jueves, 9 de abril de 2009

Las once mil vergas (XLVIII)

Me desperté en brazos de la bella Ninette, que, inclinada sobre mí, me arrancaba los alfileres. Oí como mi mujer, en la habitación de al lado, gritaba y blasfemaba mientras gozaba en brazos del oficial. El dolor que me producían las agujas que me arrancaba Ninette y el que me causaban los goces de mi mujer me produjeron una erección atroz. Ninette, ya lo he dicho, estaba inclinada sobre mí, la agarré por la barba del coño y noté que la grieta estaba húmeda debajo de mi dedo. Pero por desgracia la puerta se abrió en este momento y entró un horrible botcha, es decir, un peón de albañil piamontés. Era el amante de Ninette, y se enfureció. Levantó las faldas a su querida y empezó a pegarle delante de mí. Luego desabrochó su cinturón de cuero y la azotó con él. Ella gritaba:
–No he hecho el amor con mi señor.–Por eso –dijo el albañil, que la agarraba por los pelos del culo. Ninette se defendía en vano. Su macizo culo moreno se estremecía bajo los golpes de la correa que silbaba y cortaba el aire como una serpiente que se abalanza sobre una presa. Al poco rato tuvo el trasero al rojo. Esos castigos debían gustarle, pues se giró y, agarrando a su amante por la bragueta, le bajó los pantalones y sacó una verga y unos testículos que debían pesar al menos tres kilos y medio en total. El puerco la tenía tan dura como un cerdo. Se acostó sobre Ninette que cruzó sus piernas finas y vigorosas sobre la espalda del obrero. Vi como el enorme miembro entraba en un coño peludo que lo tragó como una pastilla y lo vomitó como un pistón. Tardaron mucho en llegar al espasmo y sus gritos se mezclaban con los de mi mujer.
Cuando hubieron acabado, el botcha, que era pelirrojo, se levantó y, viendo que me masturbaba, me insultó y, volviendo a empuñar la correa, me fustigó por todas partes. La correa me hacía un daño terrible, pues ya estaba muy débil y no tenía suficientes fuerzas para sentir la voluptuosidad. La hebilla me entraba cruelmente en las carnes. Yo gritaba:
–¡Piedad!
Pero en este momento, mi mujer entró con su amante y, como un organillo tocaba un vals bajo nuestras ventanas, las dos parejas descompuestas empezaron a bailar encima de mi cuerpo, aplastándome los testículos, la nariz y haciéndome sangrar por todas partes.
Caí enfermo. Fui vengado pues el botcha cayó de un andamio partiéndose el cráneo y el oficial alpino, habiendo insultado a uno de sus compañeros, fue muerto en duelo por éste.
Una orden de Su Majestad me llamó para el servicio en Extremo Oriente y abandoné a mi mujer que sigue engañándome...
Así fue como Katache terminó su relato. Había inflamado a Mony y a la enfermera polaca, que había entrado hacia el final de la historia y la escuchaba, estremeciéndose de voluptuosidad contenida.
El príncipe y la enfermera se abalanzaron sobre el desgraciado herido, le destaparon y, agarrando las astas de las banderas rusas que habían sido capturadas en la última batalla y yacían desparramadas en el suelo, empezaron a golpear al desgraciado cuyo trasero se estremecía a cada golpe. Deliraba:
–¡Oh! mi querida Florence, ¿es tu mano divina la que me golpea? Me provocas una erección... Cada golpe me hace gozar... No te olvides de masturbarme... ¡Oh! es bueno. Golpeas demasiado fuerte en los hombros... ¡Oh! este golpe me ha hecho sangrar... Mi sangre se derrama para ti... mi esposa... mi tórtola... mi mosquita querida...

1 comentarios:

uno, trino y plural dijo...

¡...mi mosquita querida...! ja, ja, ja. ¿Es o era una expresión habitual en francés?

Caosmeando

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