domingo, 1 de marzo de 2009

Las once mil vergas (XLIII)

–¡Desgraciada!–exclamó Mony–, mujer cruel a quien Dios ha encomendado la misión de rematar a los heridos, ¿quién eres tú? ¿quién eres tú?
–Soy –dijo– la hija de Juan Morneski, el príncipe revolucionario que el infame Gurko envió a morir a Tobolsk.
Para vengarme y para vengar a Polonia, mi patria, remato a los soldados rusos. Quisiera matar a Kuropatkin y deseo el fin de los Romanoff.
Mi hermano, que es también mi amante, y que me desvirgó en Varsovia durante un pogrom, por miedo de que mi virginidad no fuera presa de un cosaco, comparte los mismos sentimientos que yo. Ha extraviado el regimiento que manda y ha ido a ahogarlo al lago Baikal. Me había comunicado sus intenciones antes de su marcha.
Es así como nosotros, polacos, nos vengamos de la tiranía moscovita.
Estos afanes patrióticos han afectado mis sentidos, y mis pasiones más nobles se han doblegado ante las de la crueldad. Soy cruel, mira, como Tamerlán, Atila e Iván el Terrible. Antes era tan piadosa como una santa. Hoy, Mesalina y Catalina a mi lado no serían más que tiernas ovejitas.
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Mony no dejó de estremecerse al oír la declaración de esta puta exquisita. Quiso lamerle el culo en honor de Polonia a cualquier precio, y le contó cómo había participado indirectamente en la conspiración que costó la vida en Belgrado a Alejandro Obrenovitch.
Ella le escuchó con admiración.
–Ojalá pueda ver un día –exclamó– al Zar defenestrado.

Mony, que era un oficial leal, protestó contra esta defenestración y manifestó su acatamiento a la legítima autocracia: “Os admiro –dijo a la polaca– pero si fuera el Zar, destruiría en bloque a todos los polacos. Esos borrachínes ineptos no paran de fabricar bombas y hacen inhabitable el planeta. Incluso en París, esos sádicos personajes, que aparecen tanto en la Audiencia como en la Salpétriére, turban la existencia de los pacíficos ciudadanos.
–Es cierto –dijo la polaca– que mis compatriotas son gente de pocas bromas, pero que les devuelvan su patria, que les dejen hablar su idioma, y Polonia volverá a ser el país del honor caballeresco, del lujo y de las mujeres bonitas.

–¡Tienes razón! –exclamó Mony y, echando a la enfermera encima de una camilla, la trabajó perezosamente y mientras copulaban, charlaban de temas galantes y remotos. Parecía un decamerón que estaba rodeado de apestados.

–Mujer encantadora –decía Mony– cambiemos nuestra fe con nuestras almas.

–Sí –decía ella– nos casaremos después de la guerra y llenaremos el mundo con el eco de nuestras crueldades.

–De acuerdo –dijo Mony– pero que sean crueldades legales.

–Quizás tengas razón –dijo la enfermera-no hay nada tan dulce como cumplir lo permitido.

En esto, entraron en trance, se estrecharon, se mordieron y gozaron profundamente.

En este momento, oyeron un gran griterío, el ejército ruso, derrotado, huía desordenadamente ante las tropas japonesas.

Se oían los gritos horribles de los heridos, el fragor de la artillería, el rodar siniestro de los furgones y las detonaciones de los fusiles.

La tienda fue bruscamente abierta y un grupo de japoneses la invadió. Mony y la enfermera apenas tuvieron tiempo de componer sus vestidos.

Un oficial japonés se adelantó hacia el príncipe Vibescu.

–¡Sois mi prisionero! –le dijo, pero, de un pistoletazo, Mony le dejó tieso, muerto; luego, ante los estupefactos japoneses, rompió su espada en las rodillas.

Entonces se adelantó otro oficial japonés, los soldados rodearon a Mony que aceptó su cautiverio y, cuando salió de la tienda en compañía del diminuto oficial nipón, vio a lo lejos, en la llanura, a los fugitivos rezagados que intentaban penosamente unirse al ejército ruso en retirada.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Parece que se remansa el torrente

Caosmeando

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