Las risas se producían como un hipo involuntario e imbécil, sin lograr interrumpir una oleada brutal dirigida hacia los culos y las vergas. Marcela, solitaria y triste, encerrada en el orinal convertido en prisión, empezó a sollozar
cada vez más fuertemente.
Media hora después empezó a pasárseme la borrachera y se me ocurrió
sacar a Marcela del armario: la desgraciada joven, totalmente desnuda,
había caído en un estado terrible. Temblaba y tiritaba de frío. Desde
que me vio manifestó un terror enfermizo aunque violento. Por lo
demás, yo estaba pálido, más o menos ensangrentado y vestido estrafa-
lariamente. Detrás de mí, yacían, casi inertes y en un desorden inefable,
varios cuerpos escandalosamente desnudos y enfermos. Durante la
orgía se nos habían clavado pedazos de vidrio que nos habían ensan-
grentado a dos de nosotros; una muchacha vomitaba; además todos
caíamos de repente en espasmos de risa loca, tan desencadenada que
algunos habían mojado su ropa, otros su asiento y otros el suelo.
De allí salía un olor de sangre, de esperma, de orina y de vómito que casi
me hizo recular de terror; pero el grito inhumano que desgarró la
garganta de Marcela fue todavía más terrorífico. Debo decir sin embargo
que, en ese mismo momento, Simona dormía tranquilamente, con el
vientre al aire, la mano detenida todavía sobre el vello del pubis y el
rostro apacible y casi sonriente.
Marcela, que se había precipitado a través del cuarto tambaleándose
y gritando como si gruñera, me miró de nuevo: retrocedió como si yo
fuera un espectro espantoso que apareciera en una pesadilla, y se
desplomó dejando oír una secuela de aullidos cada vez más inhumanos.
Cosa curiosa; ese incidente me devolvió el valor. Alguien iba a venir,
era inevitable; pero no pensé ni un instante en huir o en acallar el
escándalo. Al contrario, con resolución abrí la puerta. ¡Oh, espectáculo
y gozo inusitados! ¡Es fácil imaginar las exclamaciones de horror, los
gritos desesperados, las amenazas desproporcionadas de los pa-
dres al entrar en la habitación! Con gritos incendiarios e imprecaciones
espasmódicas mencionaron la cárcel, el cadalso y los tribunales;
nuestros propios camaradas se habían puesto a gritar y a sollozar hasta
producir un ruido delirante de gritos y lágrimas: se diría que los habían
incendiado y que eran antorchas vivas. Simona gozaba conmigo.
Y sin embargo, ¡qué atrocidad! Nada podía dar fin al delirio tragicó-
mico de esos dementes; Marcela, que seguía desnuda, expresaba, a
medida que gesticulaba, y entre gritos de dolor, un sufrimiento moral y
un terror imposible de soportar; vimos cómo mordía a su madre en el
rostro y se movía entre los brazos que intentaban dominarla en vano.
En efecto, la irrupción de los padres había acabado de destruir lo que
le quedaba de razón; para terminar se llamó a la policía y todos los
vecinos fueron testigos del inaudito escándalo.
lunes, 27 de julio de 2009
La historia del ojo (6)
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