lunes, 6 de abril de 2009

De la erupción del Tambora nació Frankenstein


Oscuridad
"Tuve un sueño que no era del todo un sueño.
El brillante sol se apagaba, y los astros
Vagaban apagándose por el espacio eterno,
Sin rayos, sin rutas, y la helada tierra
Oscilaba ciega y oscureciéndose en un cielo sin luna.
La mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo consigo el día,
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Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror
De esta desolación, y todos los corazones
Se congelaron en una plegaria egoísta por luz,
Y vivieron junto a hogueras, y los tronos,
Los palacios de los reyes coronados, las chozas,
Las viviendas de todas las cosas que habitaban,
Fueron quemadas en los fogones, las ciudades se consumieron,
Y los hombres se reunieron en torno a sus ardientes casas
Para verse de nuevo las caras unos a otros.

Felices eran aquellos que vivían dentro del ojo
De los volcanes, y su antorcha montañosa,
Una temerosa esperanza era todo lo que el mundo contenía;
Se encendió fuego a los bosques, pero hora tras hora
Fueron cayendo y apagándose, y los crujientes troncos
Se extinguieron con un estrépito y todo quedó negro.

Las frentes de los hombres, a la luz sin esperanza
Tenían un aspecto no terreno cuando de pronto
Haces de luz caían sobre ellos; algunos se tendían
Y escondían sus ojos y lloraban; otros descansaban
Sus barbillas en sus manos apretadas y sonreían;
Y otros iban rápido de aquí para allá y alimentaban
Sus pilas funerarias con combustible, y miraban hacia arriba
Suplicando con loca inquietud al sordo cielo,
El sudario de un mundo pasado, y entonces otra vez
Con maldiciones se arrojaban sobre el polvo,
Y rechinaban sus dientes y aullaban; las aves silvestres chillaban
Y, aterrorizadas, revoloteaban sobre el suelo,
Y agitaban sus inútiles alas; los brutos más salvajes
Venían dóciles y trémulos; y las víboras se arrastraron
Y se enroscaron escondiéndose entre la multitud,
Siseando, pero sin picar, y fueron muertas para servir de alimento.
Y la Guerra, que por un momento se había ido,
Se sació otra vez; una comida se compraba
Con sangre, y cada uno se hartó resentido y solo
Atiborrándose en la penumbra: no quedaba amor.
Toda la tierra era un solo pensamiento y ese era la muerte
Inmediata y sin gloria; y el dolor agudo
Del hambre se instaló en todas las entrañas, hombres
Morían y sus huesos no tenían tumba, y tampoco su carne;
El magro por el magro fue devorado,
Y aún los perros asaltaron a sus amos, todos salvo uno,
Y aquel fue fiel a un cadáver, y mantuvo
A raya a las aves y las bestias y los débiles hombres,
Hasta que el hambre se apoderó de ellos, o los muertos que caían
Tentaron sus delgadas quijadas; él no se buscó comida,
Sino que con un gemido piadoso y perpetuo
Y un corto grito desolado, lamiendo la mano
Que no respondió con una caricia, murió.

De a poco la multitud fue muriendo de hambre; pero dos
De una ciudad enorme sobrevivieron,
Y eran enemigos; se encontraron junto
A las agonizantes brasas de un altar
Donde se había apilado una masa de cosas santas
Para un fin impío; hurgaron,
Y temblando revolvieron con sus manos delgadas y esqueléticas
En las débiles cenizas, y sus débiles alientos
Soplaron por un poco de vida, e hicieron una llama
Que era una ridícula; entonces levantaron
Sus ojos al verla palidecer, y observaron
El aspecto del otro, miraron, y gritaron, y murieron.
De puro espanto mutuo murieron,
Sin saber quién era aquel sobre cuya frente
La hambruna había escrito "Enemigo". El mundo estaba vacío,
Lo populoso y lo poderoso era una masa,
Sin estaciones, sin hierba, sin árboles, sin hombres, sin vida;
Una masa de muerte, un caos de dura arcilla.
Los ríos, lagos, y océanos estaban quietos,
Y nada se movía en sus silenciosos abismos;
Los barcos sin marinos yacían pudriéndose en el mar,
Y sus mástiles bajaban poco a poco; cuando caían
Dormían en el abismo sin un vaivén.
Las olas estaban muertas; las mareas estaban en sus tumbas,
Antes ya había expirado su señora la Luna;
Los vientos se marchitaron en el aire estancado,
Y las nubes perecieron; la Oscuridad no necesitaba
De su ayuda... Ella era el universo". (Lord Byron)

Aquel año 1816, que se conoce en la Historia del clima como el año sin verano, Europa estaba destrozada por las guerras napoleónicas, que habían terminado en 1815 con la batalla de Waterloo y el exilio de Napoleón en la isla de Santa Elena. La ciencia meteorológica de aquel momento no relacionó el continuo velo de polvo atmosférico, ni los deslumbrantes crepúsculos con la erupción del volcán Tambora, cuya existencia probablemente desconocía.

Se contemplaba con estupor el comportamiento del extraño verano que había retrasado las vendimias del sur de Francia hasta los últimos días de Octubre y las de la cuenca del Rhin hasta principios de noviembre. En París se registraban en el mes de julio temperaturas medias inferiores en 3,5 grados a las normales de aquel mes y, en Agosto, estos valores eran casi 3 grados más bajos.

Los campesinos, que pensaban recuperar las reservas consumidas en los diez años de guerra, tuvieron que afrontar un año misérrimo. Fue necesario que soldados armados se ocuparan del transporte del trigo a la capital para evitar el saqueo del pueblo hambriento. El 19 de julio, desde Las Tullerías, el rey Luis XVIII ordenaba a los vicarios generales de la diócesis de Paris que se hicieran rogativas públicas en todas las iglesias para pedir al “Árbitro Soberano de las Estaciones que conservara los bienes de la tierra, alejara las tempestades y concediera tiempo sereno para que los frutos llegaran a su madurez”.

En Centroeuropa, fuertes tormentas generalizadas descargaban pedrisco de tamaño nunca visto y las riadas arrastraban a personas, animales y enseres. Un terremoto cambió el curso de un río en Capel, convirtiendo las llanuras próximas en un nuevo lago. Hubo necesidad de sacrificar al ganado que no se podía mantener y aumentó la emigración a los EE.UU.

En Londres se repartía diariamente una sopa económica a personas de las clases más necesitadas y, mediado el mes de agosto, la suscripción abierta en favor de labradores y artesanos pobres, ascendía en la capital del Reino Unido a tres millones de reales.

Las continuas olas de frío veraniegas de 1816 se atribuían a nuevas manchas solares y a la invasión en el Atlántico Norte de una gran cantidad de gigantescas masas de hielo polar. Otra hipótesis mantenía que la generalización de pararrayos había modificado la dinámica de las corrientes eléctricas en la atmósfera. Pero nadie supuso que la considerable cantidad de partículas volcánicas insedimentables, introducidas en la estratosfera por la erupción del Tambora, pudiera haber alcanzado el occidente europeo tres meses después, ni que se desplazara alrededor del globo, dando a la luz solar el tinte ceniciento que estuvo produciendo durante tantos meses aquellos crepúsculos tan fantásticamente coloreados.

1 comentarios:

uno, trino y plural dijo...

Lo del Tambora es un efecto mariposa a lo bestia, ¿no? Aunque a las 92000 víctimas mortales no debió de parecerles ninguna mariposa.

Caosmeando

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