significada en Salomón, de la cual en su nacimiento los Ángeles cantan: Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz a los ombres de buena voluntad'. Entonces fue aquella multitud de poetas y oradores que embiaron a nuestros siglos la copia y deleites de la lengua latina: Tulio, César, Lucrecio, Virgilio, Oracio, Ovidio, Livio i todos los otros que después se siguieron basta los tiempos de Antonino Pío. De allí, començando a declinar el imperio de los romanos, junta mente començó a caducar la lengua latina, hasta que vino al estado en que la recebimos de nuestros padres, cierto tal que cotejada con la de aquellos tiempos, poco más tiene que hazer con ella que con la aráviga. Lo que diximos de la lengua ebraica, griega y latina, podemos mui más clara mente mostrar en la castellana; que tuvo su niñez en el tiempo de los juezes y Reies de Castilla y de León, y començó a mostrar sus fuerças en tiempo del mui esclarecido y digno de toda la eternidad el Rei don Alonso el Sabio, por cuio mandado se escrivieron las Siete Partidas, la General Istoria, y fueron trasladados muchos libros de latin y aravigo en nuestra lengua castellana. La cual. se estendió después hasta Aragón y Navarra y de allí a Italia, siguiendo la compañía de los infantes que embiamos a imperar en aquellos Reinos. I assí creció hasta la monarchía y paz de que gozamos, primera mente por la bondad y providencia divina; después por la industria, trabajo y diligencia de vuestra real majestad. En la fortuna y buena dicha de la cual, los miembros y pedaços de España, que estavan por muchas partes derramados, se reduxeron y aiuntaron en un cuerpo y unidad de Reino. La forma y travazón del cual, assí está ordenada, que muchos siglos, iniuria y tiempos no la podrán romper ni desatar. Assí que después de repurgada la cristiana religión, por la cual. somos amigos de Dios, o reconciliados con él. Después de los enemigos de nuestra fe vencidos por guerra y fuerça de armas, de donde los nuestros recebían tantos daños y ternían mucho maiores; después de la justicia y essecución de las leies que nos aiuntan y hazen bivir igual mente en esta gran compañía, que llamarnos reino y república de Castilla; no queda ia otra cosa sino que florezcan las artes de la paz. Entre las primeras, es aquélla que nos enseña la lengua, la cual nos aparta de todos los otros animales y es propria del ombre, y en orden la primera después de la contemplación, que es oficio propio del entendimiento. Esta hasta nuestra edad anduvo suelta. y fuera de regla, y a esta causa a recebido en pocos siglos muchas mudanças; por que si la queremos cotejar con la de oi a quinientos años, hallaremos tanta diferencia y diversidad cuanta puede ser maior entre dos lenguas. I por que mi pensamiento y gana siempre fue engrandecer las cosas de nuestra nación, y dar a los ombres de mi lengua obras en que mejor puedan emplear su ocio, que agora lo gastan leiendo novelas o istorias embueltas en mil mentiras y errores, acordé ante todas las otras cosas reduzir en artificio este nuestro lenguaje castellano, para que lo que agora y de aquí adelante en él se escriviere pueda quedar en un tenor, y estender se en toda la duración de los tiempos que están por venir. Como vemos que se a hecho en la lengua griega y latina, las cuales por aver estado debaxo de arte, aun que sobre ellas an passado muchos siglos, toda vía quedan en una uniformidad.

Por que si otro tanto en nuestra lengua no se haze como en aquéllas, en vano vuestros cronistas y estoriadores escriven y encomiendan a inmortalidad la memoria de vuestros loables hechos, y nos otros tentamos de passar en castellano las cosas peregrinas y estrañas, pues que aqueste no puede ser sino negocio de pocos años. I será necessaria una de dos cosas: o que la memoria de vuestras hazañas perezca con la lengua; o que ande peregrinando por las naciones estrangeras, pues que no tiene propria casa en que pueda morar. En la çania de la cual io quise echar la primera piedra, y hazer en nuestra lengua lo que Zenodoto en la griega y Crates en la latina. Los cuales aun que fueron vencidos de los que después dellos escrivieron, a lo menos fue aquella su gloria, y será nuestra, que fuemos los primeros inventores de obra tan necessaria. Lo cual hezimos en el tiempo más oportuno que nunca fue hasta aquí, por estar ia nuestra lengua tanto en la cumbre, que más se puede temer el decendimiento della que esperar la subida. I seguir se a otro no menor provecho que aqueste a los ombres de nuestra lengua que querrán estudiar la gramática del latín. Por que después que sintieren bien el arte del castellano, lo cual no será mui dificile por que es sobre la lengua que ia ellos sienten, cuando passaren al latín no avrá cosa tan escura que no se les haga mui ligera, maior mente entreveniendo aquel Arte de la Gramática que me mandó hazer vuestra Alteza, contraponiendo línea por línea el romance al latín. Por la cual forma de enseñar no sería maravilla saber la gramática latina, no digo io en pocos meses, más aún en pocos días, y mucho mejor que hasta aquí se deprendía en muchos años. El tercero provecho deste mi trabajo puede ser aquel que, cuando en Salamanca di la muestra de aquesta obra a vuestra real majestad, y me preguntó que para qué podía aprovechar, el mui reverendo padre Obispo de Avila me arrebató la respuesta; y respondiendo por mi dixo que después que vuestra Alteza metiesse debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas, y con el vencimiento aquellos ternían necessidad de recebir las leies quel vencedor pone al vencido, y con ellas nuestra lengua, entonces, por esta mi arte, podrían venir en el conocimiento della, como agora nos otros deprendemos el arte de la gramática latina para deprender el latin. I cierto assí es que no sola mente los enemigos de nuestra fe, que tienen ia necessidad de saber el lenguaje castellano, mas los vizcainos, navarros, franceses, italianos, y todos los otros que tienen algún trato y conversación en España y; necessidad de nuestra lengua, si no vienen desde niños a la deprender por uso, podrán la más aina saber por esta mi obra. La cual con aquella vergüença, acatamiento y temor, quise dedicar a vuestra real majestad, que Marco Varrón intituló a Marco Tulio sus Origenes de la Lengua Latina; que Grilo intituló a Publio Virgilio poeta, sus Libros del Acento; que Damaso Papa a Sant Jerónimo; que Paulo Orosio a Sant Augustín sus libros de istorias; que otros muchos autores, los cuales endereçaron sus trabajos y velas a personas mui más enseñadas en aquello de que escrivían.

No para enseñarles alguna cosa que ellos no supiessen, mas por testificar el ánimo y voluntad que cerca dellos tenían, y por que del autoridad de aquéllos se consiguiesse algún favor a sus obras. I assí después que io deliberé con gran peligro de aquella opinión que muchos de mí tienen, sacar la novedad desta mi obra de la sombra y tinieblas escolásticas a la luz de vuestra corte, a ninguno más justa mente pude consagrar este mi trabajo, que a aquella, en cuia mano y poder no menos está el momento de la lengua, que el arbitrio de todas nuestras cosas.

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miércoles, 19 de agosto de 2009

Una aventura del topito

El erizo

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John Wayne cabalga sobre el arcoiris

Es un cuento de Ana Pérez Cañamares, de su libro de relatos En días idénticos a nubes
Vino a llamarme Pura. Yo estaba tumbada en el sofá del cuarto de estar, leyendo un tebeo. Por encima de mi cabeza la oí, a través de la ventana que daba al rellano de la escalera.
—¡Tere! ¡Tere! ¡Que te lo estás perdiendo!
La mandé callar porque mis padres dormían la siesta. Cuando abrí la puerta, me agarró por la manga y nos precipitamos escale­ras abajo. Me hablaba en lo que a ella le parecía voz baja, una particular forma de grito ahogado.
—En el segundo, que tienen tele en color.
—¿Quiénes del segundo?
—¿Quiénes van a ser? ¡Mario y Cristina! Están todos viéndola desde el descansillo. ¡Ponen una de John Wayne! Hasta los caba­llos se ven de colores.
Bajamos de cuatro en cuatro los escalones, aplaudiendo con nuestras chanclas el espectáculo por anticipado. La música de saloon sonaba tan alta como si las bailarinas de cancán estuvieran levan­tando las piernas sobre la mesa de centro del segundo izquierda.
Mario y Cristina estaban en primera fila, haciendo valer su con­dición de anfitriones. Detrás estaban Conchi, Pilar y por último los gemelos del quinto. Pura y yo nos colocamos al final. Entre todos ocupábamos el tramo de escalera desde el tercero al segun­do, como si estuviéramos sentados en gradas. Tuvimos que espe­rar a que los ojos se nos acostumbraran para captar algo más que destellos y figuras que volaban y caían. Cuando por fin pude dis­tinguir a John Wayne entre la barahunda, le aticé un codazo a Pura, cuyos ojos de miope se salían por encima de las gafas.
—Pura..., pero, Pura, eso es trampa, eso no es una tele en co­lor. Mi tía tiene una y no es así...
—Schssssssss —me contestaron todos.
Lo que podía vislumbrar, entre las cabezas de mis vecinos y las rejas de la ventana, era una televisión en blanco y negro cubierta por un cuadrado de tiras de celofán pegadas unas a otras en hori­zontal, de forma que el sombrero de John Wayne era verde, su cara de un rosa primer día de playa, la camisa naranja y los panta­lones azul celeste. Era un John Wayne de carnaval, al que nadie podía tomar en serio.
Pura se acercó a mi oído y me dio en el punto que ella tan bien conocía.
—Si no te gusta, te puedes ir, pero que sepas que ha sido idea de Mario.
Miré el cogote de Mario y le imaginé orgulloso de haber guiado a sus amigos hasta el lejano oeste, y sin pensarlo más me lancé a cabalgar con él por llanuras rosas, montados sobre caballos azu­les, bajo un cielo verde esperanza.
Y allí estábamos, asistiendo en primera fila a la arenga del jefe indio hacia sus nunca tan coloridos guerreros, cuando sobre sus gritos se superpusieron otros que surgían de la habitación del fon­do. La madre de Mario y Cristina cruzó el cuarto de estar a trompicones, tapándose la cara con un pañuelo de hombre, y se encerró en el cuarto de baño. Luego apareció el padre, que arran­có el celofán, lo arrugó y lo lanzó a través de la ventana en un escorzado primer plano, gritando: «¿Qué es esta mierda?». La per­siana se cerró en un repentino THE END.
Lo peor no fue el silencio, ni siquiera cuando lo rompieron los sollozos de Cristina. Lo peor fue ver a Mario subiendo las escaleras con su papel de celofán en la mano, doblemente herido y humillado. Nos quedamos como tontos, sin saber qué hacer. Pura le pasó el brazo por los hombros a Cristina, y ambas encabezaron la triste procesión de descenso a la calle.
Yo seguí a Mario hasta el pasillo de los trasteros. Allí estaba, sentado en el último escalón, la cabeza apoyada en la mano que agarraba el celofán. Me senté a su lado, bajo la luz de la claraboya por la que se veía el cielo gris.
Por primera vez sentía que no había nada que decir. Cogí su mano y el celofán quedó allí, como un huevo de colores empolla­do en el hueco de nuestras palmas.
—Tere, ¿tú me tienes miedo?
—¿Quién, yo? ¿Miedo? ¿Por qué?
La vergüenza y la ira tiñeron su rostro como el de un John Wayne de trece años.
—Porque a lo mejor yo soy como él. Porque a lo mejor yo de mayor también pego. Porque podría pegarte a ti.
No sabía qué decir, pero supe que tenía que hacer algo. Algo que lo sacara de aquel futuro horrible.
Me levanté, bajé dos escalones, puse mi cara a la altura de la suya. Aquellos ojos azules me inspiraban. Y de repente lo hice. Zas. Zas. Le aticé dos bofetadas con todas mis fuerzas.
—Que no se te olvide que yo tengo la misma edad que tú. Y que yo también puedo pegarte a ti.
Sus ojos se abrieron de sorpresa y dolor. Y como si por fin se hubieran dilatado los bastante como para hacerles hueco, dos enor­mes lágrimas gemelas cayeron por sus mejillas cruzadas por cinco franjas rosas.
Cuando se dejó caer de espaldas sobre el suelo me abalancé sobre él, dispuesta a pedirle perdón, a decirle que no sabía por qué había hecho aquello.
Por sus convulsiones supe que se estaba riendo. Como si le hubiera contado un buen chiste. Me tumbé a su lado y seguimos riendo cuando extendió el papel celofán sobre nosotros, para que las nubes que se veían por la claraboya fueran nubes en technicolor.

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martes, 18 de agosto de 2009

El obrero y el campesino

Un fotomontaje de Max Alpert y El Lissitzky

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lunes, 17 de agosto de 2009

Las últimas palabras de Caupolicán

" Si a vergonzoso estado reducido
me hubiera el duro y áspero destino,
y si ésta mi caída hubiera sido
debajo de hombre y capitán indino,
no tuve así el brazo desfallecido
que no abriera a la muerte yo camino
por este propio pecho con mi espada,
cumpliendo el curso y mísera jornada;

" mas juzgándote digno y de quien puedo
recebir sin vergüenza yo la vida
lo que de mí pretendes te concedo
luego que a mí me fuere concedida;
ni pienses que a la muerte tengo miedo,
que aquesa es de los prósperos temida,
y en mí por esperiencia he probado,
cuán mal le está el vivir al desdichado.

" Yo soy Caupolicán, que el hado mío
por tierra derrocó mi fundamento,
y quien del araucano señorío
tiene el mando absoluto y regimiento.
La paz está en mi mano y albedrío
y el hacer y afirmar cualquier asiento
pues tengo por mi cargo y providencia
toda la tierra en freno y obediencia,

" Soy quien mató a Valdivia en Tucapelo,
y quien dejó a Purén desmantelado;
soy el que puso a Penco por el suelo
y el que tantas batallas ha ganado;
pero el revuelto ya contrario cielo,
de vitorias y triunfos rodeado,
me ponen a tus pies a que te pida
por un muy breve término la vida.

" Cuando mi causa no sea justa, mira
que el que perdona más es más clemente
y si a venganza la pasión te tira,
pedirte yo la vida es suficiente.
Aplaca el pecho airado, que la ira
es en el poderoso impertinente;
y si en darme la muerte estás ya puesto,
especie de piedad es darla presto.

" No pienses que aunque muera aquí a tus manos,
ha de faltar cabeza en el Estado,
que luego habrá otros mil Caupolicanos
mas como yo ninguno desdichado;
y pues conoces ya a los araucanos,
que dellos soy el mínimo soldado,
tentar nueva fortuna error sería,
yendo tan cuesta abajo ya la mía.

" Mira que a muchos vences en vencerte,
frena el ímpetu y cólera dañosa:
que la ira examina al varón fuerte,
y el perdonar, venganza es generosa.
La paz común destruyes con mi muerte,
suspende ahora la espada rigurosa,
debajo de la cual están a una
mi desnuda garganta y tu fortuna.

" Aspira a más y a mayor gloria atiende,
no quieras en poca agua así anegarte,
que lo que la fortuna aquí pretende,
sólo es que quieras della aprovecharte.
Conoce el tiempo y tu ventura entiende,
que estoy en tu poder, ya de tu parte,
y muerto no tendrás de cuanto has hecho,
sino un cuerpo de un hombre sin provecho.

" Que si esta mi cabeza desdichada
pudiera, ¡ oh capitán ! satisfacerte,
tendiera el cuello a que con esa espada
remataras aquí mi triste suerte;
pero deja la vida condenada
el que procura apresurar su muerte,
y más en este tiempo, que la mía
la paz universal perturbaría.

" Y pues por la esperiencia claro has visto,
que libre y preso, en público y secreto,
de mis soldados soy temido y quisto,
y está a mi voluntad todo sujeto,
haré yo establecer la ley de Christo,
y que, sueltas las armas, te prometo
vendrá toda la tierra en mi presencia
a dar al Rey Felipe la obediencia.

" Tenme en prisión segura retirado
hasta que cumpla aquí lo que pusiere;
que yo sé que el ejército y Senado
en todo aprobarán lo que hiciere.
Y el plazo puesto y término pasado,
podré también morir, si no cumpliere:
escoge lo que más te agrada desto,
que para ambas fortunas estoy presto."

(La Araucana, Alonso de Ercilla)

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domingo, 16 de agosto de 2009

Barbapapá

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El olor de Marcela

Séptima entrega de La historia del ojo

Mis propios padres no llegaron esa noche. Sin embargo, creí pruden-
te salir pitando en previsión de la cólera de un padre miserable,
arquetipo del general católico y chocho. Entré por detrás a la quinta.
Me apropié de una cantidad de dinero. Después, seguro de que jamás
me buscarían allí, me bañé en la alcoba de mi padre. Y hacia las diez de
la noche me fui al campo, pero antes dejé un recado sobre la mesa de
mi madre: “Ruego que no me hagan buscar por la policía porque llevo
un revólver y la primera bala será para el gendarme y la segunda para
mí”.
Jamás he tenido la posibilidad de adoptar una actitud y , en esta cir-
cunstancia en particular, mi único interés era hacer retroceder a mi
familia, enemiga irreductible del escándalo. Con todo, al escribir el
recado con la mayor ligereza y no sin reír un poco, me pareció oportu-
no meter en mi bolsillo el revólver de mi padre.
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Caminé toda la noche por la orilla del mar, pero sin alejarme
demasiado de X, tomando en cuenta los recovecos de la costa. Trataba
solamente de apaciguar una situación violenta, un extraño delirio
espectral en que los fantasmas de Simona y de Marcela se organizaban,
a pesar mío, con expresiones terroríficas. Poco a poco me vino la idea
de matarme, y al tomar el revólver en la mano acabaron de perder el
sentido palabras como esperanza y desesperación. Sentí por cansancio
que era necesario darle un sentido a mi vida: sólo la tendría en la
medida en que ciertos acontecimientos deseados y esperados se cumpliesen. Acepté finalmente la extraordinaria fascinación de los
nombres Simona y Marcela; podía reír, pero no obstante me excitaba
imaginar una composición fantástica que ligaba confusamente mis
pasos más desconcertantes a los suyos.
Dormí en un bosque durante el día y al caer la noche me dirigí a casa
de Simona; entré al jardín saltando por el muro. Al ver luz en la recá-
mara de mi amiga, arrojé guijarros a la ventana. Algunos instantes
después bajó y nos fuimos casi sin decir palabra en dirección a la orilla
del mar. Estábamos felices de volvernos a ver. Estaba oscuro y de vez
en cuando le levantaba el vestido y tomaba su culo entre mis manos,
pero no gozaba, al contrario. Ella se sentó y yo me acosté a sus pies. De
pronto me di cuenta de que no podría impedir estallar en sollozos y de
inmediato empecé a sollozar largamente sobre la arena.
—¿Qué te pasa? —me dijo Simona.
Y me dio un puntapié para hacerme reír. Su pie tocó justamente el
revólver que estaba en mi bolsillo y una terrible detonación nos
arrancó un grito simultáneo. No estaba herido, pero de repente me
encontré de pie como si hubiese entrado en otro mundo. La misma
Simona estaba delante de mí, tan pálida que daba miedo.
Esa noche no se nos ocurrió la idea de masturbarnos, pero permane-
cimos infinitamente abrazados, unidas nuestras bocas, lo que jamás
antes nos había ocurrido.
Durante algunos días viví así: regresábamos Simona y yo, muy tarde
por la noche, y nos acostábamos en su recámara, donde me quedaba
encerrado hasta la noche siguiente. Simona me llevaba comida. Su
madre no tenía la más mínima autoridad sobre ella y aceptaba la
situación sin siquiera intentar explicarse el misterio (apenas había oído
los gritos, el día del escándalo, salió a dar un paseo). En cuanto a los
criados, el dinero los mantenía fieles a Simona desde hacía mucho
tiempo.
Fue también por ellos que supimos las circunstancias del encierro de
Marcela y el nombre de la casa de salud donde estaba asilada. Desde el
primer día nuestra preocupación fue su locura, la soledad de su cuerpo,
las posibilidades de alcanzarla o de ayudarla a evadirse. Un día que
estaba yo en su cama y que quise forzar a Simona, ella se me escapó y
me dijo bruscamente: “pero, ¡querido mío, estás completamente loco!
¿Así en un lecho, como si fuera madre de familia?, no me interesa
en absoluto. Con Marcela solamente”
—¿Qué es lo que quieres decir? le pregunté decepcionado, pero en el
fondo completamente de acuerdo con ella.
Se me acercó afectuosamente de nuevo y me dijo suavemente con
tono soñador; “mira, apenas nos vea no podrá evitar orinarse... hacer el
amor”.
Al mismo tiempo, sentí un líquido caliente y encantador que corría a
lo largo de mis piernas y, cuando hubo terminado, me levanté y regué a
mi vez su cuerpo que ella colocó complacientemente bajo el chorro
impúdico que ardía ligeramente sobre la piel. Después de haberle
inundado el culo también, le embarré el rostro de semen y así, sucia,
tuvo un orgasmo demente y liberador. Aspiraba profundamente
nuestro acre y feliz olor: “Hueles a Marcela”, me confió alegremente
después que hubo terminado, acercando la nariz a mi culo todavía
mojado.

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sábado, 15 de agosto de 2009

Una novia en Rochelambert

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viernes, 7 de agosto de 2009

Fabrizzi (por Jesús Arias)


Hoy, en el trabajo, me he acordado de una curiosa anécdota bastante emotiva.

Fue en el 40º cumpleaños de Joe, en agosto de 1992. Apareció por Granada con Gaby, las niñas, y otra pareja de amigos para celebrar su cumpleaños. Creo recordar que, gracias a un anuncio de Lewis Strauss, "Should I stay or should I go?" había vuelto a las listas de éxitos en Estados Unidos y estaba teniendo bastante repercusión. Joe estaba muy sensible por eso que ahora ya yo sé, lo de la crisis de los cuarenta, cuando te planteas si realmente has hecho algo decente en la vida o no.
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El caso es que apareció como siempre, con su castellano anárquico, una camisa hawaiiana, Gaby, las niñas, y toda su ingenuidad de inglés en España. Me llamó desde el hotel Los Ángeles, en donde se hospedaban, y me invitó a comer con ellos. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos, pero nos habíamos llamado mucho por teléfono a lo largo de los años y, una y mil veces, me había invitado a ir a su casa de Londres. Yo siempre decía que sí, que iría. Pero nunca lo hice. De hecho, aún no conozco Londres... He estado en Berlín, en Lisboa, pero jamás en Londres. Imperdonable. Y el primero en decírmelo es Richard Dudanski. Y tiene más razón que un santo.

Cuando aparecí en el hotel, Joe me saludó como si fuera un hermano suyo. Me presentó a sus amigos todo lleno de orgullo: "My teacher of Spanish!", les dijo. "My man!". Joe me contó que le había hablado muy bien de mí a todo el mundo en Londres. "Si necesitas un profesor de español", me contó que solía decir en Londres, "llama a este tío". Me habló de que acababa de recibir una llamada de Estados Unidos diciéndole lo bien que iba "Should I stay or should I go?" allí y que pensaba que debería regrabar esa canción de nuevo con la traducción que habíamos hecho entre los dos años atrás (-siento que mis recuerdos vayan a saltos, pero prefiero contarlos así, a bote pronto, antes que tratar de ordenarlos cronológicamente, porque, para mí, no serían tan vívidos ni tan espontáneos, sino mucho más elaborados, y perdería la fluidez... ya contaré en otro momento lo de la traducción al castellano de la canción-).

Joe parecía bastante eufórico, pero su mujer, Gaby, me contó, en un momento en el que él estaba llamando a unos y a otros por teléfono para decir que estaba en Granada, que Joe no se encontraba bien. Estaba bastante deprimido por eso de cumplir 40 años y estaba atravesando una fuerte crisis, lo que después mucha gente llamaría "The wild years" de Joe. Se encontraba musicalmente perdido, las bandas que intentaba montar no terminaban de salirle bien, la sombra de The Clash le pesaba como una losa... En definitiva, según Gaby, la vuelta a Granada era como volver a respirar aire fresco, regresar a los tiempos en los que él realmente había disfrutado. Quería celebrar su cumpleaños entre "su" gente, sus amigos, entre los colegas que lo conocían como "Joe" solamente: los camareros de los bares que ignoraban que él fue parte de una banda famosísima y que sólo tenían en cuenta que le encantaba el 'pálido-cola', los flamencos del Sacromonte, los rockeros de La Cúpula... Gaby me pidió, más o menos, que actuara de 'hermano mayor' de Joe, que lo animara.

Habíamos decidido ir a comer al Campo del Príncipe, una plaza bastante bonita de Granada que Joe recordaba con mucho cariño por sus bares, sus camareros, el vino, el ambiente festivo que siempre había -y hay- por allí. Nos fuimos dando un paseo.

En el Campo del Príncipe nos esperaban Fernando Romero, hermano de Esperanza y Paloma Romero (Paloma=Palmolive, The Slits, la antigua novia de Joe en los tiempos de los 101'ers) y Gabi Contreras ("el médico loco", como lo llamaba Joe, radiólogo eminente y uno de los más íntimos amigos de Sid Vicious), los dos con sus familias. De manera que nos juntamos en una terraza un considerable equipo de gente (familias con niños) a beber cerveza.

Joe se sentó a mi lado para charlar conmigo. Ya habíamos hablado de eso bastantes veces por teléfono, pero volvió a sacarme el tema. Él estaba muy enfadado porque, el año anterior, durante la Guerra del Golfo, Estados Unidos había utilizado "Rock the Casbah" como "himno" entre los soldados americanos en una emisora de radio de una base norteamericana antes de ir a Iraq a lanzar las bombas. El quería hacer una canción contra eso, contra el Ejército de los Estados Unidos. Tenía un título para una canción, "Tranceblues" y una historia divertida: El Ejército USA es enviado a invadir Granada, en donde ha habido un golpe de Estado (la isla de Granada) pero, por equivocación, invade la ciudad de Granada. La canción iba en torno a eso: era un cúmulo de despropósitos.

Creo que ya hablé sobre eso en otro topic. Joe escribiría la letra y yo hacía la música. Hablamos sobre ello durante bastante rato y muchas cervezas (yo le dije que ya tenía la música) y, tras un silencio, Joe cambió de tema y me espetó: "Man, I'm pretty fucked" o algo así ("Estoy bien jodido").

Le pregunté por qué.

Tal y como me había dicho Gaby, Joe me contó que su vida era una mierda, que tenía 40 años, que no había hecho nada importante, que era un desastre, que se sentía un fracasado, que Mick Jones, al menos, había creado Big Audio Dynamite y era feliz y famoso, mientras que él se sentía completamente al margen.

Yo traté de disuadirle. "Tío", le espeté en inglés, "tú has escrito canciones como ésta, ésta y ésta. Yo a tí te admiraba cuando yo tenía 16 años. ¿Recuerdas lo que me decías tú de los Rolling Stones? ¡Pues tú fuiste mis Rolling Stones! Yo tocaba en mi guitarra, en mi habitación, '1977' y escribí una canción llamada '1984' porque en '1977' tu cuenta atrás se terminaba en 1984".

Y le hablé de lo amigo que era para mí, muy al margen de The Clash, muy al margen del Joe Strummer famoso. Le dije lo mucho que lo quería como amigo, como simplemente ese amigo de la fiesta en la que me aconsejó a Estela... en fin, muchas cosas.

Y en esto, apareció Fabrizzi.

Fabrizzi... menudo personaje...


Fabrizzi era un músico vagabundo, un acordeonista increíble, excepcional. Un tipo con los ojos como Martin Feldman (el de "El jovencito Frankenstein") que se ganaba la vida tocando el acordeón, por unas monedas, en la calle Zacatín, de Granada. Era un "homeless" que interpretaba al acordeón música clásica (Tchaikovsky, Mozart, Beethoven), tangos, canciones pop... lo que fuera... con una maestría increíble. Un músico excepcional (De hecho, Enrique Morente y yo lo estuvimos buscando para que tocase el acordeón en 'Omega').

Yo había conocido a Fabrizzi unos meses antes, en la calle Zacatín. Había oído una música buenísima desde lejos y, conforme me acercaba, descubrí que era un acordeonista callejero. Era la hostia.

Me quedé escuchándolo al menos media hora, echándole monedas y aplaudiendo con cada nueva cosa que tocaba. Al final, cuando ya el grupo de gente que se había congregado a su alrededor se había dispersado, yo seguía allí, todo embelesado.

Le dije: ¿Cómo te llamas, tío?

Me dijo: Me llamo Juan Carlos, pero todo el mundo me llama Fabrizzi.

Le dije: Pues eres la hostia. De verdad.

Me dijo: Tú debes ser músico.

Le dije: Sí. Y estoy asombrado. ¿Cómo consigues tocar a Tchaikovsky de esa manera? Estoy alucinado.

Me dijo: Tchaikovsky no es tan complicado. Lo difícil son los Clash y los Rolling Stones.

Le dije: No me jodas. ¿Conoces a los Clash?

Me respondió: ¿Los Clash? Son mi grupo favorito.

Y empezó a tocar "Jimmy Jazz".

Le dije a Fabrizzi: "Recoge: Te invito a lo que quieras".

Nos fuimos a un bar, bebimos cervezas (yo coca-colas) y hablamos larguísimamente sobre los Clash. Nos despedimos una hora después como absolutos colegas. Yo, a partir de ese día, trataba de pasarme por la calle Zacatín para oírlo, él para pedirme que le contara historias de Joe Strummer o para que me contara que lo habían contratado como músico en una obra de teatro. Así habíamos seguido durante seis meses...

Y bueno, aquel día, en el Campo del Príncipe, mientras Joe está diciéndome lo jodido que está, aparece Fabrizzi con su acordeón.

Lo veo de lejos. Le hago un gesto. Me ve de lejos y se acerca, sin dejar de tocar, hasta nuestra mesa.

Y esta escena es la hostia. Uno de los momentos más acojonantes de mi vida. Majestuoso.

Fabrizzi llega a nuestra mesa con el acordeón a cuestas. Le digo a Fabrizzi: "Fabrizzi, éste tío de aquí es Joe Strummer".

Fabrizzi lo mira. Me mira a mí. Me dice: "No. Ése no es Joe Strummer".

Joe se vuelve hacia él, y le dice en español: "Si, yo soy Joe Strummer, señor".

Fabrizzi le dice: "Tú no eres Joe Strummer. Tú te pareces a Joe Strummer. Pero no eres Joe Strummer".

Joe me pide que traduzca lo que ha dicho Fabrizzi. Se lo traduzco.

Joe se enfada: "Of course I'm Joe Strummer!".

"Tú no eres Joe Strummer", le dice Fabrizzi con toda tranquilidad.

Joe se levanta de su silla. "¡Sí soy Joe Strummer!", dice en español.

Fabrizzi, tan vagabundo, con sus ojos a lo Martin Feldman, sonríe como los vagabundos que han visto de todo y han oído de todo en este mundo. Vuelve a decirle: "Que no, que no eres Joe Strummer. Yo conozco a Joe Strummer y es mucho más alto que tú".

Joe me pide traducción. Traduzco.

Y Fabrizzi le espeta entonces: "Si eres Joe Strummer, canta esto".

Y se pone a tocar "Jimmy Jazz".

Y cuando Joe Strummer escucha que un músico callejero está tocando en un acordeón "Jimmy Jazz", que le dice en su cara que no es Joe Strummer, y que el músico callejero está tocando su canción... Joe... Ese Joe Strummer, se va a su lado y, como otro músico callejero, se pone a cantar "Jimmy Jazz" con la voz de Joe Strummer. Y los dos músicos se miran. Y Fabrizzi toca de la hostia y Joe Strummer canta de la hostia.

Putos músicos los dos, como si estuvieran tocando en el metro de Madrid.

Y Joe cantando con lágrimas en los ojos. El día de su cumpleaños se va a Granada y se encuentra a un músico vagabundo que toca sus canciones por la calle para ganarse la vida, que le niega el derecho a ser Joe Strummer, pero que se sabe sus canciones.

Terminan el "Jimmy Jazz" y Fabrizzi le dice: "Bueno, la voz se parece bastante. Pero, si quieres, probamos con 'London Calling'".

Fabrizzi me dice luego: "Dile que sí, que es Joe Strummer".

Se lo traduzco a Joe, al que le caen los lagrimones por toda la cara.

"El mejor cumpleaños de mi vida", dice Joe. "El mejor cumpleaños de mi vida".

Para colmo, se acercan a nuestra mesa unos turistas ingleses, y le echan unas monedas a Joe: "Brilliant, really brilliant. You both sound exactly as The Clash".

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Love Of Lesbian - La mirada de la gente que conspira

Dedicado a los que cada día nos dan la ración de sangría y de estupidez.


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lunes, 3 de agosto de 2009

Los naufragios de Óscar Byron (y II)

Fernando Aínsa
Sin embargo, ahora que se ha ido, nos preguntamos si no veía realmente los naufragios aunque sucedieran lejos. Tal vez podía vivirlos aquí, como si los viera realmente o, tal vez, los veía aunque hubieran acaecido muchos años o décadas atrás. ¿No nos hablaba a veces de barcos de antiguo velamen o diseño superado? "De allí le venía el alma compleja, el llamado confuso de las aguas, la voz inédita e implícita de todas las cosas del mar, de los naufragios, de los viajes lejanos, de las travesías peligrosas...." Estos versos nos los recita ahora el maestro del pueblo, citando a otro poeta cuyo nombre tampoco puede recordar, pero del que sabe era portugués, lo que nos asombra, como si los portugueses no pudieran ser poetas y sólo pescadores o emigrantes. En los meses que precedieron a su partida, Byron aparecía más agitado que nunca.
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Madrugaba más que ninguno de nosotros, caminaba a lo largo de las playas desiertas los días de temporal, cuando nadie se atrevía a aventurarse fuera de su casa, y volvía empapado, muy tarde en las madrugadas, con los ojos iluminados por un nuevo naufragio al que había asistido como testigo privilegiado.

El último invierno que pasó entre nosotros, Byron fue el único en aventurarse en la Punta del Diablo, donde las rocas terminan en forma abrupta en el mar que se transforma en océano hacia el Oeste de ese cabo, más allá del faro abandonado hace muchos años. En esos meses Byron era el único que hablaba en las veladas del bar Jiménez, mientras nos observaba como bebíamos en silencio, esquivando cruzar nuestra mirada con la de sus ojos azules. A fines de ese invierno, una noche excepcionalmente estrellada y tibia, Byron entró más agitado que de costumbre y nos dijo, casi gritando : "No me creerán, pero hoy me ha pasado algo extraordinario". Nadie le preguntó, "¿Qué has visto hoy Oscarito?", como hacíamos en alguna ocasión, disimulando apenas nuestra ironía, porque ni ese día, ni la noche anterior, temporal alguno había barrido la costa para justificar la historia de un naufragio percibido entre dos relámpagos. Pese a nuestro silencio, nos contó en su hábil tiempo presente: —Estoy esta tarde en la playa, a la altura del Fortín, cuando creo ver el resto de un mástil movido por las olas, al borde mismo del mar. Al acercarme me doy cuenta de que no es una madera la que flota en la orilla, sino un cuerpo humano, más bien los restos de un cuerpo desfigurado por el mar. Es el cadáver de un hombre de unos cuarenta y tantos años, bien vestido con los andrajos de un smoking o un frac, algo así. No está hinchado como suelen estar los ahogados que he visto tantas veces balancearse en las olas; sus rasgos son casi normales, pero como están mordidos por la vida del mar, comenzados a disolverse para siempre en el cuerpo de peces y crustáceos. Se le ve, pese a todo, un algo de elegancia perdida, como de personaje de película, con un algo de hombre importante caído al mar. Sus dedos azulados, los zapatos de charol, el perfil de su rostro, ese conjunto de cosas sutiles que nos dicen que alguien no es de nuestro mundo, aunque haya irrumpido en él, traslucía su propia inercia. Así era el ahogado que me encontré esta tarde en la playa". Nadie parecía escuchar a Byron. Todos aparentábamos estar preocupados por el juego de cartas de baraja, por la botella que se vaciaba, por la puerta que se abría y cerraba de golpe con los que iban llegando al bar. Oscar siguió hablando, como ordenando para sí mismo los recuerdos frescos de esa tarde soleada del mes de febrero, de ese último invierno que pasaría entre nosotros. "Estoy mirando el cuerpo, cuando una ola le abre los restos de la chaqueta de fiesta y veo un gran sobre alargado en su bolsillo. Me inclino y lo tomo. Está empapado y cerrado con un lacre. Cuando lo voy a abrir, oigo un rumor que viene del mar. Una lancha se acerca a gran velocidad, dando saltos sobre el agua. Más allá, un yate se balancea con suavidad, inmóvil en la tarde apacible. Tengo miedo, no se por qué. Agachado, trato de que no me vean y me escurro entre las dunas y me echo al borde mismo del bosque que bordea el camino. Acostado en la arena, veo llegar la lancha que recorre con lentitud la playa. En la proa, un hombre corpulento mira con unos gemelos la orilla, hasta que descubre el cuerpo del ahogado y con gestos enérgicos indica a dos marineros que se acerquen. Observando la costa desierta, lo izan con exagerado disimulo y hurgan entre sus ropas como si buscaran el gran sobre lacrado que yo tengo entre mis manos". Byron se pasó esas mismas manos por la frente y conjurando sus recuerdos, prosiguió : "La lancha no se va. Está detenida a unos metros de la orilla y el hombre de los binoculares barre lentamente la playa como si buscara algo, como si estuvieran buscando a alguien más. Con las piernas abiertas para mantener el equilibrio en la proa oscilante, parece detenerse por unos segundos en el borde del bosque donde estoy escondido. Pero la tarde está cayendo y cada vez hay menos luz. De golpe la lancha se pone en movimiento y se va como llegó, tragada por la distancia, hasta llegar junto al yate que leva anclas y se esfuma en el horizonte". Byron quedaría, una vez más, solo con su historia. El ahogado ha sido llevado lejos de cualquier otro testigo. Pero esta vez un sobre lacrado y húmedo ha quedado en sus manos. Y Byron, bajando la voz nos dijo: —Entonces rompo el lacre, abro el sobre y encuentro varios miles de dólares en billetes de cien y de quinientos. Nuestro silencio sería de sorpresa y no de indiferencia, una atención conquistada a golpes por las palabras mágicas: "Billetes, miles de dólares".

Lo miramos y vimos sus ojos llenos de satisfacción. Por fin había podido comprar nuestra incredulidad, con los miles de dólares de su fortuito hallazgo. Alguien le pediría entonces :

-A ver Oscarito, muéstranos un billete. Con la calma de su nueva posición triunfante conquistada, nos respondió: "Lo siento, no tengo ninguno aquí. Estaban mojados y los estoy secando en casa, junto a la estufa". -¿Ni uno Oscar, no tienes ni uno para pagarnos una copa? ¿No tienes ni uno para comprarnos un poco de confianza en lo que dices?, le preguntó Romualdo y nos echamos a reír. Todos nos reímos, menos Byron. Alguien había mencionado la palabra "confianza" y lo habían herido para siempre. Empezó a tartamudear, quiso gritar entre el estruendo de la carcajada general: "Pero además de los miles de dólares, me he encontrado una mujer muy hermosa". Nadie hacía caso a Byron. Después de oírlo durante años en silencio, todos se reían y hacían ruidos desagradables, como si quisieran terminar para siempre con sus historias de ahogados, naufragios y botines perdidos. La emoción y el desconcierto parecían escaparse de los puños tensos de Byron y su voz se quebró en sollozos cuando añadió: "Me encuentro una mujer hermosa desvanecida unos metros más allá del ahogado, enganchado y disimulado su cuerpo entre dos rocas, un vestido de noche pegado a su piel como si fuera una auténtica sirena. La creo muerta, pero está viva. La tomo en mis brazos y ella abre sus grandes ojos de color verde claro y me mira profundamente, como nunca nadie me ha mirado ". No escuchábamos a Byron. Había llegado nuestra hora y le gritamos :

—¡Irlandés mentiroso!, nieto de un campesino cobarde que le tuvo siempre miedo al mar. Estamos hartos de oírte Byron. Basta, irlandés, basta con tus historias. Y Oscar Byron, con la voz quebrada, entre un sollozo y la indignación, seguía explicando, como si quisiera justificarse hablando siempre en ese tiempo presente con el que quería dar más emoción a todos sus relatos: "La llevo a casa donde está durmiendo. La abrigo, enciendo la estufa, me está esperando..." Sebastián se adelantó y entre las burlas del resto de nosotros, le dijo con una carcajada: "Vuelve a su lado, date prisa, vuelve con tu sirena. A lo mejor se despierta y se te escapa con los dólares. Mira que buena historia tendrás para contarnos mañana: como se te ha esfumado el amor y el dinero". Byron nos miró uno a uno, buscando una sola mirada solidaria, uno solo que no se estuviera riendo y fue entonces cuando se dio cuenta de que la piel blanca que lo separaba de todos nosotros, estaba rasgada para siempre como la tensa de un tambor que no redoblaría nunca más. Entonces Oscar Byron salió, y cuando esperamos volverlo a ver a la noche siguiente como si no hubiera pasado nada, dispuesto a contarnos un nuevo relato que pudiera ser otra mentira, supimos que se había ido de El Paso. No hemos vuelto a verlo desde entonces. Pero sabemos de él o creemos saber, porque atenuados por la distancia y el tiempo, (¿Sabe alguien a qué velocidad viajan los rumores?) nos llegan vagos ecos, no sólo de Byron, sino de una pareja de rubios de aire extranjero que se han establecido con un bar en la costa, más allá de nuestro pueblo.

Dicen que el dueño de ese bar cuenta todas las noches historias de naufragios que vio en un punto de la costa donde nació y vivió muchos años y que nosotros quisiéramos ahora que fuera la nuestra.

Dicen que los parroquianos de ese bar lo escuchan asombrados, le hacen preguntas, y que una mujer rubia muy hermosa sonríe con aire de ser feliz, sentada detrás de la caja registradora. Esto es lo que dicen algunos. Porque hay otros que afirman que esa pareja de rubios (en los rasgos del hombre queremos descubrir a nuestro Oscar) cuenta naufragios que dicen haber visto tomados del brazo, paseando las noches en que hay tempestades por esa costa.

Ahora -allá, lejos de aquí- todos lo creen, porque además cuando narra sus naufragios rodeado por sus propios parroquianos, ella -la rubia- acota con seriedad: "Sí, es cierto", o "Así fue". Pero unos y otros -todos nosotros- sentimos que lo más grave, desde que se ha ido Byron de nuestro pueblo, es que aquí ya no pasa nada digno de ser contado y que la verdad de nuestras vidas cotidianas es muy aburrida. Descubrimos con angustia que este pueblo necesita —como probablemente también lo necesitan otros pueblos—de algo que parezca mentira para seguir viviendo y para que las noches de invierno resulten menos largas. En realidad —nos lo decimos todos— ahora que se ha ido para siempre no hubiera sido tan difícil creer a Oscar Byron.

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domingo, 2 de agosto de 2009

Los naufragios de Óscar Byron (I)

Un cuento de Fernando Aínsa

Ahora nos lo decimos todos: no debería haber sido tan difícil creerle a Oscar Byron. Sin embargo, cuando venía a contarnos el nuevo naufragio que había visto, en su aire de extranjero rubio descendiente de irlandeses, había algo que no nos inspiraba confianza. Ahora que Byron se ha ido, las noches de invierno se nos hacen más largas en la rueda de pescadores y contrabandistas que formamos en el bar Jiménez, y hay quién asegura que en esta costa barrida por vientos tan contradictorios los naufragios que nos contaba Oscar podían haber sucedido realmente. Hubiera bastado un poco de buena fe para que pudieran haber adquirido esa certidumbre que ahora tanto necesitamos. Podían, sí.
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Porque en la parte más abierta de estas playas, donde el océano rompe con más fuerza, se ven los restos de muchos barcos que encallaron alguna vez traídos por un temporal, arrastrados por una corriente. Con paciencia y memoria se podría trazar un mapa punteando los naufragios, precisando las fechas que se remontan hasta galeones y carabelas de la época de la conquista del Nuevo Mundo, hoy devorados por la espuma y la arena. Ahora que Byron se ha ido, hay quienes reconstruyen con cuidado esos posibles mapas de nuestra costa, llenos de cruces y de una historia que, en cualquiera de los casos, ninguno de nosotros pudo conocer, pero que él aseguraba haber vivido en sus paseos solitarios en las noches de tormenta. Pero entonces, cuando Byron entraba en el bar Jiménez, lo recibían sólo sonrisas y miradas incrédulas. Las burlas eran aún mayores cuando decidía contar, una y otra vez, con pequeñas variantes, siempre hablando en tiempo presente, su naufragio favorito: cómo su abuelo, el capitán John Byron, había llegado a esta tierra, encallado su barco en la punta más agreste y lejana de la playa que se pierde hacia el Este. Sus mechones de pelo rubio pajizo le caían sobre la frente y los ojos de azul claro se le iluminaban, como si estuviera viendo lo que nos contaba: "...y cuando todos los pasajeros se han salvado, y los botes están en la orilla, mi abuelo, oficial responsable del barco, lo mira por última vez, sube con dificultad al puente de mando, tan inclinada está ya la cubierta, y toma de su cabina todos los papeles del navío y los guarda con cuidado en el bolsillo de su casaca..."

En esos momentos de su relato, Oscar esperaba siempre que alguno de nosotros lo interrumpiera para hacerle preguntas, pero todos —aunque lo escucháramos con atención— nos hacíamos los distraídos. Pero Oscar, "Oscarito" como lo llamábamos burlonamente, era demasiado rubio para inspirar confianza, pero también era demasiado entusiasta para callarse ante nuestra indiferencia. Y así seguía hablando con grandes gestos: "...y cuando el temporal arrecia, mi abuelo, el capitán John revisa con parsimonia los cajones donde tiene su brújula personal, un reloj de oro y las fotos de la familia. El barco se escora aun más, y crujidos que parecen lamentos brotan de los maderos y de los hierros, para subir desde las bodegas inundadas hasta el puente de mando, como un himno de difuntos que se mezcla con el ruido de las olas que se rompen contra el casco, lamen con ferocidad la cubierta y entran a borbotones espesos por los ojos de buey de vidrios despedazados. Abuelo recoge los restos húmedos de su pequeño mundo que está por desaparecer y sube al único puente que emerge ahora de las aguas. Desde allí observa la playa, donde su tripulación y los pasajeros lo esperan con impaciencia, batidos los rostros por la lluvia y el viento. El capitán está satisfecho porque todos han sobrevivido, porque todos están sanos y salvos gracias a su sangre fría y a la seguridad con la que personalmente ha organizado el salvamento antes de pensar en sí mismo. Baja luego un pequeño bote que se balancea sobre la borda, salta con la gorra de mando calada hasta las cejas, empuña los remos y va hacia la playa. Abuelo esquiva con habilidad una rocas y llega a la orilla en el justo momento en que, rodeado de un estallido final de hierros y maderas, el barco se parte y todo desaparece bajo las grandes olas que cubren triunfalmente sus restos para siempre. El capitán John estrecha la mano de cada uno de los pasajeros, abraza a sus tripulantes y oficiales, y llora en silencio. Así llegó mi abuelo, el capitán irlandés John Byron, a esta tierra". No recordamos cuántas veces nos contó Oscar este naufragio que se entroncaba con la pretendida historia de su sangre. Cada vez que nos lo repetía, a falta de otros naufragios que hubiera visto la víspera, añadía algún nuevo detalle, una pequeña variante, algún capítulo anterior o posterior de la historia de ese capitán que: "...nunca más se había vuelto a embarcar y que había caminado por esta costa hasta el fin de sus días, sus ojos fijos en un horizonte tras el cual habían quedado los suyos, en la lejana Irlanda". Byron explicaba como: "Abuelo se quedó a vivir aquí y se casó con la hija de un estanciero que le dio una hija -mi madre- el mismo día en que murió desangrada sin esperanzas de socorro médico". Cuando nos contaba esta historia, su piel clara y dorada por el sol quedaba perlada de gotas de sudor casi imperceptibles. Era una emoción que parecía venirle de muy adentro, pero en la que ninguno de nosotros quería creer. Ahora que Byron se ha ido de nuestro pueblo costeño, pensamos a veces que fuimos cobardes, porque nadie le dijo nunca en la cara lo que se murmuraba cuando salía del bar, tarde en la noche:

"Su abuelo había llegado a esta tierra desde Irlanda

—sí— pero no como capitán de un barco, sino como pasajero (¿o polizonte?) de un barco carguero, donde iba un grupo de campesinos emigrantes que huían de las hambrunas que azotaban ese país periódicamente". Había llegado de Irlanda

—sí—

pero su destino era un puerto del Atlántico Sur, cuando el barco sufrió una avería y se vio obligado a detenerse en Santos. Del barco se escapó John y las malas lenguas dicen que dejó a bordo a su mujer y dos hijos. Se vino a este pueblo a orillas del mar unos meses después, con una mujer sobre cuyo origen circularían versiones tan diversas como la simpatía o antipatía que inspiraba: había sido vendedora de pescado en La Paloma o había estado acodada en un bar de mala muerte del bajo de Maldonado. En todo caso, aquí fue discreta y dejó que John Byron forjara su propia leyenda. Los más viejos de entre nosotros

—los que lo conocieron—

aseguraban que John no sabía nadar, que le tenía miedo al mar y que nunca se bañó en la playa, ni siquiera cuando hacía calor y hasta las viejas beatas se mojaban los tobillos levantándose las faldas con olvidada picardía. Ni siquiera entonces se lo pudo creer, no. Por eso cuando Oscar rememoraba esas hazañas nadie podía darle crédito. Sin embargo, ahora que se ha ido del pueblo, hay quién recuerda haber visto colgados en los muros de la casa que el viejo John levantó sobre las rocas de la punta Oeste, una brújula, un cuadrante, un reloj de oro y viejos papeles con palabras que ninguno de nosotros podía descifrar.

Ahora que Oscar se ha ido, hay otros que recuerdan que un hombre rubio como el Capitán Byron, venía a veces de otro pueblo a visitarlo y que fumaban juntos en silencio en la terraza, mirando el mar. Y hay hasta quién dice que ese hombre de apariencia más joven, era uno de los oficiales del barco que al parecer naufragó en nuestra costa. Ahora que se ha ido de El Paso, el maestro de la escuela, don Cosme, cuando viene a tomarse una cerveza con nosotros, nos dice que Oscar —como un viejo marinero inglés al que habría cantado un poeta de cuyo nombre no se acordaba— sufría de una terrible agonía que lo obligaba a contar, una y otra vez un naufragio. Aunque finalmente se calmaba sentía unos días después una nueva angustia que le arrebataba el corazón, incendiaba su pecho y le hacía ver en el rostro de cada uno de nosotros, un eco posible a una historia condenada a repetirse sin fin.

El maestro se pregunta ahora si no debió interrumpir por lo menos una vez a Oscar para preguntarle si en algún momento de su vida no había matado un albatros. Ahora que Oscar Byron se ha ido, nos hacemos muchos reproches, pero hay que reconocer que, de todas maneras, sus relatos de naufragios no dejaban nunca trazas en nuestra costa. No había maderas flotando, no había, sobresaliendo entre las olas, mástiles de veleros quebrados, ni cascos de barcos encallados en las arenas de nuestras playas, para probar que su testimonio era cierto.

Sus naufragios no tenían sobrevivientes. No había signos de SOS. escuchados las noches de temporal. Todo se lo engullía el océano. No había otro relato que el suyo, contado con grandes gestos de sus manos nerviosas en el centro de la rueda del bar. ¿Cómo aceptar —entonces— que sus ojos habían traspasado las tinieblas rasgadas por rayos y centellas, para ver cómo se hundían sin dejar ningún rastro sus grandes y pequeños barcos, sus veleros, sus chalupas, sus buques mercantes de banderas desconocidas? A veces —hay que decir la verdad ahora que Byron se ha ido— detrás de su relato llegaba a nuestras playas una débil prueba de lo que había dicho. Recordemos, por ejemplo, cómo una mañana se nos apareció el mar cubierto de esferas blancas, miles de huevos que flotaban y que se depositaron en la orilla con la suavidad de la calma que sigue a la violencia de un temporal de otoño. Recordemos que, tres días antes, Byron nos había contado que un pequeño buque mercante andaba a la deriva frente al cabo que cierra la playa por el Oeste y que para evitar encallar en sus rocas, había visto a la tripulación arrojar parte de la carga por la borda. Recordemos ahora cómo nos reímos entonces a sus espaldas, porque nos parecía que su fantasía había rebasado el margen de credibilidad que otros naufragios necesitaron para ser posibles. Hubiera bastado imaginar que los barcos también pueden transportar huevos de un país a otro para creer que lo que sucedió frente a nuestra costa pudo haber sido cierto. Se hubiera podido, sin mucho esfuerzo, haber creído a Byron cuando aún estaba entre nosotros. Porque pescadores y contrabandistas sabemos que en esta costa naufragan muchos barcos, más allá de los límites de nuestra aldea. Lo leemos a veces en los periódicos que llegan por casualidad, lo escuchamos en la radio y sabemos que en invierno hay pueblos enteros que ven, dominados por la impotencia, como se debaten en el centro de tempestades barcos que se hunden con estrépito frente a sus ojos.

Sabemos también cómo en las madrugadas solitarias que siguen a esos temporales, muchos habitantes de esos pueblos se aventuran en los barcos semihundidos para descender maletas y baúles, arrancar linternas, maderas de puertas y balaustradas, llevarse ollas, vajillas, cubiertos y las mantas y sábanas empapadas de camarotes desolados.

Sabemos que los barcos son saqueados en los días que siguen y despojados de todo bronce o hierro, antes que el óxido llegue.

Sabemos que esos saqueos duran varios meses y que el tiempo se encarga de lo demás. En unos años, esos barcos de colores vivos y pabellones diversos quedan reducidos apenas a un casco, donde es imposible reconstruir con la imaginación el impecable trazado de la proa original.

Y sabemos, finalmente, que el naufragio que fue titular de primera página en un periódico de la capital, es ahora solamente una cruz en un mapa, cuyo significado sólo recuerda un memorioso, parte de un paisaje que no puede imaginarse sin sus despojos; nada más. Más allá de nuestro pueblo pasan estas catástrofes que merecen la atención, pero aquí no podía ser posible mientras vivía entre nosotros Byron. Este descendiente de irlandés con aire de rubio solitario y mentiroso, no podía ser el único capaz de descubrir un naufragio entre dos relámpagos y una tempestad.

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sábado, 1 de agosto de 2009

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